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El asesino de los caprichos

Thriller. Drama Dos policías siguen la pista de un misterioso asesino en serie que escoge a sus víctimas entre la clase adinerada de Madrid y reproduce con sus cadáveres las escenas de los caprichos de Goya.
Poli buena, poli mala
La trama de este thriller detectivesco avanza gracias a la fuerza motriz proveída por dos polos que, en realidad, son dos tópicos dentro del género. Tanto uno como otro son “una y otra”. La primera es una detective veterana que mira a las víctimas de asesinato con desprecio, y se comunica con los interrogados con un cinismo tan pasado de rosca, que todo esto solo puede ser una máscara para tapar las inseguridades que la acosan. Y en efecto, cuando consigue refugiarse en el baño, echa el pestillo y pierde toda la dignidad que mantenía en público. Cree estar a salvo de la mirada de los demás, pero claro, no puede esquivar la nuestra.

Ahí, en la -falsa- intimidad claustrofóbica que encuentra encima del retrete, saca una petaca metálica (otro tópico) y combina su contenido etílico con el café de máquina de la oficina (ídem). Se derrumbó el mito de la agente implacable; queda, ahí acurrucada en la fría y triste soledad de la taza del váter, la vulnerabilidad de un ser humano que se descubre como tal: tan frágil, tan inestable... tan típico. En el otro plato de la balanza, está, cómo no, todo lo opuesto: la opuesta, vaya. La sonrisa, la juventud, la inocencia... la fe en que lo bueno que representan las personas se impondrá, a pesar de todo, a la oscuridad que las rodea.



Es la clásica pareja de policías, teóricamente incompatibles, pero a la práctica, infalibles en la resolución de esos crímenes cuya naturaleza aberrante bloquearía la mente de cualquier ser no curtido en las mil batallas que propone, cada día, la vida. Y entramos ya en materia. ‘El asesino de los caprichos’ lo hace de forma tan rápida que, de hecho, tendría que definirse como “precipitada”. Unos breves títulos de crédito presididos por planos detalle de cuadros de Goya, y acompañados por una banda sonora generadora de ambientes turbios, nos sitúan en lo que es la primera escena del crimen.

Las dos protagonistas de la historia ya se encuentran ahí, y no tardan nada en hacerse eco de esas dinámicas entre compañeras-condenadas-a-serlo que han definido, desde que el cine es cine, el thriller policíaco. De lo que se trata aquí es de pescar al delincuente detrás de una serie de asesinatos que convierten lo peculiar en escalofriante... o directamente en terrorífico. Resulta que la ciudad de Madrid se despierta un buen día con un cadáver dispuesto con un sentido de la puesta en escena que solo parece al alcance de los más grandes artistas. Y efectivamente. Un muerto conecta con otro, y claro se levantan las sospechas de asesino en serie.



Salta a la vista que algún psicópata se ha propuesto cobrarse víctimas para reproducir los “Caprichos de Goya”, una serie de ochenta grabados del legendario pintor aragonés en los que, en tono fabulesco y satírico, ilustraba los vicios de una sociedad (la española) de la que, en aquel momento, se sentía profundamente distanciado. Gerardo Herrero impregna su ficción con este sentimiento real tanto a finales del siglo XVIII como a principios del XXI. Su visión del noir está marcada pues por algunas de las tensiones más definitorias de la Historia... y del presente.

Este punto de partida artístico-macabro, que podría definirse como “fincheriano”, se descubre casi como un pretexto para incidir en los males que definen a las élites compuestas por estos súper-privilegiados que leen las necrológicas del ABC (sic), que extienden sus tentáculos en todos los niveles del poder y que se bunkerizan en un absurdo (o indignante, según cómo se vea) concurso de acumulación de riquezas. Véanse, por ejemplo, cotizadísimos cuadros firmados por Francisco de Goya. Ante este frívolo (o directamente grotesco) dispendio de recursos, parece que solo haya dos reacciones posibles: el desencanto sistémico y metódico de la veterana, o el beneplácito pasional de la novata.



La poli buena (Aura Garrido) y la poli mala (Maribel Verdú) se complementan pues para encauzar emociones a la hora de navegar por una esfera social que se extiende por todos los rincones escudriñados durante la investigación. Pero el choque de clases no acapara todo el asunto: la gracia está más bien en ver a las mujeres manejar unos cargos históricamente reservados a los hombres. Es ahí donde ‘El asesino de los caprichos’ se erige en caso particular... y es ahí donde patina más estrepitosamente. La conciliación familiar, por ejemplo, se presenta como una materia más o menos irreconciliable, debido básicamente a una feminidad entendida siempre en clave masculina. Al final del trayecto, queda claro que el destino favorece a quien sabe ver más allá de sus intereses personales, es decir, a quien tiene en cuenta a su -única- pareja y, aún más importante, a su descendencia. La familia como salvación.

El conservadurismo ideológico se ve correspondido, en un acto de coherencia aplastante, con unas formas cinematográficas que confirman lo que ya sabíamos: que Gerardo Herrero es un director con modales de productor. Todo en ‘El asesino de los caprichos’ discurre con un sentido de la funcionalidad que atropella cualquier atisbo de mimo en la escritura o escenografía. Sin miedo a depender del cliché, sin conciencia de estar dañando a la vista (véanse esos cromas groseros empleados en las escenas que transcurren en la azotea de la comisaría), y con mucho menos tiempo a perder en detalles que enriquezcan con matices el dibujo de los personajes, o las tesis del relato. O sea, que la trama se sigue no por su nitidez o sumo interés, sino por la tremenda simpleza que se esconde debajo de su apariencia enmarañada. Avanza porque detrás tiene a alguien que la empuja constantemente, y que en ningún momento lucha por desgranarla, reflexionarla... o hacerla realmente atractiva.
Escrita por Víctor Esquirol (FilmAffinity)
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