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Sin piedad

Western. Drama Narra la historia de un muchacho que, huyendo de su hogar junto a su hermana, es testigo del encuentro entre Billy el Niño y el sherriff Pat Garret. (FILMAFFINTY)
Ecos de un pasado magnífico
La carrera de Vincent D’Onofrio como realizador empezó con una feliz coincidencia... y ahí se quedó. Rondando la cincuentena de años de edad, y siempre con la indispensable ayuda del maquillaje, el hombre guardaba un parecido más que razonable con el Orson Welles de treinta y cinco años, aquel genial director que se buscó la vida como actor a las órdenes de Carol Reed en ‘El tercer hombre’. Así nació un proyecto que apenas superaría la media hora de metraje. ‘Five Minutes, Mr. Welles’ era, en efecto, una ocurrencia justificada y, de hecho, congelada en esa mirada al espejo.

D’Onofrio se ponía en la piel de un Welles incapaz de recitar unas líneas de diálogo que no sentía suyas, y que por esto rechazaba visceralmente. El creador perdía su condición, y así, la película no avanzaba. Una premisa prometedora desvirtuada, desgraciadamente, con malos modales cinematográficos. Aquello era, para entendernos, teatro mal filmado. Una conjunción de recursos elementales, indigna del material de base del que partía. La única buena noticia estuvo en el propio recuerdo despertado. El efecto eco: bastó con aquella apariencia, con aquella imitación y con unas pocas notas para revivir aquellos míticos compases de Anton Karas.



Bastó con cerrar los ojos y dejarse llevar por la memoria para comprobar, por si todavía había dudas, que cualquier tiempo pasado fue mejor. De esta máxima vivió, históricamente, el género fundacional por excelencia. El western fue (y por lo visto, sigue siendo) un llamamiento a esos tiempos y a esos personajes desaparecidos pero, en cierto modo, imprimidos en nuestro ADN colectivo. Una especie de fusión entre la crónica histórica y la epopeya romántica: pura alquimia nacionalista, un canto nostálgico despertado por ese reflejo que parecía venir directamente de ese tan añorado pasado.

Con todo esto en mente, llegaron los “siete magníficos” de Antoine Fuqua, una mediocridad basada en -admitámoslo- otra mediocridad, y que al mismo tiempo vino a engrosar la cuenta de decepciones en una de las carreras más mediocres del Hollywood “moderno”. Aquello era más bien una oda lujosa a la pereza. Al piloto automático; al saber que se puede vencer en un duelo a muerte sin desenfundar la pistola. De modo que con lo mínimo, fue suficiente: con aquel espíritu del Wild West, con un puñado de buenos actores y, por supuesto, con aquellas notas prestadas de Elmer Bernstein.



Casualidad o no, el nuevo trabajo de Vincent D’Onofrio como director repite con tres piezas de aquel casting espectacular: Ethan Hawke, Chris Pratt y el propio máximo responsable (es un decir) de esta propuesta, omnipresente delante y detrás de las cámaras. Tres “magníficos” para un western nada espectacular. El efecto Fuqua. ‘Sin piedad’ es la libre interpretación del título original ‘The Kid’ (o sea, “el chico”). Una traducción que inevitablemente nos remite al clásico instantáneo de Clint Eastwood, ‘Sin perdón’, referente que aparece muy a lo lejos, en un horizonte inalcanzable.

Por si fuera poco, el guion se empeña en seguir desenterrando fantasmas ante los que quedar en evidencia. La historia, para ponernos en situación, va de un chaval que huye, junto a su hermana mayor, del tiránico yugo de su familia, y que por el camino cruza sus pasos con los de Billy el Niño, legendario forajido en permanente huida de otra leyenda, Pat Garrett. De nuevo, cualquier coincidencia con la obra maestra crepuscular de Sam Peckinpah se queda en lo superficial de los nombres invocados. Del parecido razonable, vaya.



La gracia, por así llamarla, está en la influencia que estos dos personajes ejercen sobre el joven protagonista de la historia (encarnado por Jake Schur, hijo del productor Jordan Schur, y cuya endeble interpretación fuerza a pensar en los límites inabarcables del nepotismo). Billy y Pat se posan sobre sus hombros y se comportan, dependiendo de la dirección del viento, como el ángel o el demonio cuyos consejos permitirán que avance la trama. La ambición es pues patrimonio del texto escrito por Andrew Lanham, valiente a la hora de dibujar la herencia nacional como arma de doble filo en la creación de héroes o villanos.

Lástima que Vincent D’Onofrio siga estando verde en la responsabilidad fundamental de coordinar todos los activos que, a la postre, deben definir una película. Por ejemplo, sorprende la mala iluminación en una historia con tantas escenas importantes que transcurren durante la noche. Frustra, y mucho, el pésimo montaje, por el que por cierto nadie ha querido dar la cara. Normal. La transición entre secuencias es una invitación a la confusión; al caos narrativo. Es la nitidez clasicista destrozada por simple y absurda torpeza. Es un western flácido, salvado muy in extremis por la inercia ganadora de unos factores que se gestionan solos. Primero, el carácter heroico de Ethan Hawke, un actor instalado en una madurez dorada. Segundo, aquel eco; aquel recuerdo. Aquella promesa retroactiva. Está claro: el salvaje oeste como conexión amorosa con el salvaje que llevamos dentro. Y ya. Suficiente.
Escrita por Víctor Esquirol (FilmAffinity)
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