Haz click aquí para copiar la URL

La hija de un ladrón

Drama Sara ha estado sola toda su vida. Tiene 22 años y un bebé, su deseo es formar una familia junto a su hermano pequeño y el padre de su hijo. Su padre, Manuel, tras años de ausencia y al salir de la cárcel, decide reaparecer en sus vidas. Sara sabe que él es el principal obstáculo en sus planes y toma una decisión difícil: alejarlo de ella y de su hermano.
La vida y nada más
Sara vive en un piso de acogida. Su vida consiste en trabajar, cuidar de su bebé y atender a Martín, su hermano pequeño (conseguir su custodia es su mayor motivación). Esa es su cotidianeidad. Y, de cuando en cuando, puede dedicarse a pensar en su ex novio Dani, la única persona que le tiende una mano, y en su padre, Manuel, recién salido de la cárcel, a quien intenta acercase con la conciencia de que sería mucho más provechoso mantenerse lejos. Con suerte, incluso puede consagrar algunos momentos a pensar en sí misma, aunque esos son los que "La hija de un ladrón" no muestra o apenas deja atisbar. Pero están ahí. Y el espectador los siente, los percibe.

Es la vida precaria de Sara. La vida que se entrega a otros, la vida que no se vive. Y trabaja. Limpiando escombros de casas o solares que van a ser puestos en venta. O como cocinera en el comedor de un instituto. O en su casa, en la atención a su hijo, preparando desayunos, cenas, lavando, limpiando… Trabaja. Trabaja.

Este es el retrato al que se dedica la monumental primera película de Belén Funes, otro poderoso talento salido de la Escuela Superior de Cine y Audiovisuales de Catalunya. Y no hay que darle más vueltas. Funes ha rodado el mejor debut del año y una película capital en el cine español. Una película dolorosa, implacable, que captura la vida para lanzarla con violencia desde la pantalla. O que captura una vida, una de las muchas que nos rodean si quisiéramos mirar. El guion escrito por la propia cineasta junto a Marçal Cebrian y la puesta en escena de “La hija de un ladrón” remiten sin dudarlo a la veracidad fílmica, al del cine de lo real. Y Funes lleva al extremo la máxima de Godard: "un travelling es una cuestión moral", porque cada plano, cada angulación de un encuadre, cada movimiento de cámara, responden en la película tanto a una pulsión interna del relato como a la obligación estética y emocional con el espectador que los recogerá.



La pretensión de un cierto "no estilo" por parte de Belén Funes, el propósito de que la cámara siga a sus personajes y a sus diálogos sin aspaviento alguno, se concreta, sin embargo, en una puesta en escena de asombrosa precisión, de inabarcable expresividad, que exprime las imágenes hasta desecarlas, que se aferra al rostro de Sara hasta atrapar su ser íntimo. Porque Sara está presente en cada uno de los planos de la película. Su presencia es constante, abrumadora. Incluso cuando otros personajes dialogan, la cámara, paciente o nerviosa, apacible o brusca, se queda con ella. Y recoge cada gesto, cada mirada, cada sonrisa, cada decepción… En primeros planos, en planos medios, con la cámara en mano, en movimiento, con la cámara fija… O en travellings que la persiguen por la espalda hasta alcanzarla, ya que eso es lo que pretende la película: alcanzarla. Es necesario ser una actriz tan superlativa como audaz, casi milagrosa, para lidiar con ello y, además, agigantar el personaje en cada secuencia. Y eso es lo que logra, desde una abrumadora hondura interpretativa, Greta Fernández.

En su afán de atrapar un retazo de vida, Belén Funes acaba por reflejarlas todas. Al menos, todas las vidas sufrientes, todas las que se oponen a la resignación, todas las que pelean y sangran por conseguir una existencia digna. Y nada resulta engolado, en esta película luminosa e impagable. Un regalo de cine y de vida que utiliza la cámara con un bisturí que desvela tumores sociales, pero también tejidos sanos que luchan, que existen, que son. Sara es un personaje sufriente, sí, pero no vencido. Una mujer afligida, sí, pero no derrotada. Su dolor es el de tantas otras, y quizá lo que "La hija de un ladrón" muestra ya quebrado no pueda llegar a repararse, pero en Sara aún hay resistencia, aún hay fortaleza.



Caben pocas palabras ante el prodigio que supone "La hija de un ladrón", una obra viva, latente, nutrida de silencios, de diálogos interrumpidos, de miradas perdidas, de seres que intentan mantenerse en pie, mientras Belén Funes dignifica a todos sus personajes, incluso al padre, un descomunal Eduard Fernández, a quien en estos tiempos polarizados describe con esmero: hubiera sido sencillo convertirlo en el villano de la función, pero su mirada y su tratamiento lo humanizan, lo convierten en un ser de carne y hueso, apreciable y despreciable, como casi todos los humanos.

Y así transcurre una película que se mueve entre lo narrado y lo no narrado, entre lo visto y lo vislumbrado, que es capaz de ofrecer secuencias tan luminosas como la que muestra la fiesta de cumpleaños de Martín, un portento de veracidad fílmica. Y que culmina en una secuencia milagrosa, un modelo de pureza cinematográfica nacido del rostro de Sara Fernández y de la cámara de Belén Funes, que demuestra que el cine es el mayor creador de emociones y de reflexiones en el que el ser humano puede refugiarse.
Escrita por Miguel Ángel Palomo (FilmAffinity)
arrow