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Leto

Drama Leningrado, un verano a principios de los 80: la escena del rock de la ciudad está en pleno apogeo. Viktor Tsoï, un joven músico que creció escuchando a Led Zeppelin, T-Rex y David Bowie, está tratando de hacerse un nombre. El encuentro con su ídolo Mike y su esposa, la bella Natacha, cambiará su destino. Juntos construirán una leyenda como pioneros del rock ruso. (FILMAFFINITY)
Rock en Leningrado
Como en el caso del iraní Jafar Panahi, el ruso Kirill Serebrennikov ha sufrido y sufre fuertes condicionantes para trabajar en su país. Son solo dos ejemplos de los miles de artistas que viven bajo el yugo de la censura y la represión en pleno siglo XXI, en el que aún se combate a las voces disidentes. Panahi fue condenado en 2010 a seis años de cárcel, conmutados más tarde por un arresto domiciliario, y a la prohibición de filmar durante 20 años. Aún así, se las ha arreglado para seguir rodando e incluso llegó a enviar su filme “Esto no es una película” al Festival de Cannes en un ‘pendrive’ oculto en una tarta. Serebrennikov quedó bajo custodia domiciliaria en 2017, acusado de malversar los fondos de una asociación de artistas, aunque todo apuntase a que el motivo real fuesen sus ataques al gobierno y a la Iglesia Ortodoxa de Rusia. El pasado 8 de abril fue liberado de su arresto, una semana después de recibir el “Nika Award”, uno de los premios más prestigiosos del cine ruso, por “Leto”.

La película de Serebrennikov se vuelca en otra figura contestataria, la del malogrado rockero y poeta ruso Viktor Tsoi, líder del grupo Kinó. Hoy ya casi no se nota, pero hubo un tiempo en que el rock fue transgresor, antes de que fuese, como casi todos los movimientos provocadores, asimilado por el ‘stablishment’, que lo convirtió en parte de su fábrica de comodidad cultural. En el Leningrado (hoy San Petersburgo) de los primeros años ochenta, antes de la Perestroika, el rock latía en las calles de la ciudad. Los jóvenes rusos se atracaban de música, furtivamente, claro, porque la música occidental aún no podía consumirse al ser un producto propagado por los “enemigos capitalistas”. En esos años, David Bowie, Lou Reed,Talking Heads, Iggy Pop, T. Rex y tantos otros se convirtieron en los ídolos de los nuevos músicos como Viktor Tsoi.



La primera secuencia de “Leto” muestra abiertamente el espíritu efervescente y enérgico que va a estar presente en toda la película. A pesar de que en muchos momentos adopte un tono un tanto naif, “Leto” llena sus imágenes de un dinamismo nacido del cariño que el director vuelca en sus personajes. El contrastado blanco y negro de los primeros minutos de “Leto” persigue a dos chicas que se cuelan en un concierto de rock en el que los asistentes permanecen formalmente sentados y no pueden mostrar su fervor más que con unos leves movimientos de cabeza y moviendo suavemente los pies. Incluso la exhibición de un cartel con un corazón, dedicado al grupo, está terminantemente prohibida. Este es el ambiente en el que Viktor Tsoi formará su banda, Kino (prácticamente desconocida hoy en Occidente, aunque en tiempos de plataformas de internet sus canciones y videos sean fácilmente localizables para los interesados), y donde también vivirá una historia de amor triangular.

Y a pesar de que se ha emparentado a Leto con películas como “24 Hours Party People”, con la que comparte su condición de crónica (la extraordinaria fotografía en blanco y negro, que juega magistralmente con los contrastes de luz, apoya esta característica), sus intenciones son muy diferentes. De hecho, el romance que preside la película y el tono del acercamiento a los personajes la entronca más con la añeja “Tango feroz”, la estupenda película argentina de Marcelo Piñeyro que retrataba la tragedia de Tanguito, otro artista desobediente. “Leto” cruza los destinos de un emergente Victor Tsoi, un músico ya consagrado, Mike, y la novia de este, Natasha, que pronto se sentirá atraída por Viktor. Un romance que preside todo el metraje y que Serebrennikov entrelaza con habilidad con la relación creativa entre Viktor y Mayk Vassilievitch, compañero con el que fundará Kinó.



Uno empatiza rápidamente con estos jóvenes, que no son tanto unos rebeldes como unos tipos que quieren respirar otros aires, que quieren pensar libremente. Jóvenes vampirizados por la música que discuten, como quizá todos hayamos hecho, la validez de sus artistas preferidos y diseccionan las letras de sus canciones en unos diálogos de meritorio descaro. Serebrennikov adorna las canciones presentes en su película con efectos de posproducción, algunos de ellos en color, dibujos, líneas que rodean a los personajes, palabras que apoyan las canciones, con un tono de videoclip ochentero propio casi de los primeros tiempos de la MTV, que refresca unas imágenes en las que incluso la gente de la calle cantará en inglés canciones de Blondie o Talking Heads. Un recurso que aporta un aire apresurado a las imágenes, un tono urgente que llena de vivacidad la pantalla, a lo que también ayuda la aparición de un personaje que rompe la cuarta pared y mira a la cámara para apostillar la acción e incluso mostrar un cartel en el que puede leerse: “esto no ocurrió”.

Serebrennikov se muestra como un gran creador de atmósferas y maneja un guion de espíritu libre que desdeña el aferramiento argumental a favor de las sensaciones, y rueda hermosos planos secuencia en los que la cámara parece tener vida propia y envolver a los personajes con tanta heterodoxia visual como la que éstos anhelan en su música. Es cierto que “Leto” quizá se acomode un tanto en un retrato social que huye de la furia, que resulta un tanto pulcro, que parece demasiado pensado para captar varios segmentos de espectadores, pero ello no oculta los logros visuales y emocionales de un cineasta a seguir. Más aún en tiempos en los que el “stablishmenrt” ensalza monumentos al conformismo, a la blandenguería y al confort como “Bohemian Rhapsody”.
Escrita por Miguel Ángel Palomo (FilmAffinity)
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