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El día que vendrá

Drama Posguerra en Alemania, año 1946. Rachael Morgan (Keira Knightley) aterriza en las ruinas de Hamburgo en pleno invierno para reunirse con su marido, Lewis (Jason Clarke), un coronel británico que ha recibido la misión de reconstruir la ciudad destruida. Pero cuando van a mudarse a su nueva casa, Rachael descubre con asombro que Lewis ha tomado una decisión inesperada: compartirán la enorme casa con sus antiguos propietarios, un viudo ... [+]
Testamento de falso prestigio
Hamburgo, año 1946, exactamente 5 meses después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Las calles son angostos pasajes entre los escombros de lo que, solo unas semanas antes, eran los edificios de una de las ciudades alemanas más emblemáticas. Entre la imagen de aquella imponente urbe y la de este destrozo ha pasado la infame operación Gomorra: un ataque demoledor, a base de bombardeos conjuntos por parte de las fuerzas aéreas británicas y estadounidenses, para castigar a la población de una nación a todos los niveles derrotada.

Ha caído el Tercer Reich, y el mapa político de Europa no sabe dónde fijar las fronteras. Mientras no acaban de delinearse las cartas geográficas, soldados del frente aliado campan a sus anchas por los antiguos feudos germanos, en aras de una reconstrucción diseñada para satisfacer los caprichos de los vencedores. Se repiten pues los errores del pasado más cercano. Las heridas mal cerradas de la Primera Gran Guerra llevaron a la Segunda, y las de ésta parecen apuntar hacia una Tercera.



En estas circunstancias de devastación y fatalismo se sitúa el segundo largometraje para la gran pantalla de James Kent, realizador curtido en series y documentales para la televisión. Aquí, tenemos la clásica producción “de prestigio”, en la que el cine de época se asocia con el glamour de intérpretes de la talla de Keira Knightley, Alexander Skarsgård o Jason Clarke, y en la que el guion promete abordar temáticas tan complejas como elevadas... eso sí, con la inestimable complicidad masajeadora de los deseos más mundanos.

En ‘El día que vendrá’ se da a entender, a las primeras de cambio, que las dinámicas entre vencedores y vencidos degeneran demasiado fácilmente en escenarios humillantes, donde solo pueden haber abusones y abusados, una situación denigrante tanto para un bando como para el otro. Siguen difuminándose las fronteras: ahora, las que separan al bien del mal. En efecto, están sobre la mesa todos los ingredientes necesarios para levantar reflexiones potentes sobre materias tan sensibles como la responsabilidad y la culpa colectivas, y sobre cómo éstas moldean al individuo.



Un matrimonio inglés se regodea en las recientes conquistas de su amada patria, instalándose en una lujosa mansión a orillas del río Elba. El primer reconocimiento de su nuevo hogar les lleva a una inquietante marca rectangular en la pared: un cuadro parece querer ocultar el recuerdo reciente de otro que ya no debe ser mostrado. Hay manchas que, ciertamente, no se pueden borrar. La imagen propuesta es elegante y sugerente, pero sobre todo entendedora. Nos invita a meditar (en este caso, sobre las herencias más incómodas), pero sin forzar demasiado, ni al cerebro ni a la conciencia.

Lo que pasa, como ya se ha dicho, es que la agenda de James Kent está marcada por otro tipo de objetivos. Una configuración de propósitos no condenable per se, pero que puede causar confusión (si no directamente frustración), al ocultarse tan deliberadamente. Superada la hora de metraje, se concretan las insinuaciones, y queda claro que cualquier reflexión histórica obedecía a cuadrar números en el plano sentimental. Es la dictadura del póster; de unas apariencias que deben satisfacerse. Las matemáticas se reducen a la lección más elemental: uno más uno más uno son tres.



Y así surge, como por generación espontánea, un triángulo amoroso tan forzado y con tan poca química que solo puede justificarse a través de la fotografía, la dirección de arte y el diseño de producción de un proyecto pudiente. A través de esto y, claro está, a través de los brotes cursis que se manifiestan, inevitable y eventualmente, en nuestro cuerpo. En la misma temporada en que Mike Leigh nos recordó con ‘La tragedia de Peterloo’ que se puede volver al pasado (véase, la Europa post-napoleónica) para entender mejor el presente, James Kent mantiene que este tipo de viajes sirven mejor para deleitar nuestra vista en el consumo del enésimo folletín telenovelesco.

La lástima es que su anterior largometraje insinuó que se podría convertir en un digno heredero del mejor Joe Wright. ‘Testamento de juventud’, que así se titulaba, era una adaptación de las memorias bélicas de Vera Brittain, y en ocasiones recordaba a ‘Expiación, más allá de la pasión’, modélico reencuentro con Ian McEwan, en el que se alcanzaba el equilibrio alquímico entre la excelencia académica y las demandas del gran público: una técnica cinematográfica exquisita servía para ilustrar los efectos devastadores de la guerra en las relaciones humanas. Aquí, cualquier tensión desempolvada resulta en pulsión sexual blandengue. Es el morbo del falso prestigio; es la pulcritud como corsé amodorrado en un relato cuyo -endeble- empaque intelectual impide que se desaten las pasiones románticas que tanto ansía.
Escrita por Víctor Esquirol (FilmAffinity)
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