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La virgen de agosto

Drama Eva (Itsaso Arana) es una chica de treinta y tres años que hace de su decisión de quedarse en agosto en Madrid un acto de fe. Necesita sentir las cosas de otra manera y piensa en el verano como un tiempo de oportunidades. En esos días de fiesta y verbenas se van sucediendo encuentros y azares, y Eva descubrirá que todavía tiene tiempo, que todavía puede darse una oportunidad. (FILMAFFINITY)
"¿Cómo nos hacemos una persona de verdad?"
"Esta película se centra en una mujer a punto de cumplir 33 años, que ha decidido quedarse en su ciudad como acto de fe, y que ensaya una nueva forma de estar en el mundo. Casi nada…" Con estas palabras en la pantalla, comienza la quinta película en nueve años de Jonás Trueba. Nueve años en los que se ha aferrado a una manera de entender el cine obra tras obra, con admirable obstinación, en los que ha enarbolado un ejemplo de resistencia fílmica frente al aluvión de filmes mercantilistas y desmesurados que puebla las pantallas. Porque el cine de Jonás Trueba siempre se ha acogido, tanto en el fondo como en la forma, a una dinámica íntima: la suya. Y es necesario afirmar cuanto antes que "La virgen de agosto" supone una excelsa depuración temática y estilística de su carrera, un viaje hacia la esencia cinematográfica concretado en una obra pura y desnuda, casi impúdica, de insólita limpidez, un modelo de audacia en tiempos de conservadurismo.

En un verano madrileño en el que la ciudad ya no resulta tan desierta como antaño se mueve Eva (interpretada por una Itsaso Arana que va camino de convertirse en una actriz imprescindible en el cine español), una mujer de la que sabremos que ha vivido un desengaño sentimental y que ha anhelado ser madre. Poco más. Lo que de ella se descubra llegará a través de sus actos y sus palabras e importará mucho menos su pasado que un presente de búsqueda y un futuro incierto… o quizá no tanto. Eva se mueve por las calles de Madrid como lo hacía por las de París Delphine, protagonista de "El rayo verde", de Eric Rohmer, autor que planea por todos los fotogramas de la película. Calles que toman un evidente protagonismo, envueltas en la celebración de las castizas fiestas de San Cayetano, San Lorenzo y La Virgen de la Paloma: además del amor por sus personajes queda muy claro el afecto del cineasta por su ciudad, retratada con mimo en algunos lugares esenciales como la plaza de Cascorro, La Latina, el Viaducto, la sala de cine del Círculo de Bellas Artes… Un dibujo urbano que hace revivir los ecos de la "Nouvelle Vague", tan querida por el director.



Jonás Trueba enreda a su protagonista, demostrando que Rohmer y Eustache pueden darse la mano en el cine del siglo XXI, en una serie de encuentros (y algún desencuentro) a lo largo de 15 días de verano madrileño en los que se concentrará todo un espectro de experiencias vitales. Un itinerario que llevará a Eva desde un "No sé muy bien qué estoy haciendo, la verdad" a un "¿Cómo nos hacemos una persona de verdad?", pregunta esencial que plantea "La virgen de agosto" y en la que está definida su entidad, su búsqueda de una cierta trascendencia a la que se podrá llegar desde lo ordinario.

Resulta difícil desmenuzar "La virgen de agosto" porque en sus imágenes, concretas, detallistas, cotidianas, hay un algo de inaprensible, una suerte de emocionalidad cinematográfica que las impregna, pero que escapa a cualquier dictamen. Su magia recae en una poética de la quietud que invade todo el metraje y que instaura la emoción de una conversación, la exaltación de una mirada… ¿Cuestiones triviales? En absoluto. De hecho, son cuestiones esenciales que "La virgen de agosto" implanta en sus fotogramas hasta llegar, sin alzar jamás la voz, a entronizar la relevancia fundamental de los momentos mínimos (los que definen, los que conducen tantas vidas), del hecho de tomar una cerveza, de bailar en una fiesta, de pasear por las calles nocturnas y desiertas… o de bañarse en un río (Jean Renoir mediante), un momento del filme que culmina en un plano prodigioso en el que Eva recibe, dentro del agua, la luz del sol que enmarca su rostro a modo de corona quizá celestial. Una imagen fascinante en la que se aprecia el minucioso trabajo visual que realiza durante todo el metraje Santiago Racaj, habitual director de fotografía de Trueba.



El cúmulo de sensaciones que da forma a esta película inabarcable nace de un prodigioso guion, el primero que Jonás Trueba no firma en solitario, coescrito junto con Itsaso Arana, un libreto empapado de sensibilidad y de diálogos tan certeros como veraces (aunque se adivina un buen uso de la improvisación con el estupendo elenco actoral, que mantiene presencias habituales del cine del autor, como el gran Vito Sanz). Pero todo ello se afianza sobre una puesta en escena cargada de significados (en la que de nuevo Rohmer está más que presente). Jonás Trueba adopta desde el primer momento el recurso de la simplicidad expresiva. De acuerdo. Pero, como en el maestro francés, uno tiene la sensación de que está medida al milímetro, de que cada plano tiene la duración exacta, que cada encuadre nace de una íntima necesidad fílmica y que cada uno de los movimientos de cámara aporta tanto o más contenido narrativo que los abundantes diálogos de los personajes. Como es su costumbre, Trueba se apoya en planos largos, en encuadres que dejan respirar las imágenes, en escasos movimientos de cámara (pocos directores utilizan las panorámicas tan sabiamente) ante los que los cortes de los planos adquieren un inusitado protagonismo. Baste recordar momentos como la conversación entre Itsaso Arana y Joe Manjón, en la que el intento de seducción de este se relata en planos medios hasta el momento en que una frase del joven consigue que el personaje de Eva lo mire de otro modo: el corte a primer plano muestra el acercamiento entre ambos desde el punto de vista de la mirada femenina. Recursos de pura puesta en escena que Trueba maneja con descarada solvencia y con exquisito mimo.

Por si todo lo anterior no bastase, "La virgen de agosto" culmina en uno de los desenlaces más emotivos vistos en muchos años, un tramo final que, sin ambages y ante los ojos del espectador, eleva lo común a la categoría de metáfora capital y condensa en apenas unos planos el devenir sentimental y vital de su protagonista. Mucho cine hay que tener en las venas para trazar, de manera tan natural y tan despojada de afectación, semejante veneración de la feminidad.

Y uno termina de ver "La virgen de agosto" y, mientras abandona la sala, piensa de nuevo en los nombres sagrados de Rohmer y Eustache, acaso también de Truffaut... y descubre que está pensando, también, en el cine de Jonás Trueba. Sí, casi nada…
Escrita por Miguel Ángel Palomo (FilmAffinity)
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