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La gran mentira

Intriga. Drama. Comedia Roy Courtnay (Ian McKellen) es un estafador profesional que no puede creer su suerte: ha conocido online a la adinerada viuda Betty McLeish (Helen Mirren). A medida que ella le abre su corazón, Roy se sorprende a sí mismo al darse cuenta de que alberga sentimientos hacia ella, convirtiendo lo que debería ser una estafa fácil y sencilla en una de las situaciones más complejas de su vida. (FILMAFFINITY)
Engañando a la memoria
Llegado al punto enfermizo en que debido a temas profesionales (y no-tan-profesionales) tengo que ver unas setecientas -nuevas- películas al año, está claro que mis aspiraciones cinéfilas (o cinéfagas, ya no sé) andan detrás de aquellas experiencias que consigan calar. Ya sea por su capacidad de sorprender; ya sea, simple y obviamente, por ser poseedoras de una calidad por encima de la media. Digo esto porque escribo este texto apenas un día después de haber visto la nueva película de Bill Condon, un director cuyos últimos trabajos no me hacían albergar demasiadas esperanzas con respecto a alcanzar alguna de estas dos metas vitales...

Y en efecto, con ‘La gran mentira’, noto que ya no puedo fiarme de mis recuerdos. Porque estoy perdiendo facultades, o a lo mejor porque la memoria es una fuerza mucho más inteligente de lo que presuponía. A lo mejor, ella sola ya sabe qué debe retener y qué no. El caso es que doy gracias a mi costumbre de tomar apuntes durante los pases de prensa, porque de no ser así, me vería obligado a volver a ver el film en cuestión para escribir -con propiedad- sobre él... solo para frustrarme, una vez más, con mi incapacidad a la hora reconstruir, a posteriori, todo aquello que este me ha contado. Aunque si lo pienso detenidamente, nada de esto es demasiado importante. No es nada importante, vaya.



Y a pesar de todo, puedo afirmar (pues de esto sí que me acuerdo) que disfruté con el visionado de esta “gran mentira”, porque en el fondo, sé que en este maratoniano recorrido en el que puede convertirse la rutina laboral de un crítico de cine, también importan estos puntos de avituallamiento. Estos altos en el camino, si se prefiere, en los que uno puede relajarse, acomodarse de verdad en la butaca y permitir que las imágenes y sonidos que inundan la sala de cine durante poco más de hora y media, entren por una oreja, pasen por detrás de un globo ocular, rodeen el otro y, finalmente, salgan tan alegremente por la otra oreja.

Al final de la sesión, lo mismo da haber visto la película que no haberla visto... y aun así, no queda la engorrosa sospecha de haber perdido el tiempo. Porque a estas alturas, ‘La gran mentira’, de Bill Condon (importante la coma entre el título y el nombre del director), se traduce en aquel respiro que el cerebro, de vez en cuando, nos pide a gritos. Lo que distingue a esto de la típica película de sobremesa (aquella temida franja horaria en la que el estómago es el órgano que más manda), es solo el talento que se puede acreditar en la ficha artística. En este caso, dicho factor corre a cuenta de una dupla protagonista que, a lo mejor, es lo único digno de la gran pantalla en la que se proyecta dicho film.



Hellen Mirren e Ian McKellen se sienten cómodos en el vacío que propone la dirección de Bill Condon. El encanto, ya se ve, está delante de la cámara, justo enfrente de unos ojos que saben, para mayor gozo, que no tienen que procesar lo más mínimo ningún estímulo. No deja de ser irónico, más aún en una película cuyo principal encanto debería residir en el guion; en los desvíos presuntamente chocantes a los que este nos va a someter. Pero no, esta enrevesada trama de dobles (o triples, o cuádruples...) engaños se sigue con la tranquilidad de quien sabe que puede avanzar con el piloto automático puesto.

Ya desde el arranque, la película se apoya en una partitura (agradable, como siempre con Carter Burwell) y en una tipografía en los títulos de crédito que nos remite a esas producciones “de prestigio” en las que, como decía, un puñado de actores suplirá las carencias del conjunto en los que se les ha puesto. A veces, al cine hay que pedirle muy poco. Si vamos a la sala con esto en mente, no tendría que haber ningún problema. Aplicado al caso que ahora mismo nos ocupa: de lo que se trata aquí es de no ponerse excesivamente quisquilloso en el repaso de los hechos narrados, y de no molestarse demasiado ante la naturaleza de unos giros argumentales que se anticipan, cronómetro en mano, por los mecanismos más trillados del género, y no tanto por la lógica interna del relato.



Queda también, por supuesto, lo prometido en el póster, es decir, dos actores en la deliciosa plenitud de sus respectivas carreras. En el año 2019, ni él ni ella tienen nada que demostrar, y en esta comodidad justifican (incluso dignifican) lo que, a fin de cuentas, no pasa de masaje cerebral. Anciano conoce a anciana, y a partir de ahí se activa un dispositivo de mentiras. De apariencia sofisticada, pero de esencia tan simple que, efectivamente, su seguimiento no es incompatible con el encefalograma plano. Así se pasa de la intriga romántica al thriller con resonancias históricas: con la frivolidad e impunidad de quien sabe que sus trampas no van a acarrear la más mínima consecuencia.

Es el cine del entretenimiento justificado en, precisamente, esto mismo. Hora y cuarenta de metraje traducido en ese humo que embota sin llegar nunca a molestar. La inteligencia no está ni en la escritura ni en la puesta en escena, sino en cómo se permite el discreto (y aun así contundente) lucimiento de una dupla actoral mucho más digna que el proyecto al que está representando. La propia película es “la gran mentira”, y no pasa nada, porque así estaba estipulado. Porque irónicamente no engaña a nadie: no sorprende, ni mucho menos cala... y se olvida con la misma facilidad con la que se consume. Bendita intrascendencia.
Escrita por Víctor Esquirol (FilmAffinity)
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