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Vida oculta

Drama. Romance. Bélico Franz y Fani Jägerstätter son un feliz matrimonio que vive con sus tres hijas en su granja alpina en Sankt Radegund, Austria. Son campesinos, viven y trabajan rodeados de un impresionante paisaje montañés. Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, los hombres comienzan a respaldar el nazismo, pero Franz no se deja arrastrar por la corriente mayoritaria. Se resiste a prestar juramento a Hitler y se convierte en el primer objetor de un ... [+]
La pasión de Franz Jägerstätter
La última vez que Terrence Malick presentó una película en el Festival de Cannes (nótese, el mejor certamen cinematográfico del mundo) fue en el año 2011. Se trataba de ‘El árbol de la vida’, aquel proyecto legendario en el que llevaba años trabajando, y que cuando finalmente vio la luz, nos la hizo ver a nosotros. Aquello fue una experiencia religiosa; una prueba palpable de que el cine y la vida pueden formar parte del mismo milagro. Dicha bomba cayó, lo recuerdo, justo en el ecuador de aquella 64ª edición, y lo que siguió, no pareció importar tanto.

Se terminó el debate, y se adjudicó la Palma de Oro (de nuevo, el premio más prestigioso de esta industria) a ese director fantasmagórico, cuyo único contacto con el mundo quedaba reducido a las obras que, muy de vez en cuando, conseguía hacer salir de su sala de montaje. Pero ‘El árbol de la vida’, que dejó una huella imborrable en el cine de autor moderno, también cambió el modus operandi de su autor. A partir de entonces, se intensificó su ritmo productivo: seis largometrajes han engrosado, desde aquel momento, su hoja de servicios.



Esto, en alguien que de 1973 a 2011 había realizado tan solo cuatro, y que entre medias había conseguido mantener un silencio artístico de ni más ni menos que dos décadas... y que, de hecho, venía de otra desaparición de más de un lustro. ‘El árbol de la vida’ fue un éxito tan impresionante, que parece que desde entonces, su creador es rehén de su propia fórmula. Los títulos que lo siguieron, ya lo insinuaron, y ‘A Hidden Life’, esperado regreso de dicho cineasta a la Croisette, lo ha confirmado. De tal modo, que ésta podría perfectamente suponer la defunción de dicho libro de estilo.

Lo único que ahora mismo parece claro, es que éste ha quedado totalmente obsoleto. La repetición hasta la saciedad tiene esto, que las virtudes del modelo original acaban reducidas a poco más que caricaturas. Para esta ocasión, el cineasta estadounidense se propone relatar el via crucis de Franz Jägerstätter, campesino austríaco ejecutado en 1943 a manos del régimen nazi, por negarse a jurar lealtad a Adolf Hitler. Un objetor de conciencia, vaya... como ya lo era el personaje de Jim Caviezel en una de las películas más celebradas de Malick: ‘La delgada línea roja’.



Latitudes diferentes, pero puntos de referencia y formas muy parecidas. Demasiado. Está todo tan visto y oído, que el déjà vu se pone por delante de cualquier gratificación que pudiera proponer la película. Mochila de precedentes malickianos aparte, tenemos ante nosotros un calvario de tres horas (los fríos datos son éstos) por la Austria rural y la Alemania urbana del Tercer Reich. Pues bien, tanto en el campo como en las urbes, los personajes (encarnados casi todos ellos por actores germanos) se comunican entre ellos en inglés... con marcado acento teutón, eso sí.

El alemán se guarda, y ahí viene lo preocupante, para los arrebatos fascistas más intolerables. Y en efecto, así de intolerablemente maniqueísta (y, peor aún, partidista) es el dibujo histórico. A todo esto, ningún intérprete parece saber muy bien dónde está, lo cual no deja de ser justicia poética. Así las cosas, la lengua de Shakespeare es el garante de la bondad del ser humano, y la de Goethe es el recordatorio de que el mal existe en nosotros. Tal cual. El azote moral del nazismo está encarnado por August Diehl, famoso por su papel de un mayor de las SS en ‘Malditos Bastardos’, de Quentin Tarantino, mientras que el alcalde del pueblo corrupto es Karl Macsovics, protagonista de la treta anti-nazi ‘Los falsificadores’, de Stefan Ruzowitzky. Todo al revés.



Pero como ya se ha dicho, el problema, más que en unos precedentes (los que sean) que juegan claramente en contra, está en esa puesta en escena tan ensimismada. La cámara corretea por parajes alpinos, sin más intención que reencontrarse con su mejor versión. “¿Qué haría Terrence Malick si estuviera en mi lugar?”, debía preguntarse constantemente Terrence Malick durante el rodaje de ‘A Hidden Life’. Ésta es la sensación. La colección de tomas panorámicas paisajísticas, los grandes angulares dedicados a imponentes arquitecturas y la forma de mover el punto de vista entre los personajes, eran gestos y decisiones que cuadraban en la búsqueda de esa luz malickiana, pero que carecen de sentido en el carácter sombrío de este nuevo marco.

El choque entre lo que vemos y lo que entendemos, se salda en siniestro total. La sinfonía de ángulos aberrantes aquí propuesta desfigura tanto las formas armoniosas de la naturaleza como los feos pecados de los hombres, en una clara muestra de la falta de criterio con la que el director maneja los recursos estéticos. Lo grave es que el poder del conjunto reside justamente ahí, en un apartado visual que se come un texto que, por otra parte, a lo máximo a lo que aspira es a ofrecer cuatro argumentos de primero de política y teología. Es lo simple mal vestido de complejo. Es lo revelador convertido en machacón; lo trascendente en cargante. Es la pasión de Terrence Malick, agónico en su esfuerzo por ser él mismo.
Escrita por Víctor Esquirol (FilmAffinity)
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