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España España · Las Palmas de Gran Canaria
Críticas de Arsenevich
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Críticas 93
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
10
25 de abril de 2020
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
El último Western clásico, sería conveniente puntualizar. Porque vendrían muchos y muy buenos Westerns después de este impagable testamento llamado «El hombre que mató a Liberty Valance». Sería el tiempo del Spaghetti Western, de la vertiente psicológica del género, de la regeneración estética de la mano de los Peckinpah, Eastwood, Hellman o Boetticher. Mientras tanto, el gran maestro del género, la referencia totémica del viejo Oeste, firma con esta genial cinta el epitafio y canto de cisne de la versión clásica del género. Así, construye quizá no el mejor (o quizá sí el mejor) de los Westerns, y sin duda una de las más complejas y memorables películas del Oeste jamás rodadas.

Ford estructura el film en base a evidentes confrontaciones conceptuales. La más notoria, la dicotomía entre la Ley del Oeste, representada por tipos como Tom Doniphon (inmortal Wayne) y Liberty Valance (un joven y temible Lee Marvin), y la instauración de la ley y el orden más la conformación de un estado, elementos que arriban al pueblo de Shinbone en la maleta de libros que porta el idealista Ransom Stoddard (maravilloso James Stewart). El argumento se desliza todo el tiempo en la delgada línea que separa estos dos mundos irreconciliables, pero bajo la inminente premisa de un declive al que seguirá un advenimiento. La llegada del ferrocarril impone la creación de un estado, y la ley del más fuerte acabará sucumbiendo ante la lógica insignia de la Constitución, el estado, la propiedad privada, la libertad de prensa, el derecho al electorado, la educación como base de una sociedad justa… Conceptos todos que escapan a los principios de tipos armados como Doniphon y Valance, acostumbrados a resolver los asuntos por su cuenta por medio de las armas. La otra confrontación evidente en el mensaje es el enfrentamiento entre verdad y leyenda: y en el Oeste, según se nos dice, siempre prevalece la leyenda.

El cambio de era se hace palpable en muchos de los recursos visuales tan característicos de Ford, como el cadáver de la diligencia en la antesala del funeral de Doniphon, por entonces un desconocido, tal vez uno más de los borrachos melancólicos del pueblo que acaban sus días en una anónima y tosca caja de madera. La visita del senador Stoddard al pueblo pone de manifiesto la reverencia de los locales ante la leyenda viva: aquel hombre que acabó con el temido Liberty Valance, ese sádico forajido al que nadie se atrevía a enfrentar. La presencia del bandolero supone el establecimiento del otro gran recurso estructural de Ford para el enunciado de la película: la doble figura triangular a través de la que se desarrolla toda la trama. Por un lado, el triángulo Stoddard-Valance-Doniphon, en cuya resolución se ha de establecer tanto el devenir del pueblo de Shinbone como la entidad de la leyenda; por otro, el triángulo amoroso Doniphon-Halley (encantadora Vera Miles)-Stoddard, en el que el joven abogado también saldrá victorioso, repentinamente convertido en héroe involuntario de la comunidad.

Seguramente huelgue enumerar los méritos del director más grande de la historia en la ejecución de este film. Ford da lecciones de solvencia narrativa, eficacia visual, recursos de gran impacto —por ejemplo, el elocuente plano de Halley cuando Valance entra en el restaurante—. Se aprecia a un director sobrado de oficio y jerarquía, y que lleva adelante el rodaje con un control milimétrico de todos los aspectos narrativos. A destacar, por supuesto, el duelo entre Valance y Stoddard, por lo tremendamente efectivo que resulta el recurso «solapado» y por su irónica resolución, en la que el cuerpo de Valance es retirado en medio de un jubiloso fandango de mexicanos.

Ford clausura de la mejor manera posible el Western clásico y deja el camino abierto a las nuevas generaciones. Firma de esta manera una de las obras más legendarias de toda su filmografía, y uno de esos Western que se encumbran hasta las alturas del mito absoluto. Brillante combinación de acción crepuscular y componente psicológico, la cinta funciona además como el testimonio de la decadencia de un sistema cinematográfico —el de los grandes estudios— que daba por entonces sus últimos estertores. El gran maestro quiso homenajear al género por excelencia del cine, y consiguió un film colosal e inolvidable.

Excelente.
Arsenevich
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10
29 de diciembre de 2019
3 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Para los que pensamos que la genialidad la mayoría de las veces viene de la mano de la transgresión, no solo «Sátántangó», sino el grueso de la obra de Béla Tarr nos resulta un fascinante compendio de cómo despedazar las normas estéticas y formales de un medio que, dada su capacidad multidisciplinar (imagen, texto, sonido, interpretación, iluminación…), se presta la mayoría de las veces a una revolución total. Pocas veces me he topado con una apuesta tan radical, con un proyecto tan revolucionario desde lo formal o desde lo meramente discursivo como esta impresionante obra maestra del cineasta húngaro. Contraviniendo cualquier concepto establecido en lo que se refiere a ritmo o cadencia cinematográfica, cimentando las bases de un nuevo lenguaje narrativo y dominando el poder de la profundidad de la imagen como pocas veces he visto, Tarr elabora aquí no una catedral, sino una auténtica acrópolis cinematográfica con el barroquismo de concepto como herramienta principal. Se trata, sin duda, de una intención tan ambiciosa como suicida: la de estirar los preceptos básicos del lenguaje hasta el extremo y, cuando parezca que ya no se puede dilatar más, ensanchar aún más el solar de la narración. Todo a través de un discurso lánguido y extenuado, compuesto, paradójicamente, por una sucesión de imágenes sumamente poderosas.

El contexto socio-histórico en el que Tarr ambienta su película puede resultar interesante, aunque a mí me parece lo de menos. La parábola (en este caso circular, y no con la forma habitual de medialuna) acerca de la decadencia de la Hungría post-comunista podría transmitirse de forma diáfana y perspicua sin que los personajes mencionaran una sola palabra. Una cerda en una pocilga, un rebaño vacuno a la deriva, la miseria en el fango de los campos desolados, la lluvia como una constante, como una cortina de pesar y penurias en la realidad de los protagonistas, la prostitución frívola y displicente, la jarana grotesca y dilatada hasta lo insoportable, una barra de pan en precario equilibrio sobre la frente de un beodo incorregible, el eterno acordeón de la Europa del este arruinada, la panda de embaucadores de verbo fácil, el doctor irremediablemente presa del hechizo etílico, la farsa de la vida como sucesión de actos engañosos, unos cuantos caballos repiqueteando al galope sobre el pavimento silencioso y desértico…, y un gato que se resiste a morir envenenado. Un carrusel de postales a simple vista inconexas, pero de una coherencia arrolladora si se observa el conjunto apabullante de esos cuatrocientos veinte minutos de metraje en un blanco y negro deslumbrante.

«Sátántangó» posee una capacidad de hipnosis pocas veces vista en una pantalla de cine. La cámara se detiene ante la entrada a una taberna de mala muerte. Llueve a raudales sobre los escalones del porche, una lámpara ilumina una noche horrenda y borrascosa, suena un acordeón y una voz nos habla en un críptico balcánico, mientras un pasaje que resulta cercano a lo trascendental se deshilvana en los subtítulos. Los minutos transcurren, uno parpadea cuarenta, cincuenta veces…, y tiene la sensación no solo de que podría pasar toda una eternidad contemplando esta postal de desolación, sino que de hecho lleva ya una eternidad enfrentado a la fascinante quietud de la imagen, al poder de sugestión de esta efigie en decadencia perfectamente encuadrada en el marco de una realidad que, intuimos, se derrumba segundo a segundo.

Una de las experiencias cinematográficas más intensas y embriagadoras con las que un cinéfilo puede toparse hoy en día, «Sátántangó» representa el cine como fenómeno de fractura total con el medio del que se vale para transmitir su mensaje. Durante siete horas asistimos a un baile en blanco y negro que nos dejará extenuados, sí, pero también con la deliciosa impresión de que hemos participado en un ritual de elevación espiritual. Como si, solo por una vez, nos permitieran besar el cielo o, en este caso, bailar un delicioso tango, melancólicamente aferrados a la sombra de Satanás.

Desconcertante y abrumadora obra de arte de uno de los genios cinematográficos de nuestro tiempo.
Arsenevich
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9
26 de diciembre de 2019
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Muchos piensan que el mensaje de Antonioni sobre la incomunicación humana no termina en el desasosegante y abrumador desenlace de esta película, sino en el siguiente film, «El desierto rojo». Muchos otros, en cambio, afirman que el tema de la incomunicación no abandonó ya nunca más la filmografía del director de Ferrara. Personalmente soy de los que opinan que «El eclipse» cierra no solo el tríptico sobre la incomunicación, sino también la segunda y más brillante etapa en la carrera del realizador, donde se puede apreciar al Antonioni más fértil, intelectualmente más profundo y estéticamente más sobresaliente.

«El eclipse» constituye un soberbio ensayo visual acerca de las costumbres contemporáneas, con el amor y su subsistencia fugaz como telón de fondo. La película se inicia con la escena de la ruptura entre Vittoria (otra vez Monica Vitti, convertida en musa absoluta del director) y Riccardo (Francisco Rabal). La escena, larga, lenta y cadenciosa, es un prodigio de la puesta en escena por el uso expresivo que Antonioni hace los objetos presentes en el apartamento, especialmente lámparas (lo que le permite jugar con las luces y las sombras) y artículos decorativos de diversa índole. El trasfondo de incomunicación e incomprensión queda ya patente desde el comienzo, pero también sus consecuencias, que irán fomentando un pozo de indiferencia en los sentimientos y en el confuso ánimo de Vittoria. El verdadero eclipse, la noción de obstrucción, se produce con la entrada en escena de Piero, interpretado por un magnífico Alain Delon. El personaje representa el paradigma del hombre de negocios moderno, desacomplejado, desaprensivo, desvergonzado y socialmente comprometido únicamente con su objetivo de conseguir el éxito a cualquier precio. A partir de entonces, Antonioni juega con los ánimos de los personajes cruzando sus caminos y permitiendo que el vínculo entre ambos decante la narración hacia un oscuro y peligroso destino: la nada más absoluta, sustentada por la indiferencia moral y espiritual que trastoca los sentimientos de los protagonistas.

La película cuenta con otra escena prodigiosa, ampliamente comentada, que es la de la bolsa de Roma, todo un emblema del cine de la época, y que simboliza quizá como ninguna otra el tema de la incomunicación. Porque la incomunicación no se da solamente cuando impera el silencio, sino también cuando no hay forma de que lo haya. El recorrido de Vittoria y Piero por el caserón, como una recreación de la adolescencia perdida, supone el momento de mayor liberación de la película, que en cualquier caso conducirá los senderos narrativos hacia uno de los finales más impactantes de la historia del cine europeo. Apenas merece la pena describirlo, porque las sensaciones que despierta solo las conoce quien haya estado ante esas imágenes y esos sonidos. La desolación, la desesperanza que es el resultado de la fugacidad de los sentimientos y del ineluctable y absolutamente devastador transcurso del tiempo, que todo lo entierra, lo erosiona y lo volatiliza, como a esa luz final antes del fundido en negro.

Antonioni cierra el tríptico con un claro mensaje de desaliento, evidenciando en su lenguaje cinematográfico mucho de lo que no se dice en el guion acerca de la caducidad y la insignificancia humanas, que parecen hacerse patente más que nunca.

Por último, mencionar que muy pocas veces el cine ha contemplado una belleza semejante a la que Monica Vitti exhibe en esta película.
Arsenevich
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9
26 de diciembre de 2019
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Seguramente en busca de una mayor profundidad discursiva en su mensaje de incomunicación, Antonioni traslada la puesta en escena a la burguesía intelectual italiana de principios de los sesenta para elaborar este retrato de la atrofia y el anquilosamiento sentimental de una sociedad entregada a la fatuidad y la insignificancia del espíritu. Antonioni, no obstante, evita cargar el mensaje de la película de un tono abiertamente crítico y expone los hechos de acuerdo a las reacciones de los observadores que pone en pantalla, en este caso el escritor Giovanni Pontano (un Mastronianni insuperable) y su mujer Lidia, interpretada por una alucinada y muy convincente Jeanne Moreau. Las reacciones de los personajes ante la degradación social que presencian y de la que participan activamente marcan el tono y la temperatura del film, pero no se aprecian eclosiones ni manifestaciones viscerales ante lo mundano. Por el contrario: la actitud contemplativa parece contagiada en todo momento de una apatía que se traslada directamente a la puesta en escena y al desarrollo de argumento en sí.

Antonioni convierte a su musa, Monica Vitti, en una inquieta post-adolescente burguesa, en este caso morena y con gafas, y entregada a un cúmulo de inquietudes que la desmarcan ligeramente de la frivolidad que domina su entorno. Pontoni, irremediablemente atraído por su belleza y su magnética personalidad, se dejará guiar por ella en medio de un recorrido interno que hace las veces de muestrario de costumbres y hábitos de la burguesía, un abanico que se despliega en ese microuniverso que es la fiesta y que Antonioni equipara al trascurso vital en una sola noche, como para otorgar trascendencia al título de la película. Cabe destacar la cuidada puesta en escena de esta larguísima secuencia, orquestada de forma casi coreográfica, y durante la cual los diálogos, muchas veces meras excusas discursivas para exponer posturas y poses, sirven de contrapunto a unos silencios sumamente elocuentes.

Por su parte, el recorrido de Lidia por las calles de Milán nos ofrece la otra cara de la misma moneda, o quizá podríamos hablar de la misma cara de otra moneda. De forma indeleble, ambos mundos están conectados, y puede que ambos ejerzan una simbiosis, siendo uno el resultado del otro o viceversa. La marcada connotación sexual del paseo del personaje tiene que ver con los anhelos reprimidos ante la barrera de las convenciones sociales, y liberados seguramente por la crisis de pareja que atraviesa el matrimonio protagonista y a causa de la cercanía casi epidérmica de la muerte que ambos presencian en el hospital, donde visitan a un amigo moribundo. La escena de ninfomanía de la que Pontoni participa en el mismo hospital condensa ambos focos temáticos: los deseos insatisfechos y la corrupción física y moral.

Antonioni no se molesta en diseccionar las grietas en el matrimonio sino hasta llegar a la maravillosa escena final, cargada de un aire de resaca, de sueño atrasado, de malestar espiritual y, por supuesto, de una apatía sentimental que parece a todas luces insuperable, sin duda el principal obstáculo para la reconciliación y fruto, una vez más, del sentimiento de incomunicación que recorre el corpus de la trilogía como si fuera un hilo dorado.
Arsenevich
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10
26 de diciembre de 2019
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Después de unas cuantas películas de corte social, cercanas algunas de ellas al neorrealismo imperante, Antonioni mostró un significativo cambio de registro hacia una especie de existencialismo con «El grito», gran película de 1957 que sirve, de alguna manera, como prolegómeno a la trilogía informal que se inicia con «La aventura». El estreno de este film supuso un auténtico sacudón para el ambiente cinematográfico europeo de entonces, máxime si se tiene en cuenta que, ese mismo año, Fellini daba a conocer su «Dolce vita». Para la intelectualidad de la época resultó, quizá, demasiado para el cuerpo.

«La aventura» muestra una audacia estructural encomiable y un claro deseo de ruptura con las formas clásicas de narración, sin salirse, no obstante, de una compostura estética regular, esmerada y sumamente expresiva. Antonioni plantea el film como una serie de trampas discursivas que el espectador deberá ir sorteando a medida que se desarrolla el relato, intencionadamente alambicado y complejo, y llevado a cabo mediante un ritmo apático y una puesta en escena hipnótica que aprovecha la desolación de los islotes sicilianos que el grupo de burgueses que protagonizan el film visitan durante la travesía en barco. El escenario, no obstante, se mostrará muy pronto como una mera estación de paso, tanto en su aspecto físico como en el pozo emocional que deja en los personajes (en los que regresan de la isla, al menos).

La película puede causar irritación y disgusto tras un primer visionado, especialmente porque Antonioni nos muestra un retazo de historia sumamente interesante y fomenta unas expectativas de resolución que, con toda seguridad, los espectadores no verán satisfechas. No obstante, los sucesivos visionados van desvelando la multitud temática del film y su trasfondo de incomunicación, basado en este caso en la indolencia. La tragedia acaecida en la isla parece abrir una brecha emocional muy profunda en todos los presentes, pero el paso del tiempo y la atrofia sentimental de la casta a la que pertenecen llevan a Claudia (maravillosa Monica Vitti, en su primera colaboración con Antonioni) no solo a perder interés por lo ocurrido, sino a entregarse a la traición latente, que finalmente sale a la superficie. Hacia el final, Antonioni expone su propia indolencia ante los hechos y ante la conclusión misma de su ambiciosa estructura argumental, languideciendo y efectuando un letárgico goteo de secuencias hasta el fundido en negro…

Es digna de destacar la variedad escénica del film, el retrato de la frivolidad y las dificultades de comunicación de la burguesía y las no tan soterradas referencias sexuales, presentes en casi todos los entornos físicos de la película. Y también, por supuesto, la silenciosa y magnética belleza de su protagonista femenina.

Obra incomprendida y vilipendiada en su día, ha ganado prestigio como film de culto y como paradigma del mensaje de incomunicación que es la base del todo el mensaje cinematográfico de Antonioni.
Arsenevich
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