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España España · Bilbao
Críticas de HHH
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Críticas 11
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
7
18 de abril de 2016
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Ser skater en Georgia es poco habitual. Algunos de los skaters que aparecen en 'Rotsda dedamitsa msubukia' (Tamuna Karumidze, Salome Machaidze & David Meskhi, 2015) llevan el pelo como muchos heavys de los años 80 y 90, visten camisetas de Iron Maiden pero también rapean, leen a Voltaire y se consideran admiradores de las novelas de 'World of Warcraft', de las que agradecen su riqueza de personajes (“diferentes” -aseguran- “humanos, enanos, elfos”) y su capacidad para llevarles a mundos que poco tienen que ver con el momento de su país.

Al poco de comenzar el metraje, asistimos a una reunión de los chicos en un piso en el que, mientras preparan pasta para comer, la televisión informa sobre incidentes tras una marcha en favor de los derechos de colectivos LGBT en Tiflis. Líderes políticos y religiosos aseguran que su ciudad no puede convertirse en el Barrio Rojo de Amsterdam. Los chicos, ajenos a esas palabras, juegan y se gastan bromas. Como esos colectivos, ellos tampoco entran en la norma común. Y como ellos, pese a ese gusto por utopías en las que los “diferentes” conviven con relativa normalidad, no creen en cuentos de hadas. Dicen no creer en Dios, pero si el lenguaje se retuerce mínimamente no ocultan muestras claras de fe (por ejemplo, en “el Cosmos”, del que dicen que es “libertad, porque nadie puede pararte ahí”). La realidad está demasiado presente para ellos y la consideran algo de lo que no se puede escapar. Según se desprende de la manera en que explican la situación, no poder hacerlo es algo que les mueve a la nostalgia, a la decepción, al desencanto. Sólo queda dormir y soñar. Conceptos con una connotación rotundamente positiva que ellos, sin embargo, rechazan de un modo sistemático e irreflexivo. Llámese contradicción, llámese pose.

Karumidze, Machaidze y Meskhi saben que el interés de un documental de skaters -y otras personas que se mueven en un ambiente artístico alternativo- georgianos puede ser realmente limitado. De este modo, y diferenciándose de trabajos previos (en algunos casos sobre los mismos protagonistas, caso del cortometraje documental 'Post-Soviet space funk', de Sandro Popkhadze), los realizadores proponen ampliar las miradas sobre el objeto de la película: enfrentarse a los hábitos, creencias y comportamientos de un pequeño grupo de jóvenes de esta tribu urbana, planteándoles preguntas de validez universal. Las respuestas a cuestiones estrictamente contemporáneas (algunas, inseparables de toda la Historia de la humanidad) y muy apegadas al momento que atraviesa la sociedad occidental irán conformando la imagen de los miembros de esta joven comunidad alternativa, combinadas con los paseos por la ciudad o fuera de ella. Caminando o sobre la tabla de skate.

Más allá de optar en algunos momentos por una puesta en escena que recuerda a la que exhibiera Gus Van Sant en 2007 en su adaptación al cine de la novela de Blake Nelson ‘Paranoid Park’, las imágenes de ‘When the Earth seems to be light’ reflejan perfectamente la indiferencia que los protagonistas parecen demostrar por su tiempo y la sociedad en la que se encuentran. Mediante varios travellings en los que la cámara sigue a través de las calles y puentes de la ciudad, atravesando el asfalto de una calle atestada de coches y autobuses, o a través de centros comerciales subterráneos, observamos los gestos impertérritos de los skaters, firmes mientras son llevados por las ruedas de sus patines, reaccionando exclusivamente cuando se trata de evitar el contacto con cualquier objeto o persona que salga a su paso. Esas secuencias son contrapuestas con las que se desarrollan en los edificios abandonados en mitad de ninguna parte en los que este mismo grupo practica piruetas, saltos y movimientos con sus patines. Es allí donde los directores plantean sus preguntas sobre comportamientos de la sociedad, sobre política, sobre religión, su pensamiento y obsesiones, sus carencias afectivas y emocionales. Frente al distanciamiento físico que impone la tabla de skate a la cámara en las secuencias en las que los protagonistas son “perseguidos” por ella, en los momentos de conversación alejados del ambiente urbano las tomas son cerradas, primeros y primerísimos planos.

Para completar la construcción de ambas situaciones, resulta protagonista -en ocasiones, demasiado- el trabajo realizado sobre la banda sonora, en la que ambientaciones sonoras y -sobre todo- musicales sirven para trabar la relación de planos dentro de cada secuencia, contribuyendo así a la elaboración de una estética del aislamiento de los jóvenes protagonistas, ya sea cuando van en bandada o cuando caminan solos en otros escenarios.

“Existen artistas georgianos brillantes, pero no oiréis hablar de ellos jamás a no ser que ellos decidan vivir y trabajar en el extranjero, ya que su país no les ofrece ni lo más mínimo”, aseguraba en 2011 Natalie Tusia Beridze, música georgiana, miembro del grupo Goslab, fundado en el año 2000 -coinciden en él músicos, periodistas, cineastas y diseñadores-, y que está detrás de este documental. Frente a la descripción de una realidad dominada por pensamientos reaccionarios, este grupo de jóvenes creadores -acompañados por los skaters- sienten un gran desprecio institucional.

Gracias a su exhibición en Europa -obtuvo en 2015 el Premio al mejor film novel en el Festival Internacional de Documental de Amsterdam- 'Rotsa dedamitsa msubukia' se convierte, frente a la línea general de la cinematografía georgiana actual, en un testimonio valioso para conocer la realidad de un país que huye de la sombra rusa (y del fantasma de la URSS) a la vez que pugna por encajar su modelo de sociedad con ese paradigma europeo de democracia y tolerancia (que muchos políticos de la propia Europa ponen en entredicho cada día por la vía de los hechos). Por cómo muestran Karumidze, Machaidze y Meskhi muchos comportamientos de ciudadanos y dirigentes políticos de Georgia, queda mucho trabajo por hacer.
HHH
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7
28 de julio de 2008
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Siempre he considerado la sobriedad un valor cinematográfico de primer orden. Frente a los directores que se ven obligados a esconder sus carencias en el martilleo de un montaje acelerado, una planificación corta o la estridencia de los efectos visuales y sonoros, es de valorar que haya todavía directores que se tomen las cosas con calma, que se paren a pensar qué quieren contar y cómo lo quieren hacer. Creo que la idea del cine de Kevin Costner pertenece a este último grupo de directores. Y lo digo a sabiendas de que ha hecho más de una película fallida y pese a que “Open range” dista mucho de acercarse al nivel de alguno de esos westerns solidísimos, secos, de antaño: la idea del cine que muestra Costner y su forma real de hacerlo lamentablemente no coinciden.

“Open range” supone el retorno de Costner al territorio en el que mejores resultados críticos cosechó. Fue gracias a “Bailando con lobos” (1990). Aquí, el actor Kevin Costner se arropa de un veterano como Robert Duvall, que encarna aquí el personaje de un viejo vaquero, Boss Spearman, que conduce a su ganado a través de las inmensas praderas del medio oeste estadounidense. Vive gracias a una trashumancia polémica, que no tarda en chocar con los intereses de un terrateniente que tiene atemorizado a todo un pueblo, y cuyos habitantes se muestran incapaces de rebelarse.

Junto a Boss hay un ex pendenciero llamado Charlie Waite (Kevin Costner), un forajido que ha pasado a una mejor vida, más en paz consigo mismo. Y en el desequilibrio de esa paz interior –que en parte es apatía, y en parte penitencia autoimpuesta– estalla el conflicto que mueve “Open range”. El ex pistolero se ve obligado a recordar sus malas (pero efectivas) artes para poner a salvo su vida, la de su amigo y –sobre todo– la de su amada. Annette Bening resuelve con eficacia un papel clásico del cine del oeste: el de la mujer que espera con ligeras variaciones políticamente más correctas a día de hoy.

Costner lleva su película pausadamente. Hay exceso de planos estilo “Marlboro”, de apabullante perfección estética, de corte publicitario; también hay un incuestionable esfuerzo por hacer un retrato amable de la naturaleza, de los paisajes y de las praderas. Lleva su película con tranquilidad pero se perciben mutilaciones de sala de montaje y, sin embargo, planos que sobran: descompensación. “Open range”, que recopila situaciones que se dirían extraídas de westerns de Hawks o de Wellman, se sitúa en realidad en una vertiente casi posmoderna del género: conoce los referentes, los mezcla a conciencia con motivos personales, una planificación excesiva en no pocos momentos, un ritmo que tarda en aparecer... La película resulta atractiva más por sus personajes y por las situaciones que retrata que por el buen hacer de un Costner al que, probablemente, con algo menos de empalago en su estilo visual y algo menos de recorte en la sala de edición, le habría quedado un film a la altura de su debut en la dirección.
HHH
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5
6 de noviembre de 2007
4 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Llamará la atención del espectador atento que esta película de execrable título venga escrita, producida y dirigida por la misma persona. No es algo habitual en comedietas norteamericanas para adolescentes en estado de celo, porque esos subproductos son urdidos por auténticos sanedrines de especialistas en marketing, chistes chuscos y monótonos canales monográficos de televisión que, más tarde, se reparten cargos secundarios como "director", "guionista" o "productor". Frente a esto, Peter M. Cohen se esfuerza en recoger todos y cada uno de los abundantes tópicos de los subproductos arriba mencionados para, al final, tratar de desbaratarlos. Su grado de éxito se me escapa, porque no conozco sus intenciones. En cualquier caso, siempre habla bien de él el hecho de dejar al espectador la libertad para que decida si lo que ha presenciado es el último exponente en comedia burda o una inteligente vuelta de tuerca al manoseado género al estilo de Neil LaBute.

La película arranca, y continúa en esa línea hasta bien avanzada, con la presentación de unos personajes que basculan entre lo premeditadamente vomitivo y lo cínicamente tópico. Ni los cuatro maromos ni la chica perfecta con que se topan los tres solteros de este particular clan de trogloditas suburbanos tienen mayor interés. Las situaciones que descritas desperezan el aburrimiento del espectador cuando no el arrepentimiento por el pago del precio de la entrada. Y entre bostezos, náuseas y oraciones llega, a los tres cuartos de metraje, un giro muy inesperado. Se pasa de la insustancial, esclerotizada situación de tres hombres que comparten el "amor" de una mujer (una perversión de "Jules y Jim" ampliado) a la visión de esa misma situación de poliandria por parte de la mujer.

La propuesta deja al descubierto que, por una parte, se daba por sentado que la visión aburrida, deslavazada y pueril que se estaba ofreciendo era la de un pestilente machismo que resulta gracioso para cierta parte de un público que llega a las salas de cine (puerilmente) atraído por títulos tan repelentes como "En tu cama o en la nuestra". Por otro lado se ofrece la descorazonadora sensación de que, igual que algunos nos resistimos a creer que personajes tan penosos como los hombres de la película existan en la realidad, no nos queremos creer que las mujeres representadas son ni como las muestran películas como "American Pie" ni como queda finalmente descrita la Mia (Amanda Peet), que manipula a tres hombres simultáneamente.

Además, si bien se agradece enseñar con esa mirada "inversa" las miserias de la clase acomodada yanqui que impone una subcultura que se ha aupado hasta alcanzar niveles de dominación inmisericorde, al espectador le queda la duda de si, simplemente cambiando el sexo del manipulador, se llega mucho más lejos en lo que a los resultados de esa crítica se trata; si, al final, para este viaje no hacían falta alforjas.
HHH
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7
2 de noviembre de 2007
3 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Vincenzo Natali ya había demostrado su calidad como director en la cult-movie "Cube" (id., 1999). Sin embargo, y pese a que su anterior película pudo verse en todo el mundo gracias al boca oreja más que a los esfuerzos publicitarios de costumbre, a Natali le costó lo suyo volver a la gran pantalla. Y lo hizo con una cinta muy imaginativa, con divertidas propuestas estéticas y narrativas. Asimismo, aunque no está a la altura del impacto conseguido con su película de debut, “Cypher” es un muy buen thriller de espías, que homenajea por igual a títulos como “Lemmy Caution contra Alphaville” ("Alphaville", Jean-Luc Godard, 1965) o “El mensajero del miedo” ("The Manchurian candidate", John Frankenheimer, 1962), que saca lo máximo de un presupuesto más o menos humilde –no en España, pero sí en Norteamérica– logrando interpretaciones notables incluso de un reparto con una trayectoria cuando menos cuestionable como la de la “angelical” Lucy Liu.

En la misma línea de la notable “Demonlover”, el segundo largometraje de Vincenzo Natali es una historia de espionaje industrial que sirve como vehículo ideal para plantear cuestiones de actualidad como la alienación del individuo, la incapacidad de decisión, la puesta en duda de un concepto trascendental en la historia del pensamiento occidental como el libre albedrío, o el hastío rutinario.

Las referencias que se pueden rastrear en esta película están mucho más allá del frecuentemente apático espíritu crítico del cine comercial mayoritario. Incluso del más interesante: viendo “Cypher” a uno le vienen a la mente las historias de Philip K. Dick y, por supuesto, sus versiones cinematográficas. Y es que la película de Natali es un artefacto ideal para compaginar dos discursos superpuestos: una historia en la que un hombre actúa como agente doble –en muchos casos, y gracias al desarrollo tecnológico, incluso a su pesar– en un enfrentamiento entre dos colosos industriales; y otra trama en la que un hombre con una vida vaciada se entrega a lo que él supone una vida de espía aficionado, casi de ficción, como método para ocultar una existencia homogeneizada, rutinaria, abúlica.

Sin embargo, nuestro Morgan Sullivan/Jack Thursby (Jeremy Northam), que es captado para actuar presuntamente como “agente secreto”, es enviado a aburridas convenciones sobre la hipertrofia de la industria de automoción estadounidense o sobre espumas de afeitado. Aunque no sea el objetivo prioritario del film, a través de una serie de viajes a lo largo y ancho de los Estados Unidos, Natali expone una divertida teoría acerca de la homogeneización –también– de las ciudades (¿alguien sería capaz de diferenciar un suburbio de Toronto del de uno de San José, Boise o Wichita? ¿y sus aeropuertos? ¿y sus hoteles?) y, con ello, la anulación de las individualidades como piezas fundamentales en la creación de identificativos culturales propios. En definitiva: la maquinización del hombre a través de la eliminación de sus impulsos sentimentales.
HHH
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10
31 de octubre de 2007
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
La historia arranca con una mudanza. Hong Kong, 1962. Dos parejas se instalan en habitaciones alquiladas, una al lado de la otra. Lo que parece azar se descubrirá un paso más de un extraño plan que el espectador debe suponer. Ella (Maggie Cheung) es guapa y elegante, está casada con un hombre de negocios que viaja mucho. El (Tony Leung) es guapo y elegante, está casado con una mujer muy ocupada. Los respectivos cónyuges no aparecen en imagen porque han salido de la vida de los dos protagonistas, que no sabemos si sólo se consuelan, se desean o se aman. Wong Kar-Wai confía en que el poder de sugestión que tienen sus imágenes ilumine la imaginación del espectador para que éste reconstruya la película a su gusto y sepa montar el film que más se ajuste a su mentalidad. Wong, si encuentra un espectador activo, propone una película fascinante que revisa, estética y narrativamente, el melodrama clásico que resuena en mucho cine de vanguardia, con el cine de la incomunicación de Antonioni como referente de cabecera.

Ahondando en esta influencia, Wong presenta unas relaciones personales teatralizadas por sus personajes, temerosos de caer en el mismo pecado en que han caído sus respectivos y pérfidos cónyuges. Petenden jugar a prohibirse la posibilidad de enamorarse porque quieren diferenciarse a toda costa de aquello que ellos mismos han sufrido, de aquello que los ha hecho como son. En realidad, enamorarse les supone, por culpa de una férrea y aleatoria santificación de unas determinadas convicciones sociales, lo contrario de lo que "debe ser" el amor en cualquier sociedad desarrollada, enamorarse les conduce inexorablemente hacia la desaprobación social, hacia la separación.

Wong Kar-Wai cambia de registro visual, abandona su estética anterior de cámara al hombro y se alinea con el montaje vivo basado en planos fijos en el que casi siempre predomina la verticalidad, ofreciendo una estilización que casa perfectamente con una dirección artística y vestuario tan puntillosos como lo habrían sido bajo las batutas maestras de estetas como Ophüls o Sternberg. Wong cambia de vestido a su protagonista en cada secuencia, juega con la fragmentación metódica del tiempo por medio de un recurso tan rara vez empleado como es ese vestuario. El director privilegia la estética sobre una trama que voluntariamente nunca queda resuelta. Wong Kar-Wai acuerda el trato de sus personajes con maquillajes premeditadamente falsos y exagerados, con peinados fuera de época en su propia época, con luces deliberadamente embellecedoras e imposibles, con un encuadre siempre desde el ángulo preciso y perfecto para destacar la belleza y el poder de la actuación de Maggie Cheung, uno de los grandes valores de la interpretación contemporánea, con las cámaras lentas y una música que se reitera para señalar el estado de ánimo de unos personajes prendidos por los sentimientos que inspira el título original.
HHH
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