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España España · Filmaffinitylandia
Críticas de Vic
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Críticas 13
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
Searching for Sugar Man
Documental
Suecia2012
8,0
28.330
Documental, Intervenciones de: Sixto Rodríguez
9
15 de noviembre de 2017
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
El escritor y periodista sudafricano Rian Malan, afirma durante el metraje que, como tal, no se creyó la historia, que esas cosas no pasaban en un universo racional. Efectivamente, es muy probable que el fenómeno Rodríguez sea de lo más inverosímil que le haya sucedido a un artista, aunque, quizá, no sea menos cierto que el pobre Rian se equivocase al creer que por estos terrestres lares suele imperar el raciocinio. Desde luego había escaso rastro de él en la Sudáfrica del Apartheid, donde una vez más, qué novedad, el hombre blanco, haciendo acopio de racismo y vileza, sometía bajo su elitista yugo a la ampliamente mayoritaria comunidad negra. Sin embargo, fue en aquella diezmada nación semiaislada internacionalmente donde, de forma insólita, germina una semilla llamada Cold Fact: no se sabe muy bien cómo, y habiendo vendido a duras penas unas cuantas copias en su lugar de origen —Estados Unidos— donde no tuvo ninguna repercusión, el primer álbum de Rodríguez, datado en el 70, aterriza en el segregado país africano, y no sólo se vuelve medianamente popular, sino que se instala en la gran mayoría de hogares codeándose, por ejemplo, con una obra nimia titulada Abbey Road y perpetrada por unos no-sé-quiénes fulanos de Liverpool.

¿Quién demonios sería ese misterioso Rodríguez? La curiosidad se extendió durante años al compás de unas canciones que escurriéndose de las opresoras manos de la censura, comenzaban a bombear las conciencias de una sociedad sedienta de estímulos libertarios. Y naturalmente, cuando el hombre anhela respuestas y éstas no aparecen por ningún rincón, para no malgastar más tiempo dudando, corta por lo sano y se las inventa. ¡Menudos somos! Así nacieron en su día los dioses todopoderosos, y así acabaron matando a ese tal Rodríguez que tenía la egoísta manía de no asomar la patita por ningún lado. Según quien contase el relato, o bien volándose los sesos, o bien tostándose al calor del fuego, la cuestión es que el tío se había dado matarile sobre el escenario. Un final a la altura de una leyenda, sí señor.

Pero claro, además de emisores místicos y confabuladores, y receptores creyentes y conformistas, existe otra clase de especímenes con el culo muy inquieto: unos tenaces escudriñadores que sólo emplean la palabra fe para aplicársela a ellos mismos. Suelen ser individuos que, valientes majaretas, cuando dan con un imponente obstáculo, en lugar de desanimarse como haría cualquier persona decente, aprovechan la afrenta para repostar inspiración. A esta calaña pertenece el periodista musical Craig Bartholomew, quien se topó con una reedición en CD del Coming from Reality, el segundo y último trabajo del talentoso músico fantasma, en la que un reclamo detectivesco (la discográfica sudafricana que distribuyó dicho álbum, invitó a Stephen Segerman, propietario de una tienda de discos, a escribir unas palabras en el libreto ante la falta de información sobre el artista, lo que éste aprovechó para lanzar una pregunta al aire: ¿algún detective musicólogo por ahí fuera?) lo empujó a comenzar una clandestina investigación en la que a la postre, hermanando esfuerzos con el propio Stephen, no sólo lograron exhumar el cadáver del etéreo cantautor, sino que, en un milagro propio del doctor Frankenstein, en 1998, es decir, 27 años después de la grabación de ese último disco, invocaron al norteamericano de entre los muertos hacia la palpable realidad de una gira por los escenarios sudafricanos.

En efecto amantes del caviar, el señor Sixto Rodríguez vivía y coleaba, pero lo hacía con la modesta cotidianidad de un humilde obrero de Detroit que trabaja incansablemente ajeno a cualquier barullo que su legado artístico —el cual apenas había interesado, sin dobleces, a unas decenas de sus compatriotas— pudiera armar en un país que jamás había pisado, y que para colmo, lo tenía encumbrado en el pedestal de sus iconos culturales. Así que, acompañado de sus hijas, cogió un vuelo y allí se plantó el buen hombre reencontrándose con una fama que siempre le perteneció, nada menos que veintitantos años después de haber intentado aquello de dedicarse a la música, y por supuesto haciendo las delicias de un incrédulo público que tras tanto tiempo dándolo por muerto, al fin tuvo la ocasión de carearse felizmente con su ídolo.

Sin duda estamos ante una historia de sueños cumplidos y por cumplir que enternece y apasiona, pero además “Searching of Sugar Man” va mucho más allá de limitarse a ofrecernos una perla emocional que nos reconcilie con la vida —que dicho sea de paso ya es bastante—; su impecable factura técnica y el preciso dominio de los tempos narrativos, dotan al film de un enigmático aura que ya querrían para sí la mayoría de producciones de ficción. Sin embargo y con total merecimiento, la verdadera piedra filosofal que reside en su esencia, las auténticas joyas a desenterrar y portar en nuestra mochila diaria, son las pegajosas melodías compuestas por nuestro protagonista y que tan increíblemente fueron ninguneadas por la sociedad estadounidense. Joyas que, gracias a dios sabe quién, un día se propagaron por la Sudáfrica del Apartheid, que gracias al tesón de unos melómanos prendió la mecha que originó este documental, y que gracias a este documental suenan con relativa frecuencia en la España del XXI, cuando en el coche, yendo a cualquier lado, una voz amiga dice aquello de: Ahora vamos a escuchar al gran Rodríguez.
Vic
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El último rock
Concierto
Estados Unidos1978
7,9
4.736
Documental, Intervenciones de: Bob Dylan, Van Morrison, Neil Young, Joni Mitchell ...
10
24 de marzo de 2016
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
(Crítica para "LA VOZ EN OFF" de esturionmusic.com)

En los últimos tiempos de la peseta, siendo un mocoso que ni siquiera tenía la virtud de haber recibido la santísima primera comunión —amén—, trepé por el sofá donde mi padre recién se recostaba y me repantigué en silencio, solemne y formal, mirando fijamente la pantalla del televisor. Por lo general se tornan parcos en nitidez los recuerdos de la niñez, aunque algunos se autotatúan perviviendo cuasi indemnes a la acumulación de las motas de polvo; imperturbables a esos residuos pontificados por el puñetero esprint del segundero, indiferentes al batiburrillo de lugares, palabras y olores que terminan bailoteando en la memoria con las arritmias de un guateque del inserso.

Pajaritos por aquí, pajaritos por allá, la cuestión es que la noche anterior habían cenado en casa unos familiares, y como solía hacer en los escasos minutos que descansaba de dar la matraca —más por obligación paterna que por voluntad propia—, clavé resignado mis diminutas posaderas en una sillita cerca de la mesa y puse la oreja. Observaba sus ademanes, me sumergía en sus conversaciones, aunque no pillara ni papa, ávido por descubrir, ya puestos, alguna perla del mundo de los mayores, de ese universo tan desconocido, prohibido y fascinante a ojos de la sedienta curiosidad de un crío. Mi padrino, precisamente, informó a mi padre de que al día siguiente televisaban "El Padrino", y todavía logro entrever aquella mueca de satisfacción que se dibujó en su rostro. A continuación intercambiaron una retahíla de comentarios que traquetearon mi atención: ¿Qué sería eso de la mafia? ¿Por qué habría familias en guerra? ¿Un padrino como el mío era el jefe? No entendía nada. Pero tampoco pregunté. Mañana, me dije, como quien no quiere la cosa, ahí estaré. Papá, al observarme tomar asiento tan sigilosamente, sonriendo intentó persuadirme con argucias del tipo: es para mayores, es muy compleja, te vas a aburrir. Ja, aquellos envites me retenían con mayor firmeza en el salón; ya sabía yo cómo se las gastaban los adultos, lo embaucadores que podían llegar a ser con sibilinas tretas como la de Los Reyes Magos, así que de ninguna manera me la iba a dar con queso, aquel renacuajo de allí no se movía. Y de repente...

De repente un llanto de trompeta me atravesó. Tal cual.

Comenzaba por esos años a desperezar poco a poco el oído, pero aquella fue la primera vez que tomé verdadera conciencia del abismo emocional que puede habitar en unas cuantas notas musicales. A partir de aquel día, además de prenderse la chispa que fuera espoleando mi incondicional pasión por el cine, cada vez que se cruzaba en mi camino esa partitura, el reloj se detenía, mis ojos se cerraban extendiendo un lienzo de oscuridad, y durante unos instantes sólo existían los colores que esbozaba la sangrante melodía, aquella nana taciturna que me embelesaba con su bella tristeza, y que enseguida se convertía, con la conjunción progresiva del resto de instrumentos, en un florido y melancólico vals que no se demoraba en sacarme una sonrisa de puro regocijo.

"The Godfather Waltz", la imperecedera pieza compuesta por Nino Rota para la obra maestra de Coppola, por una burda asociación de títulos fue lo primero que me vino a la mollera al tropezarme con "The Last Waltz". No obstante, el mamporro que encajé a las primeras de cambio, aunque no similar en magnitud, sí fue comparable en intensidad. No lo podía creer. No podía creer que en el apogeo de la edad del pavo, pese a que estaba bastante más preocupado en escuchar día sí y día también álbumes contemporáneos como el "Radio Bemba Sound System", el "Origin of Symmetry", el "Planeta Eskoria" o el "Hybrid Theory", todavía no conociera, al menos de oídas, el nombre de esos tíos cuyo magnetismo había tardado dos minutos en alelarme con "Don't do it". No podía creer, cuando emergieron los créditos finales mientras se alejaba la cámara desamparando sobre el escenario a aquellos virtuosos que tocaban su último vals, que esos cinco no compartiesen el protagonismo que tenían en boca del populacho los omnipresentes The Beatles, Led Zeppelin, Pink Floyd, y tantos y tantos otros grupos archiconocidos. No-lo-podía-creer.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Vic
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No Direction Home: Bob Dylan
Documental
Estados Unidos2005
7,8
5.207
Documental, Intervenciones de: Bob Dylan, Joan Baez, Allen Ginsberg, Pete Seeger ...
8
25 de enero de 2016
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Palabras mayores, señoras y señores. Preguntad a cualquier cinéfilo de pro que se haya empapado de la filmografía de Scorsese, cuáles de los trabajos del neoyorquino le hacen más tilín. Soslayando la evidente perogrullada, puesto que un sujeto que no haya repasado el currículum de Don Martin ni es cinéfilo de pro ni de proa, por norma ante semejante cuestión emergen de la respuesta títulos que merecidamente copan el imaginario colectivo: “Uno de los nuestros”, “Taxi driver”, “Casino”, “Toro salvaje”... Pero si además ese susodicho cinéfilo de pro, que lejos de ser un impostor se ha dejado caer inclusive por alguno de los documentales del reputado director, siente especial predilección por la música, ni mucho menos sería descabellado imaginar que en aquella lista scorsesiana incluiría “No Direction Home: Bob Dylan” en los puestos de honor (quizá también “The Last Waltz”, aunque ese último vals ahora mismo son otros López). “¿No direction lo qué? ¡Esa no la he visto!”, pensarán varios despistadillos. Pues mal hecho, troncos.

Mal hecho porque estamos ante casi tres horas y media de una densa y jugosa travesía. Ahí es nada. Mas como ocurre con las grandes obras el film atesora la virtud de contraer el espacio-tiempo y esfumarse en un tris. O por lo menos esa sensación tiene este menda cuando hacia el final aparecen las letras blancas sobre fondo negro mientras Dylan le canta a un público hostil aquello de “How does it feel?” de la soberbia “Like a rolling stone”.

En dicha travesía asistimos a la paulatina transformación del joven Robert Zimmerman (criado en un gélido pueblo minero de Minesota del que renegó prácticamente desde la infancia) hasta convertirse en uno de los principales y más controvertidos iconos de la música en la segunda mitad del siglo XX (imposible entender este proceso de autoafirmación sin la figura de Woody Guthrie, a quien idolatró, imitó y a posteriori homenajeó). En buena medida es el propio Bob quien nos permite hacernos una composición de los hechos mediante las honestas confesiones que, pasándose los edulcorantes por el forro, regala al etéreo entrevistador. Confidencias aderezadas por acotaciones de artistas coetáneos y demás personajes que compartieron vivencias con él, confluyendo en descifrar un portento en ciernes cuyo apetito voraz de experiencias y conocimiento llevaría a perpetrar alguna que otra controvertida anécdota derivada de la astucia, y por qué no decirlo, de la sinvergonzonería más ambiciosa. En efecto, en este mejunje de canciones y viajes (físicos e interiores), ligado por impagables imágenes inéditas y por el pegamento de un trabajo de contextualización histórica a la altura de un realizador con el talento por castigo, se nos reparten las cartas boca arriba sin trampa ni cartón.

Esta esponja humana al que apenas bastaron un par de meses sumergido en los locales del Greenwich Village para interiorizar la esencia de una suntuosa colección de artistas y hacerla carne de su carne, elevándola a la excelencia con la amplificación de su privilegiado ingenio, rompió los moldes y ninguneó las expectativas de algunos de sus colegas, pero sobre todo de una airada porción de un público que sintiéndose traicionado por la electrificación de su folk acústico, mutó la idolatría en pataletas continuas. Pero a él, cómo no, lo que pensase o ladrase el resto del cosmos se la traía bastante al pairo. Con la fría determinación de quien se sabe libre y poderoso, con ese gesto desafiante y chulesco del que tiene la sartén por el mango, tras oír lindezas como “¡Judas!”, se giraba hacia su banda (The Band, peccata minuta...) y soltaba: “Play it fucking loud!”.

“Plat it fucking loud!”, que en cristiano significa algo como: “¡Hagamos que estalle la cabeza de ese memo!”.


(Crítica para "LA VOZ EN OFF" de esturionmusic.com)
Vic
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Lemmy
Documental
Estados Unidos2010
7,5
2.283
Documental, Intervenciones de: Lemmy, Ozzy Osbourne, Billy Bob Thornton, Slash ...
7
13 de enero de 2016
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si bien es lícito especular (si se prefiere, discutir, que es un rato más español) sobre si puede resultar, o no, un documental atractivo para cualquier potencial espectador con independencia de su amor por el rock and roll en general y por el señor Kilmister en particular, supongo que la mayoría de los que se hayan asomado al film sí podrán abrazarse a la conclusión de que estamos ante una crónica de la que el recién fallecido líder de Motörhead estaría, mejor dicho estuvo, la hostia de orgulloso. De acuerdo, a todas luces lo que acabo de escribir sería una obviedad de famélica valía si estuviera referida a cualquier vanidoso artistucho buscafama al que han estado masajeando el ego alrededor de un par de horas. Pero claro, no es el caso. ¡Joder, cómo va a ser el caso! Estamos hablando del “Damage case” del rock por excelencia, título del tema encargado de dar el petardazo de salida a este paseo en tanque en el que surcaremos las autopistas del más que particular, por no decir otro taco, universo del hombre del bajo atronador.

“Oye nena, no te asustes, lo único que quiero es un trato especial”, rezan las primeras frases de la mentada canción. Trato especial que uno de los mejores amigos que jamás haya tenido el Jack Daniel's recibe holgadamente por parte de Greg Olliver y Wes Orshoski, los directores de este cotarro, pero sobre todo a través de las serviciales palabras dedicadas por el jugoso elenco de entrevistados: Ozzy, Slash, Dave Grohl... y un etcétera para aburrir (en el buen sentido). Esta pandilla de altura, además de relatarnos algunas anécdotas memorables de las ciento un mil que Lemmy esconde bajo el sombrero, nos deja bastante clarito que si hemos de atribuir a alguien la paternidad de lo comúnmente conocido como heavy metal, es sin duda a este inglés de nacimiento y angelino de adopción, estandarte de esa banda atemporal que se echó a hombros allá por el 75 y con la que no ha parado de rodar y reventar tímpanos hasta anteayer (hasta el mes pasado para ser exactos), cuando el de la prominente verruga y los suyos sacudían un escenario de Berlín en el que hoy sabemos fue su último espectáculo, frente a un público que con tantos motivos para considerar a su ídolo indestructible a buen seguro comenzaba a creerse felizmente lo que apuntaba asemejarse a la inmortalidad.

“Lemmy”, cuyo título original contiene el cariñoso paréntesis “(49% Motherf**ker 51% Son of a Bitch)", nos permite otear también el recoveco cotidiano y más íntimo de este acorazado con bigote. Lo observamos en su hábitat natural, alejado de cualquier lujo mundano en un hogar a caballo entre un museo y el más vulgar cuchitril. Un hogar sin ínfulas de grandeza, a su justa medida, donde además de jugar a la consola o freírse unas patatas, nos muestra sus peculiares (y sorprendentes) colecciones y cacharros. Un hogar donde nos regala una inesperada perla sentimentaloide al afirmar que su hijo, presente en la grabación en dicho momento y hasta entonces en un completo segundo plano (fuera incluso del encuadre para ser precisos), es su posesión más valiosa. Qué, ¿acaso pensabais que tras esa garganta que escupe chinchetas a cada nota que entona no se escondía un almibarado y tierno corazoncito? Pues sí, coño, una híbrida suerte de corazoncito y motor de camión que ha bombeado cantidades sobrehumanas de speed perpetrando una existencia alejada de cualquier convencionalismo y sumisión impostada. Lo que por moda tantos oportunistas han bastardeado, este genuino e irrepetible personaje ha representado sin ninguna ambigüedad ni pudor hasta su último aliento: la desatada vida del renegado y auténtico rockero de pura cepa.

(Crítica para "LA VOZ EN OFF" de esturionmusic.com)
Vic
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9
30 de diciembre de 2015
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sin ánimo de lucro y en un acto de palpable generosidad que honra a mi honrosa persona, ahora que tengo el corazón reblandecido por los estertores de un 2015 que muy en breve ahueca el ala, os voy a regalar en primicia la siguiente exclusiva: Tarantino también tiene detractores. ¡Boom! En efecto filmaffitoides, en cuestión de gustos ya se sabe, no hay nada escrito y patatín patatán, pero claro, si Da Vinci los tuvo y Michael Jordan los tiene, ¿quién está a salvo de tener su séquito de defenestradores? Anda que no hay que ser un bicho raro de tres pares para no contar con alguien que desinteresadamente te injurie. ¡Acabáramos! Si existe un ser con ningún maldiciente a su favor, si existe ese infame, os juro que yo lo odio. Pero hasta el mayor odiador de Quentin, hasta el individuo que vete tú a saber por qué recónditas causas no disfruta en absoluto con su cine, hasta ese estreñido humanoide debería tener la capacidad de admitir que aquel señor de facciones extrañas y peinado truculento, aquel señor que se ha tragado cintas que ni han visto sus propios directores y que han sido rodadas en países todavía por descubrir, ha nacido para hacer películas. Joder, eso debería ser tan indiscutible e innegociable como que Hendrix nació para aporrear una guitarra, Rajoy para presidir un país y CR para ser un mamarracho (una de estas tres afirmaciones es falsa; no es la última).

La historia de estos odiosos, queridos filmaffitungos míos, es un ejercicio de cine fastuoso de principio a fin; una obra de artesanía pulida con mimo y quietud hasta su último ribete; una oda a la depravación humana tan talentosa que ofende; un prodigioso derroche de cinefilia que se prolonga alrededor de tres horas. En resumidas cuentas, es la obra maestra de un maestro del celuloide. Un maestro que en su octavo trabajo (como él mismo, tras mostrarnos los primeros encuadres de un gélido Wyoming, se encarga de recordarnos con esas letras amarillas sobre fondo negro tan marca de la casa) ha recuperado su mejor nivel. Aunque ciertamente podemos preguntarnos si el ya cincuentón, cómo pasa el tiempo, alguna vez bajó el pistón. Al igual que muchos supongo se cuestionarán si “The Hateful Eight” es lo mejor que ha rodado hasta la fecha. ¡Chi lo sa! Personalmente, “Pulp Fiction” aparte, opino que de no serlo no anda nada lejos.

Por fin refugiados del peor de los vendavales en la Mercería de Minnie, el de Knoxville nos ofrece lo mejor de su particular y más que reconocible universo: teatralidad a raudales, denso suspense, guiños cinematográficos, escabrosidad sin concesiones y, cómo no, una retahíla de personajes variopintos que vomitan, en ocasiones literalmente, un guion tan hipnótico como la cojonuda banda sonora que Morricone ha tenido a bien preparar para la ocasión. Sí filmaffitianos, una comilona navideña en la que te calientas al fuego, comes estofado y bebes café y brandy; una comilona indigesta en la que todo funciona como un reloj y fluye como una sucia y chabacana coreografía que, obviamente, no podría ser más perfecta. Una comilona guisada por un chef experto en hacer estrambóticos refritos con ingredientes que si alguien se atreviese a mezclar, ni un chucho hambriento se acercaría a olfatear, pero que al calor de sus fogones te lo zampas hasta rebañar el plato con gula y sin perder bocado, quedando soberanamente extasiado, pero como es obvio y al mismo tiempo, con ganas de más. De mucho más.
Vic
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