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España España · barcelona
Críticas de carmen
Críticas 4
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
4 de abril de 2023
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ocurre la historia en torno al cine Empire, un edificio que ha conocido momentos más esplendorosos, que por fuera se muestra gris, desolado, decadente, triste como esa playa extensa e inacabable hacia la que mira. Por el contrario, dentro se abre a una sala enorme y majestuosa, como lo eran los cines hace treinta años: las escaleras solemnes, que parecen apuntar, infinitas, hacia el cielo; las moquetas y las cortinas y las lámparas de cristal; los empleados uniformados, que dirigen la entrada de los espectadores; en fin, la envergadura de la sala de un cine de los de antes, que preparaba al espectador para recibirlo, abriendo las puertas de sus rituales... Todo se dispone e invita al gran momento. En la parte superior de ese gran edificio hay otra sala inhabilitada, abandonada, decaída, pero que respira aún un aroma de lo que fue: la más elegante, la más alta, con mesas para tomar cócteles y, desde los ventanales, observar toda la ciudad, cerca del cielo y las estrellas. Atentos. Por un lado, el edificio del cine con sus luces y sombras, su interior y exterior. Y un poco más al fondo, como en un juego de cajas chinas, la gran sala de cine, que nos acoge como creadora de realidades paralelas, pero también como refugio cálido tanto para el público como para los propios trabajadores. Como si fuera el vientre de la tierra, como una gran madre universal que nos protege de la sociedad, de la propia vida; a veces, incluso, de nosotros mismos. Y ahí tenemos al gerente del cine, que utiliza el despacho para su encuentro extramatrimonial; y a los acomodadores; y al técnico que se encarga de pasar los rollos y de empalmarlos uno tras otro para que se vea la pantalla como la vida, en eterno e imparable fluir. Ese técnico que un día abandonó a su familia, a su hijo pequeño y se fue lejos y se metió en ese cubículo atiborrado de fotos pegadas a la pared de actores que le observan, mientras él ve la película por un cuadrilátero, encima del que tiene pegada la única foto real, la de su hijo pequeño. Quizá él también es ese niño que se ha quedado ahí, encantado, ensimismado con las películas, embebido en el detalle del oficio, enredado en esa habitación en la que respira más vida que fuera y de la que no puede huir. Y ahí tenemos, también, a la protagonista, la encargada del cine, que se esfuerza por mantenerse en el plano de la vida normalizada, a pesar de sus frenesís y de sus claroscuros mentales. Todo esto ocurre en el año 81, y hay un guiño de director (o un detalle de producción o lo que sea) cuando, junto a las escaleras del cine, vemos pegado el fotograma de la película "El hombre elefante", sin duda uno de los éxitos del año anterior. El hombre elefante...Quizá todos somos algo así, singulares; todos tenemos algo de inclasificable, de eso que no encaja, que no puede ordenarse. Y entonces llega la vida y clasifica, dirige, etiqueta; frente a ella, el cine nos acoge, nos protege, nos acompaña. Es el sugerente imperio de la luz.
carmen
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7
14 de febrero de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
UF, UF, UF. No es una película fácil, y lo sabemos desde el comienzo. Rodada en blanco y negro, trata de dos hombres aislados en un faro: el veterano y su joven ayudante. Uno ya, de entrada, puede esperar lo peor, que acabe muy mal la cosa. Pero con ese criterio uno no va al cine, y menos para ver una película en blanco y negro, misteriosa, austera. Para esto te quedas en casa viendo productos de sofá y manta, para consumir como la Coca-cola. Aquí entras en el cine con todas las consecuencias, sin red, y no se vale lo de "es una peli dura", "es cruda", "es como una patada en el estómago". Para eso, entras en Mercadona o vas a hacer una excursión por el Pirineo, saludable y nada tenebrosa. Y basta de prolegómenos. La película está llena de referencias literarias y cinematográficas, pero nos las ahorramos: no queremos pasarnos con los datos bibliográficos. Alguna escena es demasiado explícita, pero no hay que olvidar que los que tienen de cuarenta para abajo, formados en las series y sobre todo con Netflix como canción de cuna, igual alguna cosa no les queda clara del todo, y el director la subraya con énfasis en las imágenes. Pero vayamos a lo importante, lo que implica que estamos ante una gran obra. Los planos de lo oscuro (donde está Winslow) ( el actor de Crepúsculo que aquí está en pleno esplendor de su madurez) y el plano de lo claro, la luz del faro (el reino de Dafoe, ese actor no guapo, pero tan carnal, tan auténtico que no le hace falta actuar porque es él mismo en la película); la voz de los actores, sobre todo de Dafoe, ese tono solemne que también tenía Orson Welles, esos monólogos que recuerdan lo mejor de Shakespeare. Pero lo más grande de la película es la relación- lucha entre los dos protagonistas. Salen a relucir todas sus caras, no sabemos lo que ocultan, lo que realmente han vivido y la causa verdadera de su refugio en el faro. Todo puede ser un argumento verdadero o falso, que no importa nada a la esencia de la película: la naturaleza del ser humano. Se trata, pues, de la lucha de poderes- egos, la supervivencia, el recuerdo de la pasión amorosa, la violencia que crea el aislamiento; pero también se trata de la paz y la ternura que puede necesitar cualquier ser humano, aunque se halle en condiciones extremas. La vida es un juego de contrastes: luces y sombras, y todos perseguimos la luz, el punto más alto del faro. Pero no nos pongamos metafóricos. Se trata de una película fantástica, hecha desde las entrañas y con casi ninguna concesión al cine comercial. Y, claro, trata, como no, de la vida.
Mi amiga la ansiosa casi se ha tenido que escapar del cine cuando se le han acabado las palomitas, pero se quedado parapetada frente a la pantalla como una guerrera. Seguiremos hablando de cine, seguiremos hablando de la vida. Es lo mismo.
carmen
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7
14 de febrero de 2020
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Se trata de una película de tesis, en la que el director la subraya al final, por si no nos hemos enterado de qué lado está. Ese epílogo sobraba y desluce lo anterior. Que sí, que hay un camino recto (el del bien) y uno tortuoso (el del mal). Pero si me quedo en lo maniqueo, no salimos de aquí, no fluimos. La película trata de un médico que, tras salvarse de la condena de la horca, lo destierran a Siberia, y, siendo militar, experimenta con el éter en cuerpos humanos, investiga cómo esa sustancia altera nuestras conciencias. Actualmente el éter ya no se utiliza, pero conciencias anestesiadas hay muchas... Nos manipulan los medios de comunicación, las tecnologías, eeeh... Me paro aquí, que no he venido a hablar de todo esto y no tengo estudios de demagogia ni tampoco de apocalipsis (la sociedad va a su finaaaaaal, a su autodestrucccióoooon). Vale, podrá ser este mundo un caos, pero.... atentos. La película tiene una puesta en escena que logra momentos maravillosos, tras los que se encuentra la dirección de un veterano que domina su oficio. El juego de ver algunas escenas a través de los cristales, las cortinas transparentes, el color pálido de la atmósfera y también del rostro del protagonista: todo parece estar impregnado de esa sustancia flotante que casi podemos oler en alguna escena y que da título a la película. La interpretación del médico vale mucho la pena: desapegado de los sentimientos, centrado en sus investigaciones, distante y cruel. Un personaje le preguntará por el dolor humano y su sentido: el dolor nos redime, nos sacrifica, nos eleva: la lectura cristiana que ya conocemos todos. Pero el médico contesta que no tiene sentido, que la ciencia está muy cerca de llegar a ese día en que se extinga cualquier tipo de dolor. Hay otras frases que se subrayan, como que entre la vida y la muerte está el amor. Dónde está el bien, dónde está el mal. Dónde acaba la ciencia y empieza la ética... Uf... Todo muy filosófico y profundo. Mi amigo el del yoga, que es hipocondríaco, estaba un poco tenso viendo al médico manipular inyecciones y colocar gasas a diestro y siniestro. Luego se ha quedado no anestesiado, pero sí algo nutrido de cine (que -digo yo- no es mala dieta proteínica). Seguiremos hablando de cine, de la vida. Es lo mismo.
carmen
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8
17 de abril de 2019
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Otra vez ante una película de Almodóvar, después de tanto tiempo. Lleva su sello reconocible. La decoración de las casas y el gusto por el color y el detalle, por ejemplo. Todo el mundo querría estar en un entorno así, no solo porque es elegante y amplio, sino porque juega con lo llamativo y lo sugerente. Cuadros, alfombras, cocinas, menaje, luces. Cualquier detalle donde pongamos la vista es original y arriesgado. Otro sello de la casa: las referencias cinematográficas. Las dolencias del protagonista, un cineasta en crisis, quedan recogidas a modo de imagen gráfica, como si se tratara de un documental divulgativo. Luego el personaje recuerda cómo era el cine de su infancia, en el que en seguida aparecía el agua (mares, torrentes, lagos, ríos, cataratas) (como una metáfora de la pasión carnal, creo yo). Y, claro, hablando de cine con agua, no podía faltar el rostro explosivo de Marilyn en Niágara. Se nombra a esta actriz y se cita también a Liz, aparte del guiño del cartel de La gata sobre el tejado de zinc, colgado en la pared. Quién no se va a acordar de estas mujeres, insignias del cine clásico, del puro cine. Otro sello de la casa: la conversación como terapia, que está en toda su obra, incluso en los títulos de las películas (Hable con ella). Sobre todo la conversación de las mujeres, y la relación materno-filial. Las frases y consejos de esas madres de pueblo de hace años, con ese instinto para la vida, para lo terrenal. Si en La flor de mi secreto la madre le decía a su hija (Marisa Paderes) que una mujer sin hombre es como vaca sin cencerro, aquí la madre ajusta las cuentas con su hijo, con el que le hubiera gustado compartir más tiempo. Esa madre que te da consejos también te enseña la mortaja con que quiere ser enterrada como si te hablara de cómo preparar un potaje. Poderío. Salvando las distancias, Almodóvar comparte con el cine de W. Allen las ganas de retratar los conflictos amorosos, las pasiones, las conversaciones de las mujeres que provocan que la vida sea más intensa, problemática y, por tanto, más divertida. Porque el caos es más avivado que el orden. En su cine los hombres están ahí, trabajan, construyen, pero son más monocordes. A su lado está ese magma de sentimientos, emociones, conversaciones, anécdotas, o sea, el mundo de las mujeres, donde todo cabe y va haciéndose sobre la marcha, como un gran puzzle infinito y colorido. A y WA, ambos neuróticos, ambos creando un mundo propio como válvula de escape, en el que las mujeres campan a sus anchas. Los que no ven nunca películas de Almodóvar y se quedan tan anchos y piensan que eso les honra habría que diagnosticarlos. Porque el cine, como cualquier arte, es difícil, está lleno de intertextualidades, de matices, como la literatura. Negar la obra de A (o la de WA) es ignorar una parte importante de nuestra cultura cinematográfica. Hay quien alega que no todas las películas del cineasta valen la pena. ¡Faltaría más! No vivimos en un mundo sublime en que la gente va creando obras maestras a diestro y siniestro (no sería humano). De todos modos, los que más reclaman son siempre los más cretinos. Lo dice muy bien Jules Renard (aunque él se refiere a la literatura) cuando apunta que la actividad es complicada: uno tiene que estar siempre demostrando su talento a gente que carece de él. Almodóvar es un gran cineasta porque ha hecho aportaciones inolvidables, se ha arriesgado y, al hacerlo, ha creado un estilo propio. Aquí no fuerza nada y le sale un drama con notas de comedia, que es el género que él domina. Es un filme digno que te reconcilia con su mundo, con las relaciones humanas, con los dolores del cuerpo y del alma, con la medicina y hasta con la vida. Siempre lo hace el buen cine.
carmen
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