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España España · Premià de Mar
Críticas de Martí
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Críticas 197
Críticas ordenadas por utilidad
4
25 de septiembre de 2013
33 de 53 usuarios han encontrado esta crítica útil
La espuma de los días viene a recordarnos los riesgos que se esconden tras la voluntad de defender un sello propio. Pues en realidad la autoría es un concepto que, de igual manera que logra resultados sorprendentes en propuestas poco prometedoras, también puede absorber todo el contenido de un trabajo convirtiéndolo en pura estética. Precisamente los primeros trabajos del director francés Michel Gondry sorprendían por ser obras en las que se equilibraba con gran agilidad una personalidad muy característica y un profundo contenido capaz de conquistar los corazones del espectador. Dicho en pocas palabras, el placer que producía descubrir joyas como Olvídate de mi o La ciencia del sueño se daba gracias a la maestría con que la personalidad del mencionado director actuaba al servicio del trabajo en cuestión, sin interceder en él cuando no era necesario y haciéndolo siempre de forma contenida y ante todo justificada. En su último trabajo, en cambio, da la sensación de que la hiperactiva personalidad del director haya devorado todo el contenido que pudiera encontrarse en él.

Todo empieza como un entrañable cuento de hadas. Con aparente maestría, Michel Gondry despliega su mundo imaginario presentándonos espacio y personajes de forma ágil e incluso divertida. Tardamos poco tiempo en darnos cuenta de que nos adentramos a un mundo muy distinto al que estamos acostumbrados, un mundo en donde todo cambia, desde la lógica más simple hasta las convenciones sociales más controvertidas (métodos de trabajo inventados, formas de flirteo imaginarias, tipos de comida surrealistas, estilos de baile imposibles...). Y como entredije, conocer este espacio imaginario resulta entretenido; como un estimulante ejercicio de descubrir qué razonamiento se esconde detrás de cada una de las acciones de los personajes o qué formas inventadas tienen estos de interactuar con su contexto. La experiencia podría compararse en cierto modo a lo que se siente al descubrir una serie de animación como Futurama: uno se encariña con la lógica y las normas de un mundo surrealista pero bien planteado. Pero al poco tiempo nos damos cuenta de que el mundo que Michel Gondry despliega en su último trabajo está muy lejos de alcanzar la genialidad de la serie de Matt Groening.

Mientras que en las citadas Olvídate de mi, La ciencia del sueño e incluso Rebobine por favor los malabares artesanales del característico director eran usados como soporte de un trabajado y complejo argumento (a veces más, a veces menos), en La espuma de los días da la sensación de que el argumento debe esforzarse enormemente para adaptarse a una serie de innecesarios caprichos del autor. Cuanto más avanza la trama más difícil resulta sentir interés por una serie de personajes que despiertan tan poca empatía como el mundo que los rodea, pues el imaginario de Michel Gondry es tan excesivo que acaba por absorber toda la atención, convirtiendo en secundarios a los personajes e incluso a la historia que transcurre en él. Y es que la dramática aventura que al parecer se nos pretende plantear choca fuertemente con un mundo surrealista más preocupado por sorprender con nuevos inventos artesanales que en despertar complicidad hacia las emociones y sensaciones de los personajes. Todo acaba pareciéndose más a un rocambolesco videoclip (algo que por otra parte cuadra con los inicios del director) que a un relato dotado de tres actos. De ahí que una historia de apariencia tan humana llegue a parecer tan poco creíble.
Martí
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8
7 de mayo de 2012
15 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay películas nos conmueven por motivos que desconocemos. De hecho, una de las frases más usadas por cineastas y maestros del cine es “no existe la fórmula definitiva”. Por supuesto, esto no impide que sí existan ciertos métodos, teorías e incluso pequeñas fórmulas para facilitar el entendimiento e incluso garantizar cierto entretenimiento. Pero rara vez podremos hablar de métodos universales.

Uno de los mayores hechizos del cine reside en su flexibilidad. Ciertas fórmulas pueden desagradarnos profundamente en ocasiones y hacernos llorar de emoción en otras.
Pero paradójicamente, en la mayoría de las grandes obras el mismo autor desconoce el secreto de su logro (véase como ejemplo la respuesta que Raymond Chandler dio a Howard Hawks cuando éste le preguntó cómo funcionaban los incontables giros de su novela: “no tengo ni idea.”).

Vaya por delante, es cierto que Hirokazu Koreeda es un excelente director de actores que domina la planificación. Es cierto también que conoce el secreto de los encuadres y que descubre en cada plano el rincón adecuado donde colocar la cámara para proporcionarnos el mejor punto de vista. Es cierto incluso que Koreeda posee un don para dar a sus filmes el tempo perfecto, sin el cual estos carecerían de encanto.
Pero a decir verdad, no creo que exista explicación alguna sobre porqué su cine posee tal magia, como tampoco creo poder explicar en palabras que su última película me conmoviera tan profundamente.

Kiseki es una película sencilla y profunda. Logra plantear situaciones familiares complejas sin caer en el almibarado ni tampoco en el catastrofismo. Para Koreeda la infancia puede ser hermosa a pesar de contar con un padre irresponsable o una madre que cuestione nuestros sueños. La infancia, de hecho, es algo abstracto que solo los niños ven; algo capaz de traer, a modo de antídoto, magia y fantasía en las situaciones tristes. También es el motor de la diversión y de las aventuras, que funciona a modo de enlace irrompible entre los dos protagonistas combatiendo la distancia que los separa.

Podemos encontrar explicaciones estructurales y estilísticas que nos ayuden a descifrar parte del encanto de Kiseki, pero lo mejor de la película es su facilidad para convertirnos en parte de la historia, algo que hace de una forma casi imposible de describir. No existe formula alguna para conseguir la poesía que rodea el cine de Koreeda, ni tampoco existen palabras para expressar porqué Kiseki fue capaz de convertirse en una de estas películas que cada vez más me cuestan encontrar: una de aquellas que, sin explicaciones complejas, llega al corazón con facilidad pero de forma profunda.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Martí
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7
9 de noviembre de 2018
15 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me parece comprensible (y hasta cierto punto inevitable) que Gomorra y Dogman sean frecuentemente comparadas. A mi entender, se debe antes a que son las dos películas más aclamadas de su director que a una cuestión de géneros o contextos (que, hasta cierto punto, también). Pues, en realidad, existen notables diferencias entre ambos títulos. La primera y más evidente, uno tiene al crimen organizado como núcleo central de la trama mientras que el otro sólo apela al mismo de forma tangencial, casi anecdótica. La segunda, no tan visible pero mucho más interesante, sus tesis son radicalmente distintas. Hace diez años, Garrone presentaba la violencia como un recurso inequívocamente reprobable. Los habitantes de Nápoles y Caserta vivían bajo la presión de una amenaza constante, su intimidad era profanada por acontecimientos impredecibles que nada o muy poco tenían que ver con sus actos. Ahora, el conflicto que presenciamos guarda una relación directa con la impasibilidad de los afectados. Un conflicto además, cuya resolución pasa inevitablemente por una intervención violenta. La magnitud de la tragedia se cuantifica en todo lo que se pierda por el camino.

Respecto a la película que nos ocupa, cabe decir que el atractivo de Dogman no necesita golpes de efecto. La vida e intimidad de Marcello, humilde amaestrador, peluquero y cuidador de perros, transmite complicidad y ternura sin pretenderlo. En ese sentido, Matteo Garrone demuestra ser un gran seleccionador de información: las secuencias del “rescate canino” o del “concurso de belleza”, por ejemplo, pueden resultar innecesarios narrativamente hablando, pero funcionan fantásticamente como engranajes de la construcción de personajes. Del mismo modo, el recurso de la elipse, empleado con notable frecuencia, no impide a la película gozar de una magnífica entereza. Pero no se trata únicamente de una acertada selección de secuencias: incluso la duración de cada plano, de cada acción, encuentra el punto adecuado para ser descriptivo, funcional y contemplativo al mismo tiempo. Es un trabajo en donde todo parece tener su función, hecho que se traduce en el interés ininterrumpido del espectador, aún cuando no se le muestra ninguna acción concreta. Al ello ayuda notablemente el tipo de diálogo, gesticulación y movimientos de los personajes: todo resulta tan creíble que su mero visionado ya merece la pena.

Volvamos ahora al título predecesor y olvidemos por un segundo su condición activista. Gomorra irrumpió en las salas de cine, hablando en términos exclusivamente cinematográficos, como sucesora directa de Los Soprano y The Wire. Aquellas resoluciones dramáticas mediante destellos de violencia representadas en clave hiper-realista no tenían otro referente que el de las series mencionadas. Sin embargo, la utilización sistemática de dicho recurso (por parte de títulos como Boardwalk Empire, Breaking Bad, Juego de Tronos o House of Cards) durante la explosión comercial seriéfila que tuvo lugar en los últimos diez años, ha convertido en monótono aquello que antaño fuera genialidad. De ahí que los momentos climáticos de Dogman no resulten tan espeluznantes como en su tiempo sí resultaron los de Gomorra. Afortunadamente, esta película no pretende hacerse fuerte en el terreno de la violencia (como sí lo pretendía su antecesora). Aquí, todo el interés recae en la elaboración de un poderoso discurso y en una delicada construcción de personajes. Se trata de un producto que, sin jugar al impacto directo, adquiere una sólida consistencia en el proceso de digestión. Recuperando las líneas del primer párrafo, podemos afirmar que Dogman representa la madurez de Garrone tanto formal como ideológica.
Martí
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7
13 de junio de 2019
12 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Siempre es agradable que a uno le hagan sentir inteligente. Descubrir relatos que se referiren a temas alternativos, intelectuales y reflexivos (la lírica del poeta incomprendido, las obras del autor facasado, la humanidad del famoso deshumanizado), pero sirviéndose de la estructura convencional. El metalenguaje es un recurso muy efectivo para este tipo de relato: servirse del propio trabajo para ejemplificar sobre el discurso. Si se hace con cierta gracia, los resultados pueden ser muy efectivos. La biblioteca de los libros rechazados (ni a propósito podría haberse encontrado una traducción más ortera) sigue los pasos de Jean-Michel, un escritor frustrado (es decir, un crítico literario) que se niega a aceptar la autenticidad de cierta historia relativa a otro supuesto escritor frustrado. Lo que él llama “la novela fuera de la novela”: el caso del cocinero inculto cuya personalidad escondía un poeta incomprendido y la obra del cual sólo pudo ser descubierta después de muerto... gracias a una biblioteca dedicada a libretos no ediatados. Un relato con el que todo el mundo se queda, mucho antes que con la propia obra del presunto escritor. Pues eso, la novela fuera de la novela.

Toda la película gira en torno a la búsqueda de la verdad por parte de Jean-Michel. El crítico, decidido a desmentir el mito, se propone descubrir la auténtica historia que esconde tan exitosa obra (es decir, quien es su verdadero autor). Pero, irónicamente, no es consciente (o tal vez sí) de que al intentar destruir “la novela fuera de la novela” está construyendo la suya propia. Ahí está, de hecho, buena parte del atractivo de este título: todo él es en realidad la “novela fuera de la novela”. Y el metalenguaje no termina aquí. En cierto momento de la película, dicho personaje se encuentra, como parte de su investigación, con determinado círculo de lectores. Las personas que lo conforman le cuentan que en sus tertulias no tiene cabida ningún tipo de material que se aleje del género policíaco. Con este pequeño detalle, el director se da a sí mismo la licencia cómica que lleva utilizando desde el primer acto: la de construir todo su trabajo como si estuviéramos delante de una (parodia de) película de detectives. Es un gesto cargado de relativismo, autoconciencia y que da al producto un agradecido aire de modestia y simpatía.

En realidad, toda la película viene impregnada de este aire. Desde su estructura narrativa, pasando por su planificación y montaje, hasta su tipo de humor (al que recurre con frecuencia). Es un producto, como entredije en el primer párrafo, interesado en analizar cuestiones intelectuales desde un prisma convencional. De ahí que su visualización resulte tan agradecida: es como si asistieramos al pase de un divertimento para inteligentes recién iniciados. De hecho, el ejercicio de Rémi Bezancon puede suponer un entretenido pasatiempo para el espectador atento: el director se dedica a reproducir todos y cada uno de los tópicos del cine policíaco de un modo tan exagerado (giros de guión incluidos) que casi parece desafiar el público a preverlos. Esta autoconsciéncia, este metalenguaje pasado por el filtro de la estructura dinámica, recuerda en cierto modo (salvando largas distancias) a otra película también protagonizada por Fabrice Luccini: En la casa. Aún reconociendo que el trabajo de Ozon pertenece a otra categoría (sin duda, contiene una reflexión mucho más madura y desgarradora), ambos trabajos comparten la capacidad de hacer entretenido lo complejo y de combinar con eficacia humor y reflexión.
Martí
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7
16 de diciembre de 2018
12 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me cuesta trabajo identificar qué tiene exactamente The Escape para parecerme tan preciosa película. Creo que uno de sus puntos fuertes es la brutal conexión que Dominic Savage logra establecer entre las emociones de Tara y el espectador. La cara de la protagonista parece un surtidor incontenible de sensaciones. Sutiles expresiones faciales emergen del rostro del personaje, delicadamente interpretado por Gemma Arterton, como un bombardeo de información sobre sus pensamientos. La complicidad es absoluta. La sinergia entre cámara y actriz parece irrompible. Esto permite al director dibujar cada secuencia con absoluta naturalidad, lo que nos lleva a otra de las grandes virtudes del trabajo: su modestia. Porque, aunque Savage no deja de hablarnos en todo el metraje, en ningún momento pretende aleccionarnos. Ni tampoco impresionarnos. El mensaje es conmovedor, precisamente, por su transparencia. Además, es poco frecuente descubrir interacciones entre personajes en dónde la contención tiene un peso tan importante. O dicho de otro modo, pocas veces hemos visto secuencias en donde la atención recae tan fuertemente en lo que no se dice.

Del mismo modo, pocas veces un enamoramiento ha sido contado con tal sutileza y, al mismo tiempo, con tanta emoción. El encuentro entre Tara y Jail se despliega en una preciosa harmonía entre idealismo y realismo. Savage consigue ser dulce sin llegar a lo edulcorado, se explica con una discreta frialdad que permite a la secuencia desmarcarse de lo morboso. Además, el director controla a la perfección los silencios y sabe cómo ser contemplativo sin repetirse. Así lo demuestran tanto la escena mencionada como el arranque de su trabajo: una de las pocas introducciones recientes que, a pesar del manierismo y del predominio de la estética, no resulta vacua, reiterativa ni, lo más importante, innecesaria. Prueba de la profundidad de esta película es que, a pesar de todo lo dicho, los diálogos tienen un importante peso (si bien más por lo que sugieren que - como se entredijo - por su significado literal). En parte gracias a las brillantes interpretaciones (no sólo la de Gema Alterton) y en parte gracias a un medido trabajo de guión (a cargo del propio Dominic Savage), todas las frases que se pronuncian en The Escape desprenden autenticidad. Y lo mejor (y más difícil) es que la naturalidad con que son pronunciadas es directamente proporcional a su peso dramático.

Aspectos formales a parte, cabe destacar también la acertada decisión de retratar el maltrato desde una óptica pocas veces vista en la gran pantalla. Me refiero a la sumisión presupuesta, al dar por hecho, a la aprobación sobreentendida. Todo ello puede palparse en la actitud de Marck, a quien da vida un espléndido Dominic Cooper. Su personaje es el “padre de familia” por excelencia, es decir, un marido que interactúa con su mujer desde la presuposición constante del consentimiento. Tanto en lo físico (esto es, relaciones sexuales) como en la toma de decisiones (en todo momento se da por hecho que lo elegido por el primero será lo mejor para la segunda), Mark sujeta con fuerza las riendas de la felicidad de Tara, sorteando “por los pelos” el maltrato físico. De ahí que el diálogo entre ambos resulte absolutamente estéril, restando como única alternativa la rotura unilateral. Una preciosa tesis para una preciosa película que, por otra parte, no descuida ni un solo departamento: desde el guión hasta la fotografía, pasando por montaje y banda sonora, todo desprende brillantez en esta opera prima de Dominic Savage.
Martí
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