El concepto de globalización también se puede aplicar al séptimo arte. Y no sólo por el hecho de que la acción transcurra en seis o siete escenarios diferentes del planeta al mismo tiempo, si no por la acumulación de personajes e historias paralelas que se suceden ininterrumpidamente en esta película. Es una vieja fórmula del género de catástrofes, con el “viejo” defecto de “disipar” la atención del espectador en muchas líneas narrativas, que empobrecen el “rigor” y la “descripción” de los caracteres de los personajes. Pese a ello, encontramos “sugerente” la historia y la “habilidad” de Steven Soderbergh para mantener en pie el complejo puzzle en que se convierte este “thriller epidemiológico”. De su habilidad para engarzar una situación con otra nace el interés de esta “historia de historias histéricas”, convenciéndonos de la “posibilidad real” de un derrumbe de la estructura social ante un acontecimiento imprevisto y de ámbito planetario. Es entonces cuando el término “globalización” adquiere un sentido amplio, contundente y “justificado” en la interdependencia y conexión de este presente de “banca global”, donde unos pocos “parecen jugar” con el destino de la mayoría. Por esto, es importante esta historia. Suponemos que lo mismo deben opinar actores de la talla de Gwyneth Paltrow, al aceptar un rol que apenas tiene minutos de metraje en el total, y con un destino que más parece una burla sarcástica, que un “premio” a su categoría de actriz oscarizada. No hay duda; para un actor, trabajar con Soderbergh es un premio, para nosotros, como espectadores, también suele serlo.

La idea y el planteamiento de esta historia parece un mal chiste. La humanidad va perdiendo progresivamente cada uno de los sentidos, en una especie de hecatombe vírica mundial. No es el primer trabajo que refleja una especie de miedo colectivo anunciador del fin del mundo. Sin embargo, David Mackenzie poco puede hacer con un guión que no consigue levantar nuestro interés. La historia de amor que se nos cuenta resulta un poco anodina, a pesar del marco apocalíptico en la que se desarrolla. La fórmula de “chica herida emocionalmente encuentra chico con pocos deseos de compromiso” resulta insulsa, sin muchos puntos a los que poder agarrarse. Los personajes están desdibujados, sin ningún tipo de perfil que nos ayude a conocer quiénes son, y qué conflictos personales deben afrontar. Para mayor fiasco, tenemos que ser testigos impávidos y poco sorprendidos del cercenamiento sensorial de toda la humanidad. La mezcla de todo ello confiere a la historia de un tono surrealista y absurdo que acaba por finiquitar cualquier tipo de posibilidad de identificación con lo que se nos está contando, deseando llegar a un final tan previsible y catastrofista como poco creíble y empático.

La realidad es una construcción permanente de nuestra mente; a pesar de ello, solemos movernos con bastante seguridad en nuestra vida diaria porque nuestras referencias son comunes; compartimos unos códigos que nos permiten romper nuestro aislamiento y conectarnos con los demás. Ruby Sparks nos invita a jugar con nuestra capacidad para crear fantasías que satisfagan nuestras necesidades más perentorias, aunque ello esté motivado por una disfunción social. Jonathan Dayton y Valerie Faris poseen un estilo propio en el dominio de la gramática cinematográfica; de forma sutil pero poderosa combinan el uso del montaje y los saltos temporales para sintetizar y explicar los hechos importantes de la historia; van directamente al grano. Para ello cuentan con la ayuda de Nick Urata, cuya banda sonora, clasicista y bella, se integra perfectamente con las imágenes. Destacar el trabajo contenido y preciso del actor protagonista, Paul Dano, y, en general, de todo el grupo actoral, con la presencia refrescante y compensatoria de Annette Benning, Antonio Banderas y Elliot Gould. Una mención especial para Zoe Kazán, actriz protagonista, pues no sólo está a la altura de Paul Dano, si no que es la autora del guión, cuya originalidad merece nuestro reconocimiento. En este viaje interior, se nos advierte de los peligros que suponen las estrategias escapistas de la realidad, a la que hay que atender con toda su complejidad. Para ello, tenemos que enfrentarnos al más importante de los retos: nosotros mismos, pues solo de esta forma, podremos integrarnos completamente en el río de la vida.

No podemos dejar de pensar que Woody Allen se ha quedado atrapado en el tiempo, en una especie de bucle infinito, rindiendo su admiración a una ciudad llena de los fantasmas que han inspirado sus inclinaciones artísticas. Midnight in Paris parece un calco, aunque menor, de aquella inspiradísima Manhhatan de hace más de 30 años. Tomando las viejas y románticas calles parisinas como frescos, coloca a un alter ego en busca de sí mismo, dotándolo de todos los viejos clichés y neurosis del artista neoyorkino. Por eso, a pesar de la caballera rubia y la ausencia de gafas de pasta, seguimos viendo al “viejo woody” con su verborrea habitual, eternamente insatisfecho, en búsqueda de sus ideales de creación, y persiguiendo su canon de belleza femenina. Como gran maestro de diálogos que es, consigue integrarnos en su “juego” de alternar presente y pasado, haciendo desfilar con naturalidad a personajes como Scott Fitgerald, Hemingway, Dalí, Buñuel, y hasta el mismísimo Tolousse Lautrec, sin que estos aporten demasiado al desarrollo de la historia. Son como báculos en los que se va apoyando el “despertar” del personaje principal, de su propia e insatisfecha “realidad”; adornos que quedan como desdibujados, como fantasmas de la propia imaginación del protagonista. Poco a poco, se nos va pegando la propia e íntima convicción de “tristeza” que anida en el alma de Gil. Aún cuando todavía sea capaz de despertar nuestra sonrisa, la figura de Owen Wilson lleva pegada la sombra del Peter Pan neoyorkino a sus pantalones acampanados, dejándonos un sabor extraño en la boca, y preguntándonos si este autohomenaje no será el anticipo de un epitafio de un artista agotado intelectualmente.

No siempre es necesario construir a un personaje con referencias a su pasado. Es el caso de Driver. En una escena de vértigo inicial aprendemos a conocer su fina inteligencia por su forma de escapar de la policía. Es un lobo solitario. No es un delincuente habitual. Su mutismo nos presenta a un ser aislado con alguna dificultad para relacionarse. Ryan Gosling construye desde la contención a un personaje complejo. De sus gestos y acciones se desprende un código del honor personal que nos lleva a simpatizar con él, en especial, cuando conoce a su vecina e hijo pequeño. Por un momento, duda en involucrarse en sus vidas, parece llevar mucho tiempo viviendo en soledad, pero se decide y eso lo cambia todo. Involucrarse en la vida le deparará verse arrastrado a una terrible espiral de violencia. No puede escaparse de ello. Tampoco creemos que se arrepienta en ningún momento. Estamos ante una historia muy bien construida. La sucesión de personajes concatenando los hechos se suceden a un ritmo perfecto, manteniendo en todo momento el interés y el pulso. Incluso los pequeños saltos espacio-temporales actúan como “acentos” narrativos que nos obligan a reforzar la atención. La violencia con la que actúa el protagonista está “perfectamente justificada” y resulta “así” más fácil de digerir, a pesar de la crudeza de las escenas. Al final, casi podemos ver al personaje “cabalgando” hacia el horizonte, sin saber si sobrevivirá a las heridas recibidas, pero ustedes ya saben que los héroes nunca mueren ¿verdad?.