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Polonia Polonia · Suena Wagner y tengo ganas de invadir
Críticas de Normelvis Bates
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Críticas 185
Críticas ordenadas por utilidad
8
12 de noviembre de 2010
80 de 93 usuarios han encontrado esta crítica útil
1) Tened siempre presente que no todo el mundo posee vuestras capacidades. No os dé apuro admitirlo: vuestra opinión es la que cuenta, los otros se equivocan. Si no pueden o no saben ver lo malo que es David Lynch, intentad no cebaros con ellos, tratad de ayudarles. Llevadles hacia la Luz.

2) Recordad también que vuestra clarividencia es singular. Mucha gente, por desgracia, carece de criterio. Los hay que dan notas altas para quedar bien, para dárselas de listo, para ver si mojan con alguna descarriada chati, captada por la secta de Lynch. Quejaos bien alto de esa nota de 7’5. Es injusta. Es inexplicable. Es una aberración. Abridles los ojos a gritos.

3) Hay quien ha olvidado que toda narración consta de introducción, nudo y desenlace, todo ello seguido, a poder ser, de una cristalina moraleja. Esto ha sido así desde los tiempos de la Biblia, y ese tal Lynch no es nadie para cambiarlo. Si el Génesis no tiene agujeros de guión, ¿por qué debería tenerlos “Carretera perdida”? Es vuestro deber hacer que lo recuerden. Indignaos. Espumarajos a voluntad.

4) Tened en cuenta la limitada cultura del público al que os dirigís. Un agradable apólogo, una fabulilla edificante, eso os servirá sin duda para haceros entender. El del traje nuevo del emperador, por ejemplo. Es corto, directo y fácil de comprender, y es posible que hasta ellos capten su significado. Un diálogo o una lista numerada son también buenas opciones. No muy largas, eso sí: su capacidad de concentración es limitada.

5) No os mostréis altaneros, caramba. Sed campechanos y mostraos cercanos, como si escribierais la crítica acodados en la barra de la cantina mientras os hurgáis los dientes con un palillo. Recordad que sois la voz del sensato pueblo llano. Recurrid a alguna palabra soez, eso probará qué lejos estáis de Lynch y sus perfumaditos secuaces. Mostrad desprecio por el arte moderno. Mejor aún: reíos de él. Defended con vuestros puños los bodegones de frutas. Eso es arte, coño. Tened siempre cerca una foto de Millán Astray. Que corra el Anís del Mono.

6) Cuidad el vocabulario. Adjetivos como “sobrevalorada” o “pretenciosa” nunca pasan de moda. Sustantivos como “fraude” o “estafa” siempre suenan contundentes. La palabra “gafapasta” es un gran invento, pero no deberíais quedaros ahí: gafapastez, gafapastada, gafapestoso, gafapestífero, gafapestiño, gilipasta... Las posibilidades son infinitas. Exploradlas a vuestro antojo.

7) Si alguien os habla de onirismo y fantasía o se atreve a recordaros que las reglas de los sueños son extrañas, decidle que los hombres de verdad no sueñan. Eso es de pijos y estreñidos. Y que todo sueño debe tener un significado ló-gi-co. Lo dicen los manuales.

8) Si todo ello fallara, en fin, siempre os queda el recurso de mandar a Lynch a tomar por el culo. No es muy elegante, pero es un buen índice de pasión por el cine. Además, os sentiréis libres y limpios. Y habréis descubierto para qué sirve, en el fondo, el cine de David Lynch.
Normelvis Bates
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9
21 de agosto de 2010
62 de 64 usuarios han encontrado esta crítica útil
No es algo que ocurra todos los días, pero cuando ocurre es maravilloso. Lo más normal, por desgracia, es todo lo contrario: ver de nuevo películas que hemos tenido durante años por grandes obras y encontrarlas de pronto bobas, histéricas o directamente malas. No es tan habitual, sin embargo, sentarse a ver una peli que uno recuerda buena sin más y descubrir en ella los rasgos propios de una auténtica obra maestra. Lo que se experimenta entonces es, sin exagerar, lo más parecido que conozco a la auténtica alegría infantil: se siente uno, en efecto, como aquel niño maravillado que descubría por primera vez la grandeza del cine.

Durante muchos años tomé “El tren” por una estupenda peli de acción bélica. El recuerdo que yo tenía de ella se componía, básicamente, de las fotos que lucen en su carátula: Burt Lancaster disparando rabiosamente su metralleta y brincando sobre un tren en marcha, entre tiros y explosiones y pelotones de malvados nazis dispuestos a acabar con él. Poco menos que como una versión algo más dura y malcarada de “El temible burlón”, sólo que en blanco y negro y sin los volatines de Nick Cravat.

Cuánto me alegra haberme equivocado. Bueno, en algo sí acertaba: “El tren” es una soberbia y trepidante muestra del mejor cine de acción, espectacular y emocionante en el mejor sentido de dos términos que apenas significan ya nada. Es de lo más gratificante comprobar, en esta época de ridículos chamarileros de morralla digital que venden revoluciones 3D de top manta, el desbordante poder de la energía que eran capaces de desplegar los antiguos artesanos de los efectos especiales. Como Frankenheimer sirve además el espectáculo a un ritmo sostenido y preciso y con una extraordinaria gradación de la tensión, que alcanza cotas antológicas en su último tramo, el resultado no puede ser otro que una de las mejores pelis de su género jamás rodadas.

Lo cierto es que la tarea de Frankenheimer en esta peli es digna de estudio: hay escenas tan primorosamente planificadas, movimientos de cámara tan elegantes, una atención tan sutil a los detalles que la convierten en una obra de sugerencias prácticamente inagotables. La magnífica fotografía de Jean Tournier y Walter Wottitz, el profundo estudio de unos personajes poliédricos, un guión montado sobre dualidades que es un auténtico mecanismo de relojería y el espléndido trabajo de un reparto encabezado por un Lancaster en plenitud de facultades físicas e interpretativas y un glorioso Paul Scofield completan las bondades de una peli que, por si fuera poco, se dedica a hurgar en los rincones de esa ratonera llamada heroísmo, en los extraños y acaso gratuitos motivos que conducen a tantos hombres y mujeres sin nombre, cuando los alemanes se baten ya en retirada, a dejar de lamer sus botas y apostar la vida por cuatro francos a cambio de un puñado de cuadros que nunca han visto y en los que, les han dicho, se halla la raíz misma de la gloria de su patria. O de su vanidad, que viene a ser lo mismo.
Normelvis Bates
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5
26 de enero de 2013
92 de 126 usuarios han encontrado esta crítica útil
La vida de Quentin Tarantino es, a estas alturas, un confortable y perpetuo sueño húmedo. Sus fans segregan fluidos y arrojan ropa interior a su paso como quinceñeras histéricas y perfuman el aire con incienso cada vez que suena su nombre. Los críticos pierden a la vez la memoria y el pudor (¿“el western que mayor atención jamás haya prestado –glubs- al lenguaje verbal”?) y mordisquean como tiernos chihuahuas la mano de (sic) “el más magnético de los directores vivos”. Las Locas Academias de Cine le obsequian con nominaciones sin número, a cual más pintoresca y misteriosa (¡mejor guión! ¡mejor montaje! ¡ole tus huevos!). El mundo, para Quentin, es ahora mismo la mullida alfombra de saliva que impide que sus pies rocen siquiera el suelo mientras se pasea por la balaustrada de su mansión. A sus pies, nosotros, los negros de su plantación, recolectamos algodón a la mayor gloria de nuestro amo, ese arrogante y consentido coronel sureño que monta en cólera con quien osa contrariarlo.

Sobre “Django desencadenado”, a fin de cuentas, no hay mucho que decir. Tarantino, como el Capitán Pescanova, ha descubierto qué croquetas le gustan a su publico y ha decidido fabricarlas en serie, de modo que ésta tiene el mismo insípido sabor, la misma textura grumosa, el mismo estomagante regusto a refrito que “Malditos bastardos”. Otro ladrillazo de casi tres horas, con dos o tres escenas a la altura del talento de su director y minutos y minutos y minutos de taladrantes y soporíferas monsergas y chorradas varias que sirven de excusa para la escabechina final con explosiones y escaleras de por medio de costumbre. ¿Buena factura técnica? Impecable. ¿La puesta en escena? Cuidadísima. ¿Interpretaciones? Notables e incluso excelentes. ¿Guiños, homenajes y cameos? Para dar y tomar. Y se acabó. Por crujiente y atractivo que sea el rebozado, la croqueta, por desgracia, no da para más.

Tiene gracia, eso sí, que quienes califican este peñazo de cumbre del cine de entrenimiento pongan de vuelta y media a cierto cine de autor, por considerarlo lento o pretencioso, cuando lo que esta ostentosa ópera pop acerca de la esclavitud acaba logrando es que “Stalker” o “Inland Empire” parezcan poco menos que canciones de los Ramones. Tiene también su guasa que se la presente como la reinvención definitiva del spaghetti-western, un género que siempre operó en sentido inverso al empleado por Tarantino en la última década, haciendo de la necesidad virtud y optimizando, en la medida de lo posible, los pobres medios de que disponía. Y en cuanto a ese humor que supuestamente destila, no está de más recordar que éste no es, ni mucho menos, ni el primer ni el mejor western paródico –con negro protagonista incluido- que se ha hecho. Si esa chirigota de las máscaras les ha parecido a algunos el Everest del humor, no quiero ni imaginarme qué dirían de la escena de las pedorretas de “Sillas de montar calientes”. Venga, que la copie Tarantino y salgamos ya de dudas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Normelvis Bates
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9
20 de enero de 2013
63 de 72 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando Barton Fink salió una noche de entre bastidores, después de un desasosegante estreno, se encontró en el escenario, enfundado en un esmoquin y convertido en un monstruoso autor de éxito. “Pero, ¿qué me ha sucedido?”, pensó. No era ningún sueño. “¡El autor, el autor!”, había gritado extasiado el público, que ahora, a sus pies, también en esmoquin y traje de noche, pataleaba y aplaudía, rendido a su condición de nueva y poderosa voz del teatro americano.

Barton, sin embargo, era un artista insobornable, inmune a los halagos y consagrado en cuerpo y alma al arte. Escribir para el pueblo, ésa era su misión. El éxito no se lo otorgarían los elogios de ningún pedante y anticuado criticuelo; el éxito había que buscarlo en el latido unánime del hombre de la calle. Con esa única idea en mente aceptó el sacrificio de escribir un guión en Hollywood y se instaló entre las cuatro paredes de una habitación en el hotel Earle de Los Angeles.

Presidiendo la habitación, no lejos de la mesa sobre la cual había dejado su máquina de escribir Underwood, colgaba una hermosa y sugerente imagen, en la cual una joven en bañador, sentada en la playa de espaldas al espectador, observaba fijamente el horizonte, usando su mano derecha a modo de visera.

A través de paredes y techos, desde detrás de puertas cerradas, Barton podía escuchar al hombre del pueblo. Le oía llorar y gemir, suspirar, vomitar y gritar. Cuando abría la puerta, sin embargo, y hablaba con él, dejaba de escucharlo por completo. Por alguna extraña razón, Barton Fink, en presencia del hombre corriente, no hacía sino hablar y hablar de las inquietudes y problemas de su interlocutor, y sus oídos, entonces, sólo eran capaces de escuchar su propia voz. El hombre del pueblo era, para Barton, un sonido ahogado por las cuatro paredes de su cuarto. En una de sus paredes, la chica, sentada de espaldas a él, seguía buscando algo en el horizonte.

En busca de la inspiración, Barton, entre sus cuatro paredes, se sentaba ante su Underwood, atrapado en un callejón entre los gritos de los vendedores de pescado y la imponente silueta de un luchador en mallas. Su habitación era su reino, y nadie, ni siquiera las musas, podía entrar en él. Barton, perdida toda esperanza de ser la voz de la calle, se encontraba al borde de la rendición.

Por suerte, ahí estaba el hombre corriente para arrancar a las musas de donde estaban y cruzar con ellas la puerta de Fink. Los dedos de Barton volaron como llamas sobre las teclas. La voz del hombre del pueblo le llegaba alta y clara por encima del fuego. Un mosquito muerto yacía sobre las sábanas sangrientas. Rotas las puertas y hundidos los techos, Barton Fink dejó, al fin, de ser un turista con una máquina de escribir. Aquel sería su infierno. Allí viviría desde entonces.

De la imagen de la pared emergió un ruido sordo. Era el mar. Barton se acercó a la pared y sintió el calor del sol, la arena ardiente bajo sus pies. Se sentó en la playa. La chica se dio la vuelta.

Sí, era ella.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Normelvis Bates
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7
2 de julio de 2011
56 de 58 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay un par de motivos por los que está sonando “Just like a woman” mientras empiezo a escribir estas líneas acerca de un lugar que existe y existió aunque nunca llegara a salir en los mapas, no al menos con ese nombre. Está y estuvo en el Upper West Side de Manhattan, en la intersección entre la calle 72 y Broadway y a sólo un par de manzanas del lugar en el que fue asesinado John Lennon, y fue y sigue siendo una pequeña plaza llamada Sherman Square. En los años 60 y 70, sin embargo, en pleno auge del consumo de heroína, aquel lugar se convirtió en el refugio habitual de yonquis y camellos y pasó a ser conocido como Needle Park, el Parque de la Aguja.

El primero de los motivos es que en “Pánico en Needle Park” no suena una sola nota de música. A diferencia de muchas otras pelis acerca del mundo de la droga, se apuesta por un discurso átono, lacónico e hiperrealista, cercano al del documental y muy alejado, por poner un par de ejemplos recientes, del desparpajo visual de “Trainspotting” o del machacón y narcisista sermoneo de “Réquiem por un sueño”, que hurga sin exhibicionismos ni moralina en las sórdidas rutinas de Bobby y Helen, dos seres débiles y desnortados que se necesitan el uno al otro casi tanto como a la droga. Sin ser una gran película, “Pánico en Needle Park” retrata al menos, de modo veraz y humano, las flaquezas y las patéticas quimeras de una pareja que corre hacia ninguna parte y debe fingirse un destino nuevo cada día si quiere sobrevivir.

No parece descabellado, como dicen, que Coppola convenciera a los productores de “El Padrino” de que Al Pacino debía ser Michael Corleone gracias al visionado de esta peli. Su excelente composición del raterillo y camello de tres al cuarto Bobby está a la altura de su, a ratos, desmedida leyenda como actor. Quien está realmente soberbia, en todo caso, es Kitty Winn, una actriz que, a diferencia de Pacino, se desinteresó pronto por el cine y llegó a rechazar papeles como el de Connie Corleone o el de teniente Ripley, y que ganó la Palma de Oro de Cannes gracias a su conmovedora Helen, un ser frágil y desorientado que, como dice la canción de Bob Dylan, lo hace todo como una mujer hasta que echa a llorar como una niña.

Y eso me lleva al segundo de los motivos. Esta peli sigue siendo, junto con la posterior y más que notable “El espantapájaros”, lo mejor de la más bien mediocre filmografía del fotógrafo y cineasta Jerry Schartzberg, un tipo que más que por su carrera como director será siempre recordado por el ser el autor de la foto que ocupa la portada del maravilloso “Blonde on blonde”, el disco que contiene “Just like a woman”, dedicada, como “Like a rolling stone”, a la actriz y modelo Edie Sedgwick, que murió de sobredosis, con 28 años, unos pocos meses después del estreno de esta peli. Una foto pálida y desenfocada y tomada en 1966 en el barrio de Chelsea, cinco años antes y unas treinta calles más abajo del pánico que ahoga a Bobby y a Helen en el Parque de la Aguja.
Normelvis Bates
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