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España España · Valencia
Críticas de Carorpar
Críticas 1.111
Críticas ordenadas por utilidad
8
23 de julio de 2018
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Junto a su inconfundible denominación, una impronta de raíz existencialista y una posterior deriva propia —el “polar” de los sesenta y setenta—, el “noir” francés le aportó al subgénero algunas de sus cimas, entre las que se cuenta, qué duda cabe, esta “Du rififi chez les hommes”, aquí acortado a “Rififí”.
En torno a un asunto que, de tan habitual, ha acabado por volverse tópico, como lo es el robo de una joyería, Jules Dassin construye, sin embargo, una obra de orfebrería cinematográfica, dotada además de la precisión de un reloj suizo.
La media hora que dura la secuencia del butrón y el descerrajamiento de la caja fuerte constituye un tesoro más valioso que los doscientos millones de francos levantados por sus protagonistas, definitivamente digna de estudio en profundidad en cualquier escuela de cine que se precie. Porque la ausencia de diálogos supone un retorno a la edénica puridad de los orígenes, antes de que el sonido —muchas veces mero, molesto ruido— contaminase lo que hasta entonces había sido la quintaesencia de la imagen. No sólo este célebre pasaje contiene un homenaje al formato original y genuino en que el séptimo arte fuera concebido, sino que ya en la preparación del robo, asimismo silente, encontramos un aviso de la maravilla en ciernes.
En alguna reseña anterior recuerdo haber destacado el encanto del viejo París previo a la “turistificación”. El que sirve de escenario a la trama de “Du rififi...” es un ejemplo palmario de ello. La decadencia que transmite, rayana en la ruina, exuda una hermosura derrotada que hubiera hecho las delicias de un Lautréamont. Sólo un lugar así puede dar a luz —es un decir, habida cuenta de la negrura que preside la historia— a tipos de la ralea de los que recorren sus calles de húmedo pavés. En ningún otro universo de los infinitos aceptados existiría nadie tan insólito como ese Tony Le Stephanois encarnado por el igualmente inaudito Jean Servais, el gángster tísico que compone es un hallazgo y un bofetón al arquetipo. También resulta desusada la banda de éste, y todavía más la de su némesis Louis Grutter, con ese matón adicto al caballo, o a la morfina, cuya sórdida humanidad hubiera costado ver en una cinta americana.
Carorpar
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6
18 de junio de 2017
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Estupendo agregado de subgéneros deliciosamente bastardos en sí mismos, como lo son el cine negro, la ciencia-ficción y la comedia indie. Por si fuera poco, viene todo retro-primorosamente envuelto con el embriagador sonido de unos sintetizadores que remiten sin ningún pudor —ni falta que hace— a los proverbiales teclados de Vangelis. Como la similitudes con “Blade Runner” (ídem, 1982) no acaban ahí, extraña la cortedad de miras de ciertos críticos a sueldo, pues de entre los pocos que se han molestado en obsequiar a “Synchronicity” con su ensañamiento o —en el mejor de los casos—indiferencia, aún menos son los que parecen haber recalado en ello. Suerte que existe Filmaffinity: el parentesco no se nos ha escapado a uno solo de sus usuarios.
En efecto, la megalópolis en que se ubica la acción y el futuro analógico durante el que se desarrolla, tan alejado de las pantallas ubicuas en que ya hemos acabado por desembocar; así como la nocturnidad sempiterna, los interiores turbiamente iluminados y la enigmática —¡y fumadora!— mujer fatal trasplantados desde el “noir” constituyen todos motivos estéticos que entroncan de manera directa e indiscutible con el ciberpunk, una de cuyas máximas realizaciones fuera la mencionada cinta de Ridley Scott.
Como película de viajes en el tiempo, “Synchronicity” logra eludir el riesgo de quedar atrapada por la —aquí simplificada— “paradoja del abuelo” que suele acompañar a este tipo de historias, y lo hace recurriendo a la opción de los infinitos universos posibles, siempre socorrida y siempre sugestiva. Además, el bucle en que se ve inmerso el protagonista conlleva situaciones indeseadas que, quizá precisamente por eso, no acostumbran a contemplarse. A tal respecto, resulta especialmente ilustrativa la escena en que éste sufre un ataque de celos al ver a su yo del pasado tener relaciones sexuales con su novia.
En cuanto a los aspectos propios de la comedia romántica —o, si se quiere, melodrama— de aires indies, quizá se trate del elemento más discutible de una película, insisto, francamente correcta. No ayuda a su encaje armonioso el hecho de que haya en el botiquín de mi casa más química que entre la pareja de —supuestos— enamorados. Aporta, sin embargo, algo de frescura a la viciada atmósfera que un muy apañado diseño de producción consigue transmitir. Y Brianne Davies, que se parece a la versión de serie B de una Jennifer Lawrence con resaca, encarna su personaje manteniendo una encomiable equidistancia con la media docena de estereotipos facilones en que hubiera podido incurrir hasta el corvejón.
Carorpar
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10
27 de noviembre de 2016
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
El maestro Billy Wilder afila el escalpelo como nunca para diseccionar los entresijos más sórdidos de la —pretendida— “fábrica de sueños”. Y lo hace poniendo la lupa sobre la disfuncional relación —diríase parasitaria— que se establece entre Norma Desmond, trasunto de tantas divas del cine mudo a quienes la irrupción del sonoro se llevó por delante, y Joe Gillis, mediocre guionista capaz de las peores bajezas con tal de mantenerse a flote.
Se trata de un romance y de unos protagonistas tan impropios de lo que acostumbra a tenerse por “Hollywood clásico” que sólo pueden entenderse en el contexto de una voluntad consciente y decididamente transgresora. En efecto, Billy Wilder se atreve a subvertir buena parte de las reglas no escritas de ese cine que por entonces alcanzaba la madurez de la mano de inmigrados europeos —huidos del sinsentido nazi en su mayoría— como el propio Wilder. También la estructura narrativa supone un desafío a todas las convenciones: el largo “flashback” —concretamente, de unos seis meses— y la omnipresente voz en off son elementos típicamente “noir”, los cuales, en principio, difícilmente se considerarían de aplicación al melodrama, subgénero en el que encuadrar, no sin cierto esfuerzo categorizador, esta película. Que el dueño de dicha voz esté muerto desde la primera escena riza el rizo hasta lo gongorino. Hace falta valor. Y talento. Claro que, ambos le sobran a Wilder.
“Sunset Blvd.” constituye una especie de reverso tenebroso de la icónica “Singin´ in the Rain” (Cantando bajo la lluvia, 1952), que dos años después y en lujurioso technicolor dedicaría una mirada infinitamente más amable a la tragedia que para buena parte del primigenio “star-system” supuso el advenimiento de las “talkies”. A este respecto resulta impagable el brevísimo plano, apenas un instante, en que un micrófono golpea a la olvidada estrella Norma Desmond, metáfora tan simple como poderosa. O su semanal partida de bridge con las “estatuas de cera” H. B. Warner, Anna Q. Nilsson y todo un Buster Keaton interpretándose a sí mismos. Lo mismo que el personaje encarnado por el admirado director de cine mudo Erich Von Stroheim, ese mayordomo Max Von Mayerling cuya historia personal ejemplifica a la perfección el forzoso cambio de guardia en el estrellato cinematográfico y la implacable mirada de un Billy Wilder que no hace prisioneros ni entre sus compañeros de profesión. Vemos también a Cecil B. DeMille, uno de los pocos supervivientes de la devastadora transición del mudo al sonoro, dirigiendo “Samson and Delilah” (Sansón y Dalila, 1949), su enésima —y penúltima— aportación al delirio “Kolossal”. En fin, salpican la película tantísimas referencias al viejo Hollywood que haría falta un artículo entero solamente para desgranarlas.
A William Holden le sienta como un traje a medida el rol de cínico vividor, en el que se desenvuelve con tanta soltura que extraña se hubiese pensado en el intenso Montgomery Clift para ponerse en la despreciable piel de Joe Gillis. La luminosa Nancy Olson como la revisora de guiones Betty Schaeffer es el único personaje medianamente positivo de la historia —junto, quizá, al del mayordomo Max, un pobre hombre cuyo único pecado fue el de enamorarse—. Y por encima de todos, y de todo, brilla una Gloria Swanson maravillosamente inquietante en un rol con el que comparte no pocos elementos biográficos, hasta tal punto que en numerosas ocasiones cuesta discernir persona y personaje.
Por último, una breve mención a la versión española del título original. A la decadencia que transmite el nombre de la calle de Los Ángeles donde se ubicaban las fastuosas mansiones de las estrellas del cine mudo, suma “El crepúsculo de los dioses” una impronta wagneriana, o nietzscheana —ambas, probablemente—, muy ajustadas a la joya trágica que nos disponemos a presenciar. Conque, por una vez, viva la traducción libre.
Carorpar
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6
2 de septiembre de 2013
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Curiosa película de acción bélica procedente de un cine, el sueco, cuya fama no estriba precisamente en la producción de obras de este pelaje.
Una premisa interesante- el rescate de dos soldados perdidos al otro lado de la frondosa frontera con Noruega, ocupada por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial-, deviene un relato algo convencional, pero no menos trepidante, de superviviencia tras las líneas enemigas.
Los personajes manifiestan una complejidad psicológica impropia de este tipo de cintas, y, si bien es cierto que topamos con el habitual psicópata nazi, ni los buenos lo son tanto ni la "Wehrmacht" el monolito robótico al que nos tienen acostumbrados. Eso sí, los soldados suecos ostentan una puntería tal, que se echa en falta un palmarés más laureado en la disciplina de tiro olímpico. Los alemanes también hacen blanco con inopinado acierto, cosa, por inhabitual, muy de agradecer.
Lo mejor de "Gränsen", indudablemente, es la fotografía. A ello contribuyen, y no poco, los espectaculares y nevados paisajes boscosos de la frontera entre Suecia y Noruega. Este cura tuvo la suerte de recorrerlos en trineo tirado por perros allá por el 2004. Dicha la batallita, nomás añadir que, en efecto, determinados pasajes de "Más allá de la frontera" me han resultado tan deliciosamente evocadores que temo pecar de subjetivo a la hora de evaluarla.
Carorpar
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10
31 de mayo de 2013
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sean Aloysius O´Fearna y su alter ego Marion Michael Morrison alcanzan el cenit de sus carreras en esta obra máxima, polémica e icónica, legendaria. A los no iniciados en los bellos misterios del Fordismo les aclararé que los dos largos nombres citados corresponden a los gigantes John Ford y John Wayne, respectivamente.
Según Wayne, hombre de sólidas convicciones y pocas palabras, "The Searchers" es la mejor película de John Ford. Yo no me atrevo a ser tan categórico, entre otras cosas porque no mido 1´90 ni constituyo el arquetipo eterno del "cowboy". Mi osadía crítica sólo alcanza a aventurar que comparte el más alto escalón cualitativo de la producción fordiana con "La Diligencia" y "El hombre que mató a Liberty Valance".
A diferencia de aquéllas- brillantísimos ejercicios de estilo desarrollados en espacios cerrados, opresivos westerns, digamos, "indoor"-, en "Centauros del desierto" los abrumadores paisajes americanos cobran una relevancia sin precedentes. John Ford hace un sentido homenaje a Monument Valley y sus rojos colosos de arenisca. Tierra de promisión tan implacable como sus habitantes ancestrales, la maravillosa fotografía de Winton C. Hoch nos permite respirar el viento abrasado que la recorre y mascar el polvo que la alfombra, ese polvo que en buena medida conforman los huesos entremezclados de indios y colonos.
Ford es un narrador excepcional, un maestro en el difícil arte de la elipsis, capaz de sugerir ingentes dosis de información sin explicitarlas, y un enemigo jurado de los subrayados innecesarios. En sus rudas palabras de irlandés pendenciero: "me gusta que una historia sea simple y clara". Así, en ningún momento se nos dice dónde ha pasado Ethan Edwards, el oscuro personaje interpretado por John Wayne, los tres años que median entre el final de la Guerra de Secesión y su antológica irrupción en la granja de su hermano. Y, sin embargo, lo sabemos: matando indios. O el breve plano de su cuñada acariciando reminiscente su gris capote de "Johnny Reb", que resulta más elocuente que muchas aparatosas escenas de amor arrebatado.
Ambos ejemplos los encontramos al comienzo de la cinta, lo cual no es caprichoso. Y es que "Centauros del desierto" contiene probablemente el más vigoroso arranque de la Historia del Cine. Esa puerta que se abre al desierto y nos da la bienvenida, no ya a una película, sino a un género todo. Una puerta similar se cerrará dos horas después, mientras vemos al gran Duke alejarse con esos andares suyos inimitables hacia el desierto del que llegó. El resto del metraje no logra, por muy poco, mantener la tensión lírica de esa primera media hora de ensueño. Pero porque hubiera resultado imposible ¡Incluso para el propio Ford! El mérito estriba, de hecho, en que, una vez alcanzada la perfección- creo no exagerar cuando utilizo dicho término-, la película continua rayando a una altura inusitada, en tránsito por una prolongada meseta hasta llegar a un nuevo pico climático que coincide con su desenlace.
La de Ford es, además, una mirada profundamente homérica. Resuenan ecos de la "Odisea" casi en cada fotograma de "Centauros del desierto", desde el vagar del Ulises moderno que al alimón componen Ethan Edwards y Martin Pawley, hasta la espera de la Penélope-Laurie Jorgensen encarnada por Vera Miles. Las propias guerras indias, prolongadas en el tiempo durante décadas, tienen muchas y muy preocupantes semejanzas con la Guerra de Troya descrita por el "aedo" ciego.
Sin más, damas y caballeros, no queda sino recomendarles que saquen el reclinatorio. A fin de cuentas, el propio Orson Welles, envanecido ególatra por antonomasia, inquirido acerca de, en su nada humilde opinión, los tres más grandes directores de cine de todos los tiempos, no dudó en afirmar: "John Ford, John Ford, y John Ford". Amén.
Carorpar
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