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Críticas de Alvaro Sanjurjo Toucon
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Críticas 16
Críticas ordenadas por utilidad
6
4 de julio de 2018
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La profesora / La maestra (Ucitelka). República Checa / Eslovaquia 2016. Dir.: Jan Hrebejk. Con: Zuzana Mauréry, Zuzana Konecná, Csongor Kasai.
Durante el período comunista, el cine checoslovaco se las ingenió, a través de dramas y comedias, para denunciar a aquella dictadura. Algunas de las comedias tomaron historias donde niños en edad escolar, conjuntamente con mayores, constituían el elemento vertebrador. Ello se hallaba en las encantadoras “Mi dulce pueblito” (Jiri Menzel, 1985) y “Escuela primaria” (Jan Sverak, 1991) ya en un período de transición.
Retornar hoy con una alegoría, volcándose con un dejo de humor negro sobre la Checoslovaquia comunista de los años ‘80, puede parecer extemporáneo para quienes conocieran directamente aquel cine en su tiempo, y no deja de ser una válida ilustración para generaciones más jóvenes. Aguda mirada sobre el pasado (¿y el presente?), condensado en esa maestra –miembro del Partido Comunista- que todo lo puede; una época dura, injusta y brutal, caricaturalmente revisitada.
Aunque reiterativa en sus mecanismos internos (chantajes constantes e idénticos), “La maestra” se sostiene espléndidamente por eficaz elenco en el que Zuzana Mauréry –la maestra- tiene la principal responsabilidad y cumple espléndidamente.
A través de la coproducción, la vieja Checoslovaquia revive. Acaso el film diga algo más que desde aquí, y por ahora, no se percibe.
Su madurez y su factura cinematográfica, resaltan en una cartelera donde el horror campea en todas sus formas.
Por Alvaro Sanjurjo Toucon, en semanario "crónicas", montevideo, uruguay
Alvaro Sanjurjo Toucon
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4
4 de julio de 2018
4 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
El último traje (El último traje). Argentina / España 2017. Dir. y guión: Pablo Stolarz. Con: Miguel Angel Solá, Angela Molina, Martin Piroyanski, Natalia Verbeke, Julia Beerhold.

“Todo el cine es político”. La frase la han pronunciado cineistas y diversos cientistas sociales. Ello no significa que todo film contenga un mensaje político. Significa que todo film, en tanto producto artístico y/o industrial, responde a la realidad política del medio que lo produce. Lo político no es cuanto aborde o deje de abordar su tema –incluso su formulación visual- sino cuanto, de un modo u otro, refleja la estructura socio-politica de la que proviene.
De los muchos genocidios que conociera la humanidad, quizás ninguno alcanzó la saña, perversidad y descomunales monstruosidades que las perpetradas por el nazismo germano. Si dolorosa y terrible fue la muerte de los perseguidos a causa su raza (concepto inexistente en la especie humana), el color de su piel (que la naturaleza adaptó de acuerdo a su hábitat), creencias religiosas u ideología, no menos terrible fue el drama de los sobrevivientes de “ghettos” y campos de concentración pergeñados por los eficientes ciudadanos del Tercer Reich.
Lo concreto es que se creó un cine de “judíos perseguidos”. Algo explicable, en primer lugar, por la legítima necesidad de perpetuar la memoria de la masacre; en segundo lugar, porque de todos los conglomerados humanos perseguidos por el Moloch hitleriano, los judíos fueron los más numerosos; y tercero, los judíos han ocupado y ocupan lugares clave en la industria cinematográfica mundial. En consecuencia, se impuso al cinéfilo la necesidad de una objetividad que permitiera separar el film creativo, inteligente, de una producción estereotipada, a la cual era “políticamente incorrecto” rechazar.
La búsqueda de lo diferente está en el inicio de “El último traje”. Historia de un judío afincado en la Argentina, nacido en Polonia, sobreviviente de un campo de exterminio. Hombre casi nonagenario, quien se ve arrojado de su propia casa vendida por sus hijas, las que desean internarlo en un geriátríco. Un tenue halo humorístico recorre este (¿auto?)retrato de una familia judía argentina. Incluso dejando entrever sombras en lo familiar y comercial del pasado porteño del anciano, acaso extensible a una modalidad en los negocios. Los judíos rioplatenses han sido ácidos caricaturistas de sí mismos en el cine de la vecina orilla; los personajes del uruguayo Daniel Hendler lo confirman.
Esa dislocación familiar y la desesperación del anciano, se volatilizan en cuanto el drama que encierran es desplazado por el ágil, divertido y escasamente creíble periplo iniciado por ese anciano cuya meta es entregar, en Varsovia, un traje a un amigo polaco, del que nada sabe desde que finalizara la guerra, hace más de setenta años. La composición que hace Solá del viejo judío es sobria, conmovedora, extrayendo con gestos y miradas sus esperanzas y la ausencia de estas. Es ese trabajo actoral el que logra hacer creíble, momentáneamente, su entorno repleto de seres bondadosos, dispuestos a ayudar a grados impensables al físicamente desagradable y desagradecido anciano que se atraviesa en su camino. El realizador guionista Stolarz –que sobria y patéticamente, con pocas escenas (precisos y bien ubicados “flashbacks”), recrea el demencial “ghetto” de Varsovia- parece querer decir que si hubo tanta gente mala hoy tenemos tanta gente buena. Una especie de péndulo compensatorio de las opciones humanas.
El film sabe acompasarse al pragmatismo imperante. Esa multitud de seres prestos a compadecerse y auxiliar al anciano, incluye bella y joven alemana (no judía pero estudiosa del tema), verdadero angel -Angela, mas bien-, quien será la encargada de asegurar al anciano que en la Alemania actual no hay nazis, y que su generación se avergüenza de lo ocurrido en la guerra (responsabilidad quizás de sus abuelos). Habilitándose un fraternal abrazo: símbolo de reconciliación entre las víctimas de ayer con los nietos de sus verdugos. Ese abrazo, hilando fino, refleja una realidad concretada en el mundo real. Hasta mediados de 2017 –y quizás después en forma secreta- el consorcio alemán Thyssen Krupp proveyó de submarinos atómicos al gobierno de Israel. Las familias Thyssen y Krupp apoyaron y financiaron al nazismo y continuaron próximas a los círculos del poder. Del mismo modo que el consorcio IG Farben, proveedor del Gas Zyklon, logró la continuidad de sus industrias independizándolas, funcionando hasta el día de hoy, con sus reconocidas marcas de fábrica.
El desbarranque del film es progresivo e irreversible desde varias perspectivas, arribando –dentro de lo posible para la temática- a un “happy end” digno del Hollywood más convencional.
Ocurre que “El último traje” es cine convencional. Una coproducción hispano argentina cuyo guión y reparto parecen haberse confeccionado a la medida para cumplir cuanto requieren los programas de apoyo económico al cine por parte de instituciones de ambos lados del Atlántico. También es, justo es decirlo, un film profesionalmente impecable, atrapante, con un guión cuyos brillos superficiales encandilan lo suficiente para no ver, en primera instancia, el dominio de lo epidérmico, que ha destrozado una temática que irrumpe al inicio y luego es banalizada.
El film se permite también un chiste de orden interno. En determinado momento, alguien alude a un personaje apellidado Besuievsky. De inmediato le responden que es bastante insoportable o cosa por el estilo. La uruguaya Mariela Besuievsky, hace largos años afincada en Madrid, es la productora de “El último traje”.
“Paren el mundo, que me quiero bajar”. (Mafalda)
Alvaro Sanjurjo Toucon
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8
4 de julio de 2018
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
por Alvaro Sanjurjo Toucon

Subte-Polska (Argentina 2015). Dir. y guión: Alejandro Magnone. Con: Héctor Bidonde, Manuel Callau, Lidia Catalano, Alan Daixz, Analía Malvido, Miguel Angel Solá, Marcelo Xicarte, José A. Martínez Suárez.

Un film duro y a la vez tierno en torno a la vejez. Iniciado a modo de retrato de un anciano residente en Buenos Aires y varios coetáneos; rebosante de comportamientos seguramente reconocibles para un público de adultos mayores, quienes aplican una lógica que si bien no es la de generaciones jóvenes, a partir de los referidos planteos se torna bastante más comprensible para estos.
Guión y dirección (de Alejandro Magnone) saben ser sentimentales sin desbarrancarse. Equilibrando lo dramático con la comedia, a lo que contribuye, y no poco, el trabajo actoral, especialmente los viejos (Bidonde, Solá, etc.) y el kioskero del subte (Callau).

El film está armado como las matrioskas, las muñecas rusas que en su interior contienen otra más pequeña y asi sucesivamente. Mecanismo puesto en juego aproximadamente a partir de la primera media hora, cuando parece haberse agotado la anécdota.

Los flashbacks son colocados en los instantes precisos y su condición casi onírica no les quita realidad sino que encajan precisamente como parte de difuminados pero firmes recuerdos. En ciertos momentos el protagonista posee puntos de contacto con el anciano Profesor protagonista de "Cuando huye el día", de Bergman (también conocida como "Las fresas salvajes"), al repasar y repensar su existencia. Aquel se correspondía con la rígida mirada protestante del maestro sueco, este responde a una idiosincrasia muy rioplatense, donde se fusionan los inmigrantes “recientes” con los que ya llevan varias generaciones en la Argentina.

Acertadísimo el haber hecho del protagonista un hombre “auto enterrado” en vida, trabajando por décadas en el subte. Este es un modo de eludir el mundo vivo, contraimagen de la familia exterminada en su Polonia natal, y a su vez una acatitud autopunitiva por haber sobrevivido. La afición de este hombre por el ajedrez, probablemente responda a la entrega a un “trabajo” mental absorbente, recurso para evadir los inquietantes “fantasmas”: la familia, la noviecita dejada en Polonia, la apasionada miliciana con la que compartiaera ideología, amor, fusil y trinchera en la Guerra Civil Española.

Son sin embargo los casi constantes ramalazos de tragicocomedia (muy a la italiana), los que permiten a la realización coquetear con una bienvenida y muy tenue dosis de sublimada cursilería tanguera, con reciedumbre propia de la voz de Gardel.


EL COSTADO POLÍTICO.-

Alguien afirmó, y no sin razón, que todo el cine era político. Y “Subte Polska” lo es.

La novia española fue socialista y luego adherente al comunismo, al igual que el protagonista polaco. Stalin ordenó el retiro de las Brigadas Internacionales de España, en tanto las potencias europeas nada hacían para detener el totalitarismo de Franco, al que veían como freno al comunismo.

Hitler (el nazismo) y Stalin (el comunismo) acordaron dividirse Polonia y este último toleró la invasión nazi hasta el punto de que las familias judías´fueran trasladadas a los campos de exterminio.


El amigo "fascista" señala, al pasar, el hecho de que parte de los soldados italianos que apoyaran a Franco, eran reclutados en los pueblos y aldeas y carecían de toda formación política a no ser el adoctrinamiento fascista.

GUIÑOS.-

La película carece casi por completo de exteriores porteños, sin embargo el Bunos Aires de las luces del centro está presente en algunas breves imágenes y en el mural con sabor a dos por cuatro de una estación de Subte y del que es autor el genial artista plástico “Menchi” Sábat (uruguayo, de familia con remotísima ascendencia judía, según anotaba su padre, el Prof. Juan Carlos Sábat Pebet).

El ajedrecista que se presenta a si mismo como “José, de Villa Cañás, en Santa Fé”, efectivamente así se llama y nació en ese lugar. Sus apellidos: Martínez Suárez.




DESEANDO EQUIVOCARNOS

Un film muy inteligente en un tiempo en que los grandes públicos confunden a las salas cinematográficas con un McDonald y a los films con “la cajita felíz.”

Un film muy bien narrado en un tiempo en que mucha crítica “snob” no admite películas sin ripios verbales y visuales, ni historias que se comprendan.
Alvaro Sanjurjo Toucon
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10
4 de julio de 2018
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Por A. Sanjurjo Toucon, en semanario "crónicas", montevideo, urugua

La rueda de la maravilla (Wonder Wheel). EE.UU. 2017. Dir. y guión: Woody Allen. Con: Jim Belushi, Juno Temple, Justin Timberlake, Kate Winslet.
Con más de ochenta años y una prolífica filmografía con numerosos títulos magistrales, Woody Allen puede permitirse hacer el cine de su preferencia, aunque se filtren algunos yerros. Y ello es lo que ocurre en “La rueda de la maravilla”, título que a su vez se inscribe en una corriente donde el cine norteamericano de hoy busca reflejarse tal como era en los años ’50, a la vez que dirige una mirada a veces crítica, a veces nostálgica, u ambas cosas a los triunfalistas EE.UU. de los primeros años 50, como acontece aquí y en su coetánea “Suburbicon” (también estreno de estos días, comentada en la pasada edición).
El escenario no es la habitual Manhattan, ni ninguna de las refulgentes ciudades europeas en que el diminuto genio albergara algunas de sus creaciones de etapas más o menos recientes. Se trata de Coney Island, la popular playa y parque de diversiones, próximos a Brooklyn –donde naciera Allen y viviera sus primeros años- cuyo declive se iniciara poco antes de la década del ’50 en que transcurre el relato.
Un rústico y grosero individuo que regentea algunas de las atracciones del lugar, habita allí junto a su esposa (camarera de un bar cercano) y un adolescente piromaníaco y filmófago, hijo de esta. A la vivienda (reciclaje de una pequeña sala teatral), arriba, buscando refugio, una hija del hombre, perseguida por los secuaces del gangster con el que está casada.
De la gran panorámica con que se abre el film, se salta a los ámbitos cerrados (con Coney Island como frecuente fondo visual y sonoro) donde estalla un entramado de adulterios y traiciones protagonizados por estos personajes con que juguetea dramáticamente Allen, y a su vez rinde tributo a uno de los títulos mayores de Tennessee Williams: “Un tranvía llamado deseo” (1947), sin relegar varias de las constantes de personajes que le son propios.
Allen hace cine remitiéndose al teatro. Una presencia de las tablas independiente de los constantes parlamentos en ámbitos cerrados, recreados con la dinámica visual proporcionada por montaje, ángulos y movimientos de cámara, respondiendo a significación y contenido; su magnífica teatralidad es sustentada por otro artista genial, con presencia específicamente cinematográfica: el director de fotografía Vittorio Storaro, con sus iluminaciones expresionistas.
El recurso del narrador de cuanto acontece -de remota existencia-, ya sea éste partícipe de la historia u ajeno a ella, ha sido abordado por Allen con particular éxito; incluso asumiendo ese sitial en otras ocasiones. Quien lo desempeña ahora es un personaje amoral, salvavidas playero, voz y conciencia de sí mismo, en el que Raskolnikov y Pepe Grillo se combinan.
El estrellato en las tablas y la pantalla, opción aquí presente, y fuerte componente del “american dream” de la cultura de la victoria -afianzada por la Segunda Guerra Mundial-, dotan de nítido perfil a la época del relato, a la vez que constituye una recreación lateral de la vida de Woody. En tiempos de su relación con Mia Farrow, Allen señalará a ésta que aquellos que para él eran inalcanzables dioses y diosas de la pantalla, para ella se trataba simplemente de los amigos de papá (John Farrow) y mamá (Maureen O’Sullivan). En “La rueda de la maravilla”, el teatro y el cine son metas ansiadas y abandonadas por varios personajes, a cambio de existencias rutinarias y grises, resguardadas por la imaginación de lo que no fue.
Intérpretes extraordinarios, en especial Belushi y Winslet, relucen con las instancias dramáticas: las dominantes. Allen suele ofrecer guiones donde los “tempos” y los parlamentos se corresponden milimétricamente con cuando exige el relato. Deja al espectador con la sensación de querer “más de eso”. En este opus nostálgico del pasado “esplendor” de Coney Island, abundan las instancias dramáticamente superfluas, ralentizándolo todo, aunque plenamente logradas si las contemplamos independientemente. Al guión le falta una reelaboración que imprima el característico rigor “woodyalleniano”.
Film sumamente disfrutable, posee una banda sonora con amplia presencia de música de época, sin alcanzar ese impacto con que Allen moldea su cine desde el pentagrama.
Para no perder.
Alvaro Sanjurjo Toucon
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Caras y lugares
Documental
Francia2017
7,3
2.832
Documental, Intervenciones de: Agnès Varda, Jean René, Laurent Levesque
10
4 de julio de 2018
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Agnès Varda >> UNA FORMA DE MIRAR
Fascinante juego de imágenes, inserto en lo experimental, indagando en los pliegues del alma
por Alvaro Sanjurjo Toucon
Caras y Lugares (Visages, Villages). Francia 2017. Dir. y guión: Agnès Varda y JR.
El próximo 30 de Mayo, Agnès Varda cumplirá noventa años. Esta figura fundamental de la “Nouvelle Vague” –nacida en Bélgica; como tanto francés famoso- tiene una notable filmografía con más de cincuenta títulos documentales y de ficción (“La pointe court”, “Cleo de 5 a 7”, “La felicidad”, “Las playas de Agnès”, “Muros, muros”, etc.) hasta el momento culminada con este magnífico y experimental film (“Caras y lugares”) realizado conjuntamente con un pintoresco fotógrafo galo nacido en 1983 e identificado solamente como JR.
JR se especializa en realizar gigantescas fotografías de personas, registradas y obtenidas en pocos minutos desde su laboratorio instalado en un camión que también es el vehículo que le traslada. Reunido con Agnès Varda, recorren perdidos y pintorescos pequeños pueblos de Francia (y otros que no lo son tanto), fotografiando y entrevistando a gente del lugar, cuyas imágenes gigantescas serán pegadas en muros y otros espacios allí encontrados.
La realización se transforma en un documental sobre esas gentes: obreros, granjeros, mineros, hombres y mujeres que nos hablan de sus vidas, pero también del cautivante hecho artístico –rápidamente perecedero- que son sus imágenes compartidas con la gente del pueblo y con los espectadores del film. También existe aquí un documental sobre el arte y los artistas.
Agnès Varda y JR son una constante en la pantalla, no en cuanto a una exposición desmedida de si mismos y su trayectoria previa, sino simplemente como el artista treintañero y la anciana dama generadores de hechos, de hurgadores en vidas y sentimientos propios y ajenos.
Varda asume su carrera como algo tan natural como la vida sin mayores relieves de aquellos entrañables pueblerinos, a los que recreará en imágenes superpuestas: las que ofrece el film actuando directamente sobre cada ser humano, y las que (re)fotografía el film en su recreación de los muros cubiertos por gigantografías de esas mismas personas. Un juego casi mágico sobre amistades, compañerismo, trabajo y también acerca de su ausencia.
Esta anciana dama, es captada fuera de todo divismo, aunque estamos ante una diva en el mejor sentido del término; es la cineísta famosa para unos y la señora de la que poco o nada saben para otros. Varda se preocupa que así sea. La emocionada referencia a quien solamente identifica como Jacques, no es sino la muestra de amor hacia otro, sin necesidad de aclarar(nos) que se trata de Jacques Demy, gigante dentro y fuera de la “Nouvelle Vague”: su esposo y realizador de brillantes títulos (“Lola”, “Fiebre”, “Los paraguas de Cherburgo”, entre otros).
Un Jean-Luc Godard que Vardá evoca como “l’enfant terrible” que fuera, se encarga de mostrar su soberbia en la vejez, que su admiradora perdona como una anciana puede hacerlo con el sobrino querido.
El cine corre por las venas de la realizadora, insertando aquí elocuentes y calladas, casi ocultas referencias para cinéfilos. Acertijos fílmicos que pasan por sus documentales previos, la autobiográfica y emotiva “Las playas de Agnès” (2008), y “Muros, muros” (1981). Pero no solamente lo temático del cine de Agnès Varda se filtra en cada fotograma de “Caras y lugares”, también está su sentido estético de la imagen.
Siete fotógrafos registraron “Caras y lugares”, el estilo visual es uno. Creado indudablemente en la selección de Vardá al compaginar tan diverso material, al que imprime sentido poético o dramático según corresponda. Es perceptible el perfeccionismo visual de Varda. El elocuente plasticismo icónico de “La felicidad” (1965) –donde la realizadora contara con notables colaboradores en el rubro: Jean Rabier y Claude Beausoleil- es, en otro estilo acorde al género de cada realización, el desplegado en “Caras y lugares”. Demostrando, como siempre lo hizo, que lo bello de sus películas no está reñido con lo socialmente auténtico.
Llamado para nostálgicos, desde la banda sonora llegan unos compases musicales que nos retrotraen al pasado. Velozmente escuchamos un tema que conduce firmemente al universo de Anouk Aimée en “Lola” (1961, Jacques Demy) y al “torbellino” de Jeanne Moreau en “Jules et Jim” (1961, François Truffaut).
Extasiados los sentidos ante “Caras y Lugares”, corresponde señalar que este es mucho más que un documental acerca de lo indicado por su título: es una bienvenida incursión en los pliegues del alma humana.
Alvaro Sanjurjo Toucon
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