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España España · Madrid
Críticas de Juanma
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Críticas 111
Críticas ordenadas por utilidad
7
25 de abril de 2013
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Acercarse a la obra de Luis García Berlanga resulta una tarea siempre satisfactoria, salvo en el caso del título que nos ocupa, Los jueves, milagro (1957), forzosamente uno de los títulos menores en la filmografía de tan grande cineasta y no porque la película le saliera rana, sino porque se empeñaron en que así fuera. Visionando Los jueves, milagro a uno le entra no poco cabreo al atisbar lo que pudo llegar a ser una película de estas características de haberse podido llevar a cabo en otro contexto político y social diferente al que imperaba en la España de finales de los cincuenta. Estamos ante la película más masacrada de Berlanga, por ello, también la menos berlanguiana de todos sus títulos, aunque la práctica totalidad de la primera parte de la película permita reconocer la mano infalible del director, lo que da de sí una más que entusiasta, del todo disfrutable, aproximación a una historia que termina decepcionando, sorprendiendo con unos giros de guión del todo inesperados y absolutamente inapropiados tanto para la trama como para los personajes, nada habituales en un director que veía mutilada y mancillada la que a buen seguro podía haber sido una de sus obras cumbres.

Los jueves, milagro se inicia sobre el esquema básico de todas las películas de Berlanga en su primera etapa: un grupo de perdedores trata de mejorar su condición social. Para el caso, las fuerzas vivas del pequeño pueblo de Fontecilla, que vivió tiempos de esplendor gracias a la fama de su balneario, urden un plan para recuperar el turismo perdido: organizar una "aparición mariana". Con semejante punto de partida, no es de extrañar que la Censura quisiera meter mano, siempre velando por los idearios de la impositiva Iglesia Católica del momento. Sin ir más lejos, durante la escritura del guión, el productor de la película, Ángel Martínez, vendió la compañía a una empresa vinculada al Opus Dei, a la que no le gustó en absoluto el mal lugar en el que quedaba la institución religiosa, designando a un padre dominico para la supervisión del guión. Fue así cómo Berlanga y su co-guionista, José Luis Colina, se vieron obligados a elaborar un desarrollo diferente al pensado en un principio, incluyendo un personaje como el incorporado por la estrella foránea Richard Basehart para, a través de él, lanzar un mensaje harto moralizante. Pero la cosa no quedó ahí. Se contrató al director Jorge Grau para que rodara escenas adicionales y se cambiaron incluso algunas líneas de diálogo en la fase de doblaje, desvirtuando (y manipulando de paso) el alcance último de la película en aras del respeto a la ortodoxia cristiana.

Así, nos llega a nuestros días una película coja, que posee sus grandes (enormes) aciertos en la disección impune de la condición humana que lleva a cabo Berlanga, con malicioso tino no exento de una complaciente ternura. Con un ritmo ágil y desenfadado, el director cabalga por la puesta en escena de Los jueves, milagro arremetiendo a diestro y siniestro: contra la iglesia, contra la educación, contra la corrupción en las altas esferas de poder, contra las mujeres, incluso, que Berlanga era un confeso misógino (¡no se puede ser perfecto!); y siempre con un descacharrante cinismo y un espíritu crítico que de mordaz se nos hace inevitablemente divertido incluso a nuestros modernos ojos del siglo XXI. Porque de no ser por ese tono entre la fábula y el chiste, que invita a visionar Los jueves, milagro siempre con una sonrisa en los labios, a veces incluso una sonora carcajada, seríamos incapaces de mantener el tipo ante una película que nos lanza, como si de misiles se trataran, auténticos dardos acerca de nuestra naturaleza misma, reforzados por una puesta en escena que rebosa influencias de ese Neorrealismo italiano al que la obra de Berlanga fue siempre tan cercana.

Ayuda a la inmediata consecución de estas virtudes el concurso de un nutrido y excelente reparto: Juan Calvo, perfecto y rotundo como ese alcalde de doble moral, Alberto Romea, que exprime al máximo su aristocrática presencia como el dueño del ruinoso balneario, José Luis López Vázquez, actuando en clave naturalista, sin sus luego habituales y reconocibles tics, como ese cura escéptico, Guadalupe Muñoz Sampedro, magistral como esa beata convencida, tronchante diana del realizador durante toda su intervención, Manuel Alexandre, literalmente impagable como el vagabundo testigo de las apariciones del santo. Pero, sobre todos ellos, destaca por razones obvias el gran José Isbert, deliciosamente cómico, desternillante en cada aparición como ese acaudalado y cicatero propietario del pueblo obligado a ejercer del pertinente santo aparecido, protagonizando momentos imborrables ya para la Historia del Cine como la primera y delirante aparición mariana o su conversión drástica al altruismo monetario bajo el influjo pertinente del poder divino.

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Juanma
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6
23 de abril de 2009
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ser el (casi) único protagonista de un filme puede ser considerado tanto una fortuna como una desgracia por razones obvias. Estamos ante un buen ejemplo de lo primero. Jaume García Arija, actor teatral y televisivo sin mucho cine a cuestas, se enfrentó con mucha entrega y dispuesto a dejarse su piel por salvar la de su personaje en esta historia sobre un alto ejecutivo que despierta un buen día en un zulo sin saber las razones. Su vida en el zulo es el eje de esta cinta, ópera prima de Carlos Martín Ferrera, que le reportó a su protagonista el Premio al Mejor Actor del Fantasporto 2006. A pesar de haberse saldado su estreno con una buena acogida crítica (algo desmesurada, la verdad), Zulo sigue siendo una película para minorías, por lo que no resulta nada extraño que ni el filme, ni siquiera su protagonista, acabasen optando a alguna categoría en los premios Goya. Sobre el trabajo de García Arija hay que señalar que el intérprete catalán debe soportar él solo el peso de la función, salvo unas contadas escenas en las que comparte planos con los dos encapuchados que le custodian. La película es el personaje de Miguel, su degradación física y psicológica, y su intérprete está admirablemente sobrecogedor mientras va iniciando ese proceso de resignación y lucha por la supervivencia física y psicológica en ese espacio tan reducido. Intachable, efectivo, finalmente inolvidable, García Arija se pasea doloroso por un amplio número de registros de una manera precisa, absolutamente verosímil dada la situación tan extraordinaria en la que se encuentra metido su personaje. Descorazonador en todos los aspectos, el intérprete se reinventa en el pequeño espacio, lo hace suyo y se permite el lujo de perderse en él, como si formara parte intrínseca de las piedras que conforman la pared del zulo, un habitáculo que funciona como terrible metáfora de la incomunicación en la que nos refugiamos voluntariamente en esta sociedad del siglo XXI, en la que estamos más seguros en nuestro propio zulo que compartiendo nuestras vivencias con los demás. Miguel despertará de su sueño capitalista propio de la Globalización tras una experiencia dura, peligrosa y aterradora, pero en el fondo también balsámica.
Juanma
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8
26 de mayo de 2013
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Estrenado de tapadillo, visible únicamente para aquellos espectadores más avispados, en los que aún permanezca intacto un espíritu inabarcablemente curioso, Chaika, el segundo largometraje del madrileño Miguel Ángel Jiménez, abre espacios y temas para el, a veces, tan denostado cine patrio. Ejemplo de la capacidad sin límites de nuestros cineastas, Chaika es, por desgracia, una excepción en toda regla de lo que tan acostumbrados estamos a entender como Cine Español. Rodada entre Georgia y Kazajistán, con intérpretes de allí, absolutamente desconocidos aquí, Chaika tampoco parece española. Porque, sin menospreciar el cine autóctono más popular, los usos y modos de esta película parecen nacer de una filmografía completamente ajena. En ese sentido, un título como Chaika parece llegar a las salas procedente de alguna sección oficial o paralela de algún festival internacional de prestigio (no hubiera desentonado en absoluto dentro de la programación de una Berlinale, por ejemplo), a donde siempre tienen acceso algunas escasas y puntuales muestras de cinematografías con poca o nula proyección internacional, como bien podría ser la georgiana.

Pero no. Chaika es un título netamente español. Y es de agradecer su existencia porque evidencia que aquí también existen cineastas capaces de querer e intentar salirse de las normas establecidas en los estilemas más arraigados de nuestro cine. De este modo, Chaika pronto adquiere autonomía y se convierte en un título de alcance universal, aunque, en modo alguno, pierde la imponente personalidad que la desmarca, para bien, del grueso de 'cine festivalero' que suele llegar a nuestras salas. Algo en lo que tiene mucho que ver el tono decididamente áspero y gélido de la película, sin duda muy influenciado por el paisaje helado y desamparado que enmarca buena parte de la historia. De este modo, este triple retorno al hogar que contiene el argumento de Chaika siempre se nos muestra desde una incómoda distancia, provocando sobre nosotros un enorme sentimiento de impotencia como testigos voluntarios de la decrepitud y la amargura de unos seres terriblemente solos, indigentes de cariño, como esa hosca familia viviendo en una granja apartada de cualquier tipo de civilización, con comportamientos y actitudes rayando en lo patológico.

Hermosamente fotografiada por Gorka Gómez Andreu, Chaika pone de manifiesto también el gusto exquisito de su director a la hora de encuadrar y planificar, no perdiendo nunca de vista cierto estilo minimalista y sobrio, con planos fijos y en movimiento ciertamente sugestivos por el ritmo entre pausado y dilatado que contienen, pero también revelando cierta influencia del western e incluso de las vanguardias rusas del cine mudo, con esos expresivos, constringentes y contundentes primeros planos en los que quedan atrapados los personajes en momentos terriblemente decisivos. Todo ello, unido a la triste y degenerada desnudez con la que el director nos expone esa (falsa) doble trama, sucia y embarrada, invariablemente desagradable, confieren a Chaika una extraña poesía que nace de la fosa séptica de unos seres abruptos, desolados, que aprenden a amarse superando cualquier prejuicio.

Lógico, por tanto, que hacia el final nos embargue el pesimismo ante la instintiva actitud de la protagonista, Aysha, incapaz de abandonar su condición nómada, aunque ello implique renunciar a una felicidad establecida y antinatural. Por desgracia, hasta llegar a ese punto, Jiménez nos ha obsequiado con algunas redundancias en el malsano carácter de su protagonista, lo que invita a pensar en cierto estiramiento de la trama en aras de la 'sorpresa' final. Único lapsus narrativo en esta película, incomprensiblemente pasada por algo por la Academia en la pasada edición de los Premios Goya, donde no figuró nominada en ningún apartado siendo, como es a todas las cosas, un desbordante e imponente ejercicio de contención cinematográfica, impresionantemente serena y perturbadora al mismo tiempo, beneficiada además por la enfermiza belleza de la actriz debutante Salome Demuria.

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Juanma
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8
24 de mayo de 2013
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El plano inicial de La fotógrafa, debut en la dirección de largometrajes de Fernando Baños Fidalgo, ya nos pone sobreaviso acerca del tipo de película al que estamos a punto de asistir: un plano fijo de una hermosa y solitaria casa cerrada a cal y canto, que se transforma en una evocadora y atmosférica panorámica de 360º mostrándonos el yermo paisaje que rodea a la casa primero y a una mujer frente a ella, con expresión desconcertada, extraña, pero serena. La cámara vuelve a detenerse en el mismo plano fijo de la casa y una niña pequeña entra y sale de campo de manera un tanto ingenua. Aquí, en este preciso y detallado plano circular, se encuentra el germen de una película que revela, pronto, una admirable, serena e inteligente voluntad de estilo en su recién llegado realizador, que además de productor de la película, también es el responsable de su cautivadora banda sonora y de su cristalino montaje.

Dan buena cuenta de ello unas imágenes decididamente primorosas siempre, donde todo lo que se nos muestra con ellas parece cuidado y mimado al milímetro, generando una puesta en escena absolutamente transparente, limpia y sencilla, que no coarta en ningún momento, más bien al contrario, la enorme capacidad creativa que demuestra Fidalgo, que articula su primera película a través de elegantes y sinuosos planos secuencia, que no sólo dan fe de una forma casi documental y sin estridencias del espacio físico en el que se hallan los personajes, sino que además sirven a su realizador para realizar prodigiosos, magníficos saltos en el tiempo narrativo, funcionando como elipsis invisibles que fomentan la naturalidad y humildad de la narración al mismo tiempo que ponen de manifiesto la inventiva visual de su artífice. Y lo mejor de todo, es que todo el aparato visual que da forma y sentido a La fotógrafa se nos muestra siempre de manera casi inmaculada, sin estridencias, sin efectismos, sin las vanaglorias ridículas a las que nos tienen acostumbrados la mayoría de nuestros jóvenes debutantes con muchas ganas por destacar.

Fidalgo no. Es precisamente esta falta de ambición que se desprende de absolutamente todo el metraje de su película lo que hace de La fotógrafa el mejor debut cinematográfico en lo que llevamos de año y, probablemente, muy difícil será que no termine el curso entre los mejores. Porque, a pesar de no contarnos nada que no nos hayan contado antes en tantas películas sobre secretos familiares en difíciles períodos históricos, en La fotógrafa predomina la sana y honesta intención de contar bien la historia, con un guión perfectamente medido y calculado para aportar y desvelar siempre la información justa y necesaria, sin caer nunca en efectismos dramáticos ni complacientes con los personajes, y que se distingue de otras producciones por no andarse por las ramas, incorporando al metraje únicamente las historias y situaciones más adecuadas para lograr contar y transmitir su historia de la forma más clara y concisa posible. Todo ello, como decíamos al principio, benefiado por una concepción visual sumamente virtuosista y creativa, serenamente bella y dentro de la que brilla con luz propia la formidable transición temporal a la historia de la madre a través de un plano fijo de las fotografías colgadas de la pared y la banda sonora procedente del pasado incrementándose paulatinamente.

Lastra, no obstante, el alcance final de esta, sobre todas las cosas, hermosa película, el que el tono elegido para contarnos ese viaje emprendido por una hija al pasado oculto de su madre roce por momentos cierta gelidez emocional, frialdad que también se desprende de la interpretación de su actriz protagonista, una Zay Nuba que emprende su andadura en el relato a través de un trabajo decididamente ambiguo, que impide la implicación emocional de un espectador claramente sugestionado por la exquisita concepción formal de la película. Por suerte, para rematar el excelente catálogo de aciertos de La fotógrafa, a mitad de la misma aparece ese portento de actriz que es Susi Sánchez, que en pocos segundos caldea el nivel empático de la cinta, logrando además, con pocas pero decisivas escenas, componer un personaje de lo más potente, una mujer herida que busca venganza en su inefable verdugo, a través de un matizadísimo y ejemplar trabajo de exposición interpretativa, sin artificios, sobrio y contenido y que permanece en todo momento feliz y sentidamente apegado a una radiante naturalidad. Lejos de toda duda, el mejor y más premiable trabajo cinematográfico que este servidor le ha visto a la actriz hasta la fecha.

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Juanma
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2
16 de mayo de 2013
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Ponerse ante un film como Mussolini va a morir, de Rafael Gordon, es una tarea ardua. No hablemos ya de la tarea que conlleva el escribir un texto crítico sobre una obra que, a priori, puede resultar adversa. Se trata de una propuesta muy poco convencional para los gustos actuales de un público acostumbrado a que se lo den todo perfectamente envuelto y mascado. Mussolini va a morir pretende hacer pensar, recapacitar, convulsionar, a través de ese monólogo que el mismo dictador italiano se marca frente a su amante, Claretta Petacci, en el reducido espacio de una celda que ambos comparten horas antes de su ajusticiamiento. Basada en la obra de teatro homónima, la película de Gordon comienza mostrándonos un Duce prepotente y superlativamente soberbio que busca dignificar su legado contándonos en primera persona su trayectoria y que termina divagando sobre cuestiones altamente filosóficas acerca del poder y la Historia.

El texto de Mussolini va a morir posee fuerza y no deja indiferente. El problema principal de la película que lo enmarca es que las imágenes no acompañan al texto, pues no existe emoción alguna que se desprenda de ellas, limitándose la cámara a filmar impasible un extenso y soporífero speech, apoyándose toda la película en una puesta en escena eminentemente sobria y funcional, equivocadamente teatralizante. Cierto es que se parte de un texto dramático, pero en cine se debería intentar desligar la narración de fuente tan poco cinematográfica. De este modo, las imágenes de Mussolini va a morir carecen de fuerza de expresión, no tienen garra, se limitan a ilustrar con aplicada transparencia un discurso grandilocuente sobre un personaje fascinante, sí, pero al que en ningún momento se llega a conocer, ni tan siquiera se pretende darlo a comprender.

El Mussolini de Gordon se queda, entonces, como un insondable tópico sobre el dictador italiano, un boceto lamentablemente esquemático. Consiguiendo que verdaderas bombas de relojería como la comparación entre el fascismo y el capitalismo actual se queden en meros apuntes que no logran golpearnos con el efecto deseado. No hay en la película amago de humanización alguna, ni tan siquiera de crítica hacia la figura y el mito de un personaje tan importante en el transcurso de la Historia reciente, de manera harto desgraciada. Sólo se atisba cierto posicionamiento ante él en la interpretación del actor encargado de darle cuerpo y voz, que no vida: un Miguel Torres que incorpora a su actuación leves toques de inteligente ironía, que acercan por momentos las palabras de su personaje a los desvaríos o delirios de un loco. Pero nada más.

La pretendida audacia narrativa con la que el director intenta dar ritmo e identidad estética a su película se torna hueca y poco efectiva, como las constantes relaciones que establece en su ensimismamiento verborreico el personaje central tanto con el otro personaje de la función, Petacci (Julia Quintana), que permanece la mayor parte del relato como un agente pasivo, inerte, como con los distintos objetos que pueblan el escenario único de la cinta; o como los continuos cambios en la iluminación tratando de utilizarla como elemento dramático de no poco impacto. Todo ello podría resultar efectivo en su montaje teatral, pero en una narración cinematográfica resultan recursos excesivamente planos, decididamente superfluos y, lo que es peor, molestamente afectados.

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Juanma
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