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España España · Ávila
Críticas de Ludovico
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Críticas 75
Críticas ordenadas por utilidad
2
19 de noviembre de 2007
72 de 134 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las películas de Rohmer deberían venderlas en los herbolarios, junto con las galletas integrales y los libros de Bucay: son progres, blandas, bienpensantes, amables, banales, educadamente sensuales, superficialmente cultas, llevaderamente filosóficas y tramposamente pseudopascalianas, y, por encima de todo, espontáneas y naturales... ¡faltaría más! Híbrido de Nueva Era y socialdemocracia postmoderna, paradigma perfecto de la subcultura light llevada al cine. Y aquí, El rayo verde como ejemplo modélico; con el dudoso mérito de haber construido el personaje femenino más estúpido que se ha visto en la pantalla en las últimas décadas.
Me pone de los nervios, ¿se nota?
Ludovico
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3
28 de febrero de 2014
31 de 52 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aunque el cine estadounidense, salvo contadas excepciones, me interese muy escasamente, y aunque la película de Clooney, por completo irrelevante, se pierda en esa masa indistinta de mediocridad que reúne a todos los productos comerciales destinados al consumo masivo --entre los que se incluye la inmensa mayoría de las películas que hoy en día se fabrican--, hay en ella un aspecto que me induce a escribir estas líneas; líneas que no pretenden ser tanto una crítica del film, cuanto una sucinta anotación marginal sobre una circunstancia que estimo significativa. Lo que suscita mi interés es el hecho de que esta película se promocione con el eslogan “basada en hechos reales”, circunstancia de ningún modo excepcional, pues últimamente un número no desdeñable de creaciones de ficción --sobre todo cinematográficas-- se apoyan en esa misma pretensión; y, puesto que el mercado no es tonto, cabe suponer que la fórmula debe de generar un atractivo adicional para el espectador medio.

Supongo que la veracidad de tal pretensión podrá ser mayor o menor según los casos; en el que nos ocupa, imagino que es muy relativa, y que, más que “basada en”, habría que decir, como máximo, “lejanamente inspirada en”, pero eso es lo de menos. Lo importante es, en mi opinión, que a esa circunstancia se le conceda una importancia relevante, como si fuera un “valor añadido” o una garantía de algo, lo que, por vía de inversión, vendría a significar que aquellas obras que no están “basadas en hechos reales” pueden tener una carencia o defecto de valor. Ahora bien, ¿estaban “La odisea”, “La divina comedia” o “Hamlet”, pongamos por caso, “basadas en hechos reales”?, ¿lo estaban --por limitarnos al hecho cinematográfico-- “Ordet”, “Stalker” o “Satántangó”?

Sin necesidad de llevar demasiado lejos las problemáticas implicaciones “filosóficas”, por decirlo así, del eslogan en cuestión sobre la naturaleza de la realidad, podríamos preguntarnos por qué se le concede importancia a que una obra esté “basada en hechos reales” y por qué eso puede significar un reclamo para el público. Esa es la cuestión. ¿No será quizá porque vivimos cada vez más en un universo de ficción, porque el mundo a nuestro alrededor, y en nuestro interior, es cada vez más radicalmente irreal y, de algún modo, existe la vaga y difusa intuición de que podemos estar viviendo un gigantesco simulacro, una mentira colosal, tal vez de dimensiones literalmente cósmicas?, ¿no será porque hay, en definitiva, una avidez de realidad en la medida en que carecemos precisamente de ella, ya sea por motivos históricos --como propondría quizás Angelopoulos-- u ontológicos --como más bien plantearía Béla Tarr?

Tal vez haya que repetir una vez más que la función del arte (y no me interesa en absoluto el cine si no es como arte) es precisamente ponernos, de algún modo, en contacto con lo real, con nuestra realidad más profunda que perpetuamente se sustrae tras el velo de las apariencias, las convenciones, los hábitos, la vida social... en definitiva, de la “mundanidad”. Pero la pretensión de “estar basada en hechos reales” confunde, por decirlo así, el lugar de la “realidad” en la obra de arte, que no tiene por qué estar en su origen, sino en su destino. La película de Clooney puede partir de lo que convencionalmente llamaríamos “hechos reales”, pero está destinada a mantener al espectador en el universo más convencional de las más inanes y estúpidas ficciones, cuya perfecta materialización (en la medida en que la estupidez pueda ser perfecta) es la bandera de las barras y las estrellas ondeando en la entrada de la mina. En el fondo, esa transmutación de lo real en su contrario es similar a la de los “reality shows” televisivos, basados también, sin duda, en “hechos reales”. Homero, Dante o Shakespeare, por el contrario, no necesitaban basarse en “hechos reales”, sacaban personajes y situaciones de su imaginación personal, pero sus obras nos enfrentan de lleno con nuestra realidad universal más profunda y esencial. Y lo mismo podría decirse, salvando las distancias y en la proporción correspondiente, de los grandes creadores cinematográficos (Dreyer, Tarr, Tarkovsky, Sokurov, Bresson, Angelopoulos, Bergman...). Ahí, en el punto de llegada y no en el de salida, es donde debe producirse el encuentro con lo real.

Hay más equívocos habituales de índole similar en el mundo del cine, por ejemplo, el omnipresente y absurdo tópico de las películas “lentas” y “previsibles” (como si la prisa fuera un valor, y el susto, una categoría estética); pero eso quizá lo comente en otra ocasión.
Ludovico
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9
17 de mayo de 2018
12 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
[Advierto a quienes piensan que el interés de una película radica en saber cómo acaba que este comentario revela detalles del argumento.]

Según sus propias declaraciones, Martti Helde ha pretendido con este film mantener vivo el recuerdo de sus compatriotas que sufrieron la barbarie estalinista en lo que él llama «el holocausto soviético». Pero, más que política o histórica, su mirada es básicamente poética.

El cuerpo central de la película lo constituyen trece «cuadros vivos», es decir otros tantos planos de duración variable entre tres y seis minutos, en los que los personajes quedan inmovilizados, congelados en su movimiento, lo que no implica la detención de la película en un determinado fotograma, pues vemos cómo el viento agita la vegetación y las ropas, y, sobre todo, cómo la cámara se va deslizando en continuo tránsito por entre los personajes buscando siempre reencuadres nuevos y multiplicando los centros de atención en unos escenarios generalmente amplios. Tampoco la banda sonora, compleja y trabajada, se detiene, y, además de la voz en off de Erna, la protagonista, que acompaña a toda la narración, seguimos escuchando ruidos, voces lejanas, cuchicheos, sonidos animales...

La mayor parte de los experimentos en busca de innovaciones en los modos de representación suele concluir en fracaso, probablemente por nacer de una voluntad extrínseca de originalidad más que de unas necesidades internas de expresión que los determinen y justifiquen. Aquí estamos ante una clara ruptura con los códigos narrativos habituales que no tiene nada de experimento gratuito. La voz de Erna cuenta: «Los años más hermosos de mi vida pasaron como si estuviera congelada». Es esa congelación o paralización del tiempo la que nos transmite la fijación estática de las figuras humanas. Así, el lenguaje visual no utiliza metáforas, sino que es metafórico en su misma estructura, y es la propia forma de la metáfora la que significa, lo que excluye la sensación de artificialidad, tan habitual en los experimentos formalistas.

Ese modo de representación cubre otra función importante: el extrañamiento del espectador respecto de la realidad representada, pues se le recuerda de modo permanente que lo que está viendo es «solo» una representación de la realidad, y se lo enfrenta, por tanto, con el discurso fílmico en cuanto tal. Extrañamiento muy probablemente necesario para evitar la manipulación emocional e intelectual a que el cine con tanta facilidad se presta.

Si Tarkovski quería «esculpir el tiempo», Helde lo que hace es congelarlo y dedicarse más bien a «esculpir el espacio», tarea en la que a veces llega hasta su misma desestructuración, en la que acaso se podría percibir un cierto aliento cubista: se nos muestran a la vez distintas perspectivas de una misma situación en coexistencia «imposible» desde unos esquemas narrativos realistas: por ejemplo en el tercer cuadro, en el interior del tren, veremos tres veces a Erna y a su hija, en actitudes distintas, posibilidad que, en términos reales, quedaría excluida por la propia instanteneidad de la toma.

En el primero de los cuadros hay una peculiaridad que no volveremos a ver: un elemento de la «acción» [de la «no-acción», diríamos más bien], el camión, se mueve, y la cámara se mueve con él y sobre él, y contemplamos así el distanciamiento de los protagonistas alejándose de su casa, de su mundo, de su vida. El minuto y medio que dura ese travelling me parece uno de los momentos más afortunados de la película: momento decisivo, de tensión profunda, contado con dramatismo sordo, contenido, y con una sencillez extrema.

Otro travelling muy distinto pero igualmente memorable es el del momento no menos crítico, en el segundo cuadro, en la estación, donde Erna y Heldur van a ser separados para siempre uno del otro. Los veremos, primero, abrazados, rostro contra rostro y con Eliide agarrada a las piernas de su padre. La cámara los rodea en un giro de 360º, pasa por detrás de otro personaje que oculta por breves segundos a los protagonistas, y cuando inmediatamente volvemos a encontrar a Heldur, este está ya solo; la cámara se distancia de él y nos lleva hasta Erna, con su hija, en uno de los vagones, mirando hacia donde se encuentra Eldur. Momento de especial intensidad, rodado con gran habilidad —lo mismo que todo el plano, especialmente brillante—, que, por su dramatismo explícito, contrasta con el momento del alejamiento de la casa, a que aludía en el párrafo anterior. Plano filmado con notable patetismo, acaso innecesariamente subrayado por la música, que no deja de conferirle un aire relativa y lejanamente hollywoodense. Helde parece a veces forzar peligrosamente las cosas para llevarlas hasta un límite —su propuesta es, sin duda, arriesgada en varios sentidos—, aunque, en general, sabe detenerse antes de cruzarlo.

Es loable la evitación de la truculencia que caracteriza el cine contemporáneo al abordar temas de esta índole. Y quizá uno de los grandes méritos de la película es el evitar el sentimentalismo, que bordea con limpieza, a pesar de estar continuamente referida a los sentimientos. Buen ejemplo de ello es el cuadro que narra la muerte de Eliide. La gravedad de la niña se nos había transmitido ya en el plano anterior, en que la veremos en la cama, dormida o inconsciente (en una de las imágenes más pictóricamente barrocas del film), con su madre, evidentemente abrumada de dolor, a los pies del lecho. Un largo fundido en una luz blanca deslumbrante parece simbolizar la muerte de Eliide, luz que se transmite al cuadro siguiente y que, al atenuarse progresivamente, va convirtiendo unas formas inicialmente espectrales en un bosque de abedules. La cámara sigue su lento desplazamiento hacia la izquierda hasta encontrar a Erna, apoyada en un árbol, y, a su lado, medio disimulada entre los árboles, una cruz. La voz en off de Erna nos transmite de forma indirecta y progresiva la muerte de su hija. .../...
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Ludovico
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El gran silencio
Documental
Alemania2005
6,8
989
Documental
4
29 de diciembre de 2007
15 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
En los dieciséis años de espera, Gröning se lo podía haber pensado un poco más. El proyecto, cierto, era difícil, pero si no se tienen dotes, al menos hay que tener prudencia, o, dicho de otro modo, una mínima conciencia de las limitaciones propias para no meterse en berenjenales de los que no se va a poder salir airoso.

El tema ofrecía la posibilidad de proyectar una mirada afín y consecuente al marco del monasterio, a la vida del monje en soledad compartida, a sus actividades sencillas y esenciales, a la realidad cartujana —en definitiva—, pero todo se queda en unas imágenes más bien planas, trabajadas de forma no muy diferente a si se tratara de un convencional documental turístico. Sucesión de pinceladas más bien inconexas y caóticas que no dan una idea clara ni de la vida «exterior» del cartujo ni, mucho menos, de su vida «interior». La película carece de la sensibilidad visual y el ritmo sutil que hubiera sido necesario para sugerir esa pausada alternancia de trabajo y oración que constituye la vida del monje. Apenas nada nos evoca ese pulso interior que busca transformar la acción en contemplación, hacer del silencio algo más que mera ausencia de sonido, provocar la dilatación del instante en lo intemporal… Ése era el gran reto que esta película planteaba —convertir el tiempo en espacio, podría decirse también aquí— y que su director, me temo, ni siquiera ha llegado a intuir.

Especialmente absurdas me parecen esas imágenes rápidas —¡y encima el «hallazgo» se repite varias veces!— con las nubes a toda pastilla (recurso tramposo, vulgar y trillado) o esos insistentes primeros planos de unos personajes que si por algo se caracterizan es por la búsqueda del más radical anonimato, pero a los que el director parece curiosamente empeñado en sacar el carné de identidad. Fuera de lugar, también, esas imágenes falsamente «pictóricas» de exteriores o esas otras con trazas de postal turística. Todo con un aire de espiritualismo blando, moderno, aceptable, y en definitiva superficial, a lo Khalil Gibran o lo Anthony de Mello.

Si todavía le pongo un 4 es sólo porque el proyecto, como antes dije, entrañaba una importante dificultad y porque la idea me resulta atractiva.

Uno no puede dejar de pensar lo que Dreyer o Bresson habrían hecho en la Grand Chartreuse. Si éstos eran capaces de sacralizar hasta la realidad aparentemente más banal, de infundir el espíritu en la materia más tosca, Gröning hace justamente lo contrario, reducir lo sagrado al nivel de lo profano. Lástima.
Ludovico
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6
11 de junio de 2010
12 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aunque el interés cinematográfico de este film me parece más bien escaso, presenta, no obstante, un aspecto digno de ser tenido en cuenta: su puesta en cuestión del mito del “progreso” y, en particular, del “progreso” científico. El tema no es excepcional en el cine de la época, e incluso sirvió de base a películas relativamente importantes, como «El testamento del doctor Cordelier» (Renoir, 1959) —que se apoyaba en el Dr. Jekyll y Mr. Hyde— o «El hombre con rayos X en los ojos» (Corman, 1963), entre otras, además de todas las versiones de Frankestein que, siguiendo a la novela, responsabilizan a la ciencia de la creación de un monstruo. Al igual que en los títulos citados, “La mosca” parte de un planteamiento de ciencia-ficción para, introduciendo un elemento de corte espiritual o religioso, interrogarse sobre la licitud de un conocimiento que, amparándose en su supuesta neutralidad y sus hipotéticos “beneficios”, no está dispuesto a admitir cortapisa alguna.

El protagonista es aquí un científico convencido de que toda conquista de conocimiento debe ser, por definición, buena. Su mujer, por el contrario se siente temerosa ante el “progreso” y la carencia de estabilidad que éste implica. La actitud del científico desencadenará la catástrofe y los temores de su esposa recibirán la más terrible confirmación* [spoiler]. Sin duda, los fundamentalistas del “progreso”, la considerarán, pues, “reaccionaria”, término que, a mi entender, apenas significa ya nada en el caos de ideas y actitudes en que ahora nos movemos. Si es cierto que el temor a todo cambio nace de una debilidad patológica, ¿no es una ingenuidad excesiva pensar que la ciencia moderna no tiene nada que ver, por ejemplo, con las armas químicas y nucleares que amenazan con destruir el planeta, o con las substancias de toda índole que ahora envenenan el cielo, la tierra y las aguas? Si aceptamos que sería una irresponsabilidad poner una pistola cargada en las manos de un niño, ¿exculparemos alegremente a la ciencia de poner en manos de una sociedad inmadura y desequilibrada tanta posibilidad de destrucción?

La película, ciertamente, no va tan lejos, y se limita a enunciar —más que a plantear— de forma harto simplista ese temor básico ante la actividad científica y a confirmar lo fundado de tales temores. No obstante, ya es algo. Sobre todo si se lo ve, cincuenta años después, desde la perspectiva del mundo actual, en el que el mito de la ciencia y del llamado “progreso” constituyen una “verdad” axiológica —los dogmas de la ciencia han venido a ocupar el lugar que antes ocupaban los de la Iglesia— cuyo simple cuestionamiento genera de por sí escándalo y anatema.

Por lo demás, la película está contada con habilidad y, aunque ciertamente repleta de convencionalismos de todo tipo, se deja ver, siempre y cuando no se la pretenda responsabilizar —lo que no sería justo— de la ingenuidad con que aparecen teñidos ahora muchos de los planteamientos de la ciencia-ficción de hace medio siglo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Ludovico
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