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Críticas de Sergio Berbel
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Críticas 867
Críticas ordenadas por utilidad
8
9 de junio de 2022
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Ana Asensio tiene una terrible historia personal que contarnos en “Most beautiful island”. Es muy difícil ser migrante en Nueva York. Es terrorífico serlo si tratas de buscarte la vida como modelo. Es imposible salir indemne del mercado de la carne que supone la Gran Manzana y de los peligros que acechan a una joven de forma constante. Estamos en el epicentro del capitalismo salvaje, donde todo se compra, donde todo está en venta, donde todo se prostituye. Y, lo peor, es que la historia que tan sobriamente nos cuenta Ana Asensio es real y muy cercana a sus propias vivencias. Pone los pelos de punta sólo pensarlo.

Tirando de dos referencias cinéfilas incontestables que sabe mezclar sabiamente sin que se distorsionen entre ellas, Ana Asensio, en su debut cinematográfico como directora, guionista y protagonista, nos cuenta una historia equidistante entre “Intacto” de Juan Carlos Fresnadillo y “Eyes wide shut” del dios Stanley Kubrick. Y el mejunje funciona y engancha, simple y llanamente porque es real, creíble, perturbadoramente cierto.

Su caligrafía visual es directa, casi documental, lo cual otorga enorme verosimilitud a lo narrado. Su nerviosa cámara al hombro persigue a su protagonista, Luciana Alhambra, en su periplo por el borde del precipicio, por la cara oculta del abismo, por lo peor del capitalismo salvaje. A veces incluso pegada a su espalda, como si del Darren Aronofsky de “Cisne negro” o “El luchador” se tratase.

Y lo hace para que te sientas afectado por la historia de una modelo que trata de probar fortuna en Nueva York. Pero la vida allí es agreste y árida y todo la conduce a la ruina más absoluta y a la consecuente marginación social. Por eso se deja atrapar por una misteriosa fiesta por cuya asistencia le van a pagar 2.000 dólares. Sólo tiene que ir con un sugerente vestido negro y unos tacones, pero… no huele nada bien el asunto desde el principio, lo que ocurre es que la necesidad aprieta y ahoga.

Ana Asensio resulta sólida tanto delante como detrás de la cámara en una cinta a la que le cuesta arrancar y va de menos a más descaradamente. Pero su tramo final te agarra y no te suelta, hace que el viaje por la cara oculta de nuestra sociedad valga la pena, gracias también a la gélida fotografía de Noah Greenberg y la sucia música de Jeffery Alan Jones.
Sergio Berbel
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3
20 de marzo de 2022
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“Siete almas” no pasa de ser un telefilm de mediodía porque, seamos sinceros, si alguna vez ha pretendido trascender más allá, debe haberlo hecho con los ojos cerrados, la mente de vacaciones y los oídos clausurados. Una sobredosis de buenismo edulcorado no apto para diabéticos que empalaga cada vez más conforme avanza su metraje, que resulta más increíble y más intragable, que acaba perdiendo toda dignidad posible en su improbable final.

Gabriele Muccino quiere reventar corazones y taquillas y, para ello, tira del más convencional y arquetípico Will Smith (en este film incluso peor de su ya de por sí baja media como actor), que comienza la cinta anunciado que va a suicidarse, interpretando a un excéntrico recaudador de impuestos que investiga más allá de su deber y se implica personalmente para decidir si los deudores tributarios merecen una prórroga o debe caer el peso de la ley sobre ellos de forma inmediata. Sé que el argumento puede resultar intragable “ab initio”, pero en su desarrollo va desvariando más y más hasta el insoportable paroxismo barroco final que resulta tan fantasioso como imposible y que expulsa a patadas a la inteligencia del espectador crítico y racional.

Una fórmula salida de las entrañas de “Mister Wonderful” que no hay por dónde cogerla y que empalaga hasta la crisis de azúcar mortal de necesidad. Su aura no puede estar más sobrevalorada e incluso pierde con la revisión, debe ser porque cuando uno madura y entiende la esencia de la vida, este cuento para infantes atontados que sólo chupan piruletas no es digno de ser tenido en cuenta.

Gabriele Muchino remezcla lo peor del cine palomitero de Hollywood para intentar emocionar con una sarta de tópicos cosida por la edulcorada música de Angelo Milli, que a veces atrona de más a lo largo de un metraje alargado artificialmente para una historia simple que requería mucha menos extensión.

Sólo se salva la muy buena dirección de fotografía de Philippe Le Sourd que dota de exquisitez estilística el producto (nunca mejor dicho por su vocación de comercialidad) y la interpretación de Rosario Dawson, la única que sabe dónde está, qué tono requiere la historia y cómo debe hacerla creíble. Todo lo demás, está de más ante este film cursi y predecible, totalmente prescindible. Que algunos aspectos del guión ni tan siquiera cuadren, al final es ya lo de menos ante tamaño despropósito.
Sergio Berbel
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10
11 de junio de 2021
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Hubo unos años en los que mi cineasta de referencia en este país era, por encima de todos los demás, Julio Medem. Su cine de aliento poético, firmemente e inexorablemente alejado de la narrativa cinematográfica lineal, lógica y en prosa, me hacía levitar como ningún otro, e incluso logró expandirme las fronteras del cine y de mi propia vida. Una de las grandes obras maestras de aquella época vital en mi biografía, junto con “Los amantes del Círculo Polar”, “Lucía y el sexo” y “La ardilla roja” (con la que esta película sobre la que escribo hoy, por temática y estética, está directamente emparentada), fue “Tierra”.

El Medem que nos trastabilló la vida y nos hizo líricos a través de los verdes imposibles de Euskadi en “Vacas”, cambió a tonalidades marrones manchadas de tierra en esta cinta ubicada en los viñedos riojanos. Y es que la localización geográfica de su cine es vital y el personaje principal de su propuesta narrativa de forma constante.

Todo es marrón en esta cinta salvo esa escena gloriosamente poética donde la conversación telefónica entre Carmelo Gómez y Emma Suárez se retrata por el genio vasco visualmente mediante un travelling a través del cableado telefónico que traspasa una luna llena inmensa, metáfora visual impagable que puebla la cinematografía de este autor único e irrepetible.

Porque Julio Medem es propietario de un estilo cinematográfico propio, que es lo máximo que se puede decir de un artista, reconocido y reconocible en cuanto a sus voces en off con reflexiones filosóficas, las dobles personalidades de sus personajes (impagable ese Ángel que interpreta Carmelo Gómez desdoblado durante todo el metraje), la luna llena, el romanticismo exacerbado, la causalidad definitivamente rota por las reglas imposibles del azar, la pasión sexual irrefrenable, la poesía colándose entre todas y cada una de las líneas de un guión firmado por el propio director… Mucho más allá del realismo mágico, es realismo poético.

Pero en esta película Medem roza la divinidad gracias a un elenco actoral insuperable en estado de gracia absoluta, desde la pareja anteriormente citada que es protagonista, pasando por un fantástico Karra Elejalde como el insoportable Patricio, un Nancho Novo siempre interesante y… claro, Ella, Silke, ese misterioso personaje fundamental para nuestra cultura y que desgraciadamente tuvo que desaparecer de la vida pública para lograr pasar sus días en paz y que nos regala con el personaje de Mari lo más sublime de su carrera, una mujer pura sensualidad que está enraizada con las más primitivas deidades de Euskadi, uno de los perfiles más apasionantes en la filmografía de Julio Medem.

La historia, difícil de resumir sin descuartizarla y plena de simbolismo y metáforas “medemnianas” que nunca permite que sea lineal en su narración, lleva a un personaje en recuperación después de un ingreso en un centro psiquiátrico a fumigar la “Tierra” de los viñedos para acabar con la peligrosa cochinilla. Allí conocerá a Ángela, la esposa de Patricio, con la que vivirá un flechazo instantáneo; pero también a Mari, la amante de Patricio, de la que se sentirá atraído. Todo lo demás, es un delirio poético de Medem insuperable.
Sergio Berbel
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4
30 de marzo de 2021
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Me acercaba con actitud reverencial a “El padre (The cut)” por la única razón de su autoría, firmada por Fatih Akin, responsable de dos de las más colosales películas de los últimos años: “Contra la pared” y “En la sombra”, ambas muestra perfecta de un cine comprometido, incómodo, que pone su lupa en la cara oculta de la sociedad, que generan debate y tienen un empaque formal impresionante a la vez. Por desgracia, “El padre (The Cut)” es un chasco de una dimensión tan épica como la historia que trata de contar Akin y que termina siendo puro desbarre. Cargada de buenas intenciones pero pésimos resultados.

Apenas llevaba cinco minutos de visionado de la cinta y lo primero que pensé es que estaba en presencia de una adaptación literaria, de otra de esas películas atolondradas en las que se suceden los acontecimientos a toda velocidad sin dejar respirar las situaciones ni las consecuencias psicológicas de las mismas en sus personajes porque se trata de condensar mil páginas en dos horas de metraje. Nada más lejos de la realidad, por desgracia. Lo peor es que estamos ante un guión original y firmado por el propio Akin. No daba crédito. Pero lo peor estaba por llegar.

Las intenciones de la cinta, denunciar desde el seno de la propia Turquía el genocidio perpetrado contra el pueblo armenio, son mucho más que loables y merecen nuestro reconocimiento por su atrevimiento (de hecho, cuentan las malas lenguas que Akin no encontró actores turcos que quisieran intervenir en una película que denuncia un exterminio llevado a cabo por el Imperio Otomano contra el pueblo armenio y que hoy día todavía Turquía pone en duda). La primera mitad del film, aprobada para ver en Semana Santa por la textura de peplum que derrocha, nos narra la historia de un herrero armenio que ama con locura a su esposa y dos hijas gemelas como Dios manda (es cristiano) y que es reclutado a la fuerza por los turcos en 2015 para participar en la I Guerra Mundial.

A partir de ahí, el protagonista tiene que sobrevivir a dos millones de situaciones de peligro (no es que la cosa se convierta en increíble, es que cuesta trabajo no aburrirse con la suerte insistente de este armenio nacido con estrella) para intentar reencontrarse con su familia, en un periplo vital cansino y fantástico (por intragable) que lo conduce de Turquía a los USA pasando por Cuba. Espíritu viajero de padre necesitado de localizar a su prole.

Estéticamente la cinta no aporta nada de la genialidad de Fatih Akin. Su enorme presupuesto tampoco. Una superproducción con todos los gravísimos defectos propios de las películas de su género. El guión es imposible y anodino. Las situaciones reiteradas. La música de Alexander Hacke a ratos resulta cargante y estridente. Y ni el buen actor Tahar Rahim puede sostener un edificio fílmico que se derrumba delante de nuestros atónitos ojos. Así no, Fatih.
Sergio Berbel
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5
19 de enero de 2021
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Netflix nunca falla: siempre te acaba defraudando. No hace una limpia. Al final te la juega. He sido capaz de acercarme (a pesar de venir avalada por tan histriónica plataforma, principal amenaza del Séptimo Arte) a “Fragmentos de una mujer” llevado por las excelentes y unánimes críticas cosechadas por la misma, incluso con ecos y bramidos de cara a los próximos Oscars. Y he de decir que, durante su primera hora de metraje, he llegado a creer que Netflix había al fin patrocinado realmente una cinta con serias oportunidades de trascender y marcar el año cinéfilo.

Porque la primera hora de la película de Kornél Mundruczó es excelsa. No sólo por la fuerza argumental de lo que cuenta, sino sobre todo por lo bien que lo cuenta. Una sucesión de planos secuencia realmente maravillosos que te dejan boquiabierto por su precisión técnica, su atrevimiento y su equilibrio. Especialmente, muy especialmente, el del parto, casi 20 minutos de plano secuencia (aún con algunas costuras visuales que se dejan ver) ciertamente aterradores, que te hielan la sangre en las venas, unos minutos que pueden ser de lo mejor que vaya a mostrar el cine este año.

Pero… a partir de una pelea madre-hija a mitad del metraje, el film comienza a precipitarse seria e inexorablemente hacia el lamentable precipicio del telefilm de sobremesa comprado al peso y todo languidece, tanto en su guión como en una dirección cada vez más convencional conforme avanza el metraje, como en la propia dejadez de su elenco actoral, que decidió dar lo mejor de sí en su primera mitad para desfondarse de forma descarada en la segunda.

La historia de esta joven pareja modernita que decide llevar a cabo el parto en casa (una decisión tan inteligente como no vacunarse, pensar que la Tierra es plana, beber leche no pasteurizada, afirmar que el coronavirus no existe o dar un golpe de estado escalando la pared del Capitolio… o sea, la actual involución de la especie humana) y que, ante la actuación más que dudosa de la comadrona que llega a asistirlos, termina en tragedia, nos lega un film mucho más que notable en su primera mitad, pero que alguna mano negra decide asesinar sin consideración ni piedad con el espectador con algún tipo de actividad cerebral en su segunda, absolutamente lamentable de solemnidad, plagada de lugares comunes, juicios con sorpresa, familias reconciliadas y todo lo que hace que el estómago te de un vuelco y te decidas a vomitar sobre lo que estás viendo/padeciendo.

Como ya le ocurriera a “Historia de un matrimonio” y todo lo demás, Netflix es la gran experta en desinflar expectativas fundadas y en destrozar arranques impactantes en pro de finales telefílmicos, y esta cinta no es una excepción, por desgracia. Dicho sea de paso, lo del Oscar a la Mejor Actriz Secundaria para Ellen Burstyn encarnado a la madre de Vanessa Kirby, ni de coña, nada más lejos de cualquier tipo de merecimiento.

Una cinta con aire indie pero hechos palomiteros, un error, un engendro que destroza en su segunda mitad todo lo conseguido en la primera.
Sergio Berbel
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