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Estados Unidos Estados Unidos · Chicago
Críticas de Donald Rumsfeld
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Críticas 80
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
9
13 de marzo de 2019
18 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lejos del complaciente relato del nazismo que suele ofrecer el cine, El Capitán articula una visión del mismo que tras su aparente sencillez resulta ser inusitadamente profunda: aquí los nazis no son un bloque prácticamente homogéneo ni un simple atajo de fanáticos que de la noche a la mañana enloquecieron; no hay lugar para la épica, los buenos, los malos o los locos; no hay redención, victoria o libertad. La Odisea de El Capitán no es más que un retrato de los Procesos que permitieron florecer al nazismo y de las personas que se vieron arrastradas por él.

El Holocausto no fue un accidente, fue la Consecuencia Lógica de los Procesos que se habían puesto en marcha durante la revolución industrial; procesos que tras varias mutaciones operan ahora con mayor fuerza que entonces. En él se muestra la faz de nuestra civilización con tan diáfana claridad que lo único que hemos podido hacer desde entonces, especialmente el cine y la televisión, es renegar de aquello como si nada tuviera nada que ver con nosotros, desentendiéndonos de cualquier análisis para no tener que examinar con detalle las causas, para no tener que reconocer que nosotros también somos así, para permitir que todo pudiera seguir más o menos igual. El Capitán, tras su inocente disfraz de fábula (y casi de parábola), supone un acercamiento desprovisto de cualquier tipo de ingenuidad a algunos de los procesos que de un modo u otro convergen y cristalizan en la construcción de los campos de concentración o la puesta en marcha de la Solución Final.

No es fácil matar tanto tan rápido. Lograrlo fue toda una proeza técnica. La causa eficiente fue la escisión entre razón crítica y razón instrumental durante el proceso de industrialización: el campo de concentración, como el nazismo, el estalinismo o el gulag, solo pueden germinar cuando se inserta la lógica industrial (con su pensamiento lógico-racional) dentro de la esfera social; por ejemplo: aniquilar al mayor número de sujetos de la manera más eficiente posible. Figuras claves aquí son los ingenieros que tan metódicamente perfeccionaron las herramientas, los eficientes arquitectos que tan magníficamente diseñaron los campos o los soldados que con tan escrupuloso celo y leal obediencia abordaron su cometido. Como el propio Capitán.

Por otra parte, una de la cosas más sobrevaloradas de la modernidad, también por los propios nazis, es la individualidad: el Yo. Nos creemos completamente a salvo del influjo de los otros. Porque somos completamente diferente de ellos. Somos únicos. Hasta el punto de creer que elegir un determinado modelo de coche o de bandera dice mucho respecto a nuestra personalidad y no respecto a la sociedad en la que vivimos.

El Capitán prescinde de la psicología, del psicodrama, de la individualidad, de la consecuente subjetivización de la realidad y de esa visión inocente, mojigata y hollywoodiense del campo de concentración como lugar excepcional y como excepción en la cual sólo el Otro (nazi, judío, gitano, homosexual…) puede participar.

Prácticamente todo cuanto podemos hacer, pensar o sentir se lo debemos a lo demás. Hoy más nunca y nosotros más que nadie. Sin los demás no sabríamos ni hablar. Y sin las cianobacterias no podríamos ni respirar. Nos creemos dueños de nosotros mismos pero lo cierto es que basta un teléfono móvil o un uniforme para modificar por completo nuestra personalidad (incluyendo modificaciones neurofisiológicas) sin que tan siquiera nos dé tiempo a darnos cuenta de qué ha pasado. Pensáramos lo que pensáramos y fuésemos como fuésemos.

No somos especiales. No somos únicos. No existen los polos opuestos. Hay procesos históricos, burocracias, instituciones que sobrepasan nuestro potencial a nivel individual y que nos determinan de manera tan profunda que incluso en el mejor de los casos, si se quiere mantener cierta cordura, solo podemos aspirar a un par de grados de libertad. Sin embargo, en ocasiones lo único que se puede hacer es intentar sobrevivir. Y ahí ya no hay personalidad que valga.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Donald Rumsfeld
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9
22 de enero de 2019
5 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
American Vandal ejemplifica a la perfección aquello de que lo importante de una historia no es la historia en sí misma sino el cómo se narra la misma: partiendo desde una situación completamente estúpida, grotesca y trivial va trazando espirales concéntricas hasta completar un pavoroso retrato social.

Es incómoda en su planteamiento, autoconsciente en su puesta en escena, brutalmente ácida en sus retratos y reflexiva en su desarrollo. No sólo no hay nada parecido, es una prueba de fuerza de montaje, edición y síntesis: nada tiene sentido sin lo anterior, todo es necesario para lo posterior: la información que se presenta interactúa retroactivamente con la que se ofreció hasta modificar por completo el sentido de la misma; causas que se multiplican, efectos imprevistos e incertidumbre: al final podemos saber algo, pero seguramente no era lo que se buscaba responder.

Sus dos herramientas básicas son el montaje hiperbólico, barroco, culterano, obsesivo, wellesiano, y una puesta en escena tan conceptualista que es casi metafísica, en donde cada elemento es solo el contorno de algo que no se podría mostrar aunque se quisiera. Es invisible. Las ausencias de la serie resultan fundamentales dentro de este esquema; no es lo que se ve o está, es lo que no se ve ni está pero determina cuanto acontece.

Es un thriller retorcido de una claridad expositiva deslumbrante, de ritmo alegre pero pausado, con multitud de recursos formales, técnicos y narrativos; y también es un lúcido ensayo del mundo en que vivimos y de todos los adultos que ayudan a construirlo mediante sus acciones u omisiones. Así, puede enganchar tanto por la maestría con la que elabora su misterio como por el oblicuo retrato social que implícitamente va realizando a medida que se desarrolla la historia.

Por eso, aunque resulte diabólicamente divertida, su significado es devastador. Las variables visibles de la tragedia son los adolescentes, el sistema educativo y el impacto de las nuevas tecnologías sobre los mismos. El resultado son dos paseos de cuatro horas por un museo de los horrores de nuestra sociedad: la curiosidad sustituida por el morbo, lo permanente por lo inmediato, lo justo por lo conveniente, lo bueno por lo útil, la empatía por la ambición.
Un retrato de una juventud incapaz de comunicarse, atrapada en el trabajo sin fin que supone tener que venderse a sí misma a través de las redes “sociales” que mediatizan sus relaciones. Núbiles encarnaciones del liberalismo, alienadas en sus roles dentro de una estructura jerárquica en donde la única vara de medir es el interés simple y compuesto. Profecías autocumplidas del homo hominis lupus capitalista: egocéntricos, amorales, individualistas, manipuladores, agresivos, náufragos en sus pequeñas islas de tecnología. Peritaje cruel, hiriente e implacable de cierta juventud (la que está conectada) y todo el sistema educativo; más que una serie adolescente, es una serie contra ellos. En última instancia resultan ser poco más que víctimas, pues las pollas y la mierda solo son el macguffin para sacar a flote un microcosmos de privilegios, autoridad, prejuicios y clases sociales. Pequeñas comunidades de fantasía donde la mano invisible del capitalismo (variable invisible e independiente) lo regula todo mientras finge no hacer nada. Todo muy adulto y respetable.

Retrato que lejos de conformarse con un víctimas inocentes vs. nacidos para la maldad, se toma su tiempo para describir minuciosamente algunas de las causas fundamentales de nuestra decadencia cultural. Abstrayéndose de lo circunstancial para pasar inmediatamente a lo general, a lo global. Sin víctimas ni culpables. Describiendo, sin juzgar, una sociedad falta de referentes mediante los que posicionarse a sí misma, en la que todo es cuestión de moda y conveniencia. Al fin, sean jóvenes o adultos, sus actos son (casi siempre) igual de estúpidos que las motivaciones finales de los mismos.

Seguramente podría haber prescindido del humor bizarro, mantener el ritmo, ponerse seria (¿qué tal la clásica masacre en el instituto?) y quién sabe si llevarse algunos premios. Pero entonces no sería orfebrería. Es la propia estupidez del tema la que permite, justifica y demanda la enorme divagación a través de la que se revela el ubicuo trasfondo ideológico que impregna cada capítulo. Tan aparentemente neutral como los documentales, tan invisible como la autorregulación de los mercados; pero, en el fondo, completamente sesgado para operar a favor de unos intereses muy concretos: los de sus creadores. Es esa divagación, perfectamente enmarcada por la propia puesta en escena de corte documental, la que permite retratar con precisión como esta ideología invisible y aparentemente neutral se infiltra incluso en los actos más cotidianos para inclinar la balanza siempre hacia el mismo lado.
Donald Rumsfeld
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Fahrenheit 11/9
Documental
Estados Unidos2018
6,6
1.457
Documental, Intervenciones de: Donald Trump, Ivanka Trump, Hillary Clinton, Michael Moore ...
4
6 de enero de 2019
30 de 55 usuarios han encontrado esta crítica útil
11/9 no es el retrato definitivo de Trump; es un collage que da rienda suelta a los miedos, inquietudes y esperanzas de su creador y un puzzle al que le sobran piezas. Es tan vehemente como dispersa, tan iracunda como superficial, tan sensiblera como ingenua. Podría haber sido una buena serie documental si hubiera profundizado un tanto en alguno de los puntos que toca, pero como en vez de escarbar para hallar las raíces del problema se dedica a acumular nombres y acontecimientos, acaba por dejar sin rematar nada de lo que esboza.

Los ejes de coordenadas de este compendio de la ignominia son excesivos: Trump, por supuesto, pero también la calidad de los servicios públicos, el papel de los medios de comunicación, el partido demócrata, las armas, las guerras, el ejército, la juventud, Wall Street… todo ello sin orden ni concierto. Y precisamente porque algunos segmentos son extraordinarios (el de Obama) otros quedan ensombrecidos (la “invasión” de Flint, la alerta de Hawái o el caso de Sanders, que merecía alguna explicación más y alguna lágrima menos); amén de alguna secuencias completamente innecesarias. Además, como la distribución de los tiempos resulta arbitraria, parece que más que seguir un hilo conductor se limita a enumerar atrocidades reales y esperanzas impostadas con la esperanza de remover (las) conciencias (de los votantes de Trump). Pero no dice nada sobre él que no se supiera con anterioridad y la analogía con el régimen nazi resulta superficial e impostada; en este punto, de hecho, alcanza unas cotas extraordinariamente manipuladoras, llegando incluso a doblar un discurso de Hitler con otro de Trump. Si de verdad piensa así es que no se ha enterado de nada. Llamar nazi a alguien no es el mejor punto de partida para comenzar un diálogo. Es como entrar durante la misa mayor, llamar fanáticos a los feligreses y esperar que se hagan ateos. Como mucho te llevaras dos hostias sin haber ido a comulgar.

Como no conviene agobiar al espectador con pesimismo existencial, el documental huye hacia la juventud para refugiarse en un hipotético futuro, triste consuelo cuando tantas generaciones precedentes fallaron de manera tan lamentable aun teniéndolo más fácil. Los chavales, en un furioso alarde de ignorancia, incluso presumen de haberse formado a través de las redes sociales… Observes aquí que el documental por una parte critica cómo los políticos juegan con las emociones de las personas, asegurando que la política del miedo y la ira nunca busca encontrar soluciones y, por la otra, propone como antídoto la rabia que muchos jóvenes estadounidenses, aterrados, enfadados e incluso en estado de shock, sienten ante la situación.

Quizá la parte más salvaje e interesante sea la concerniente a la responsabilidad del partido demócrata. Aquí un político y una estrella se roban la función: Sanders y Obama, y ambos por razones muy diferentes. Mientras que a Sanders le roban la función (sic.), Obama, cual divinidad, desciende desde el cielo entre los gemidos de sus víctimas para pedir un vaso de agua y hacer el mejor autorretrato posible de sus legislaturas y de él como presidente. Lo mejor es ese tremendo <<no es un truco>> mediante el que la bestia se quita la máscara. Nunca un inocente vaso de agua resulto tan abyecto.

El documental acaba concluyendo algo a todas luces obvio: que el proyecto de democracia ha fracasado. Y siguiendo el esquema platónico anuncia la inminencia de la tiranía, equiparando la llegada a la Casa Blanca de Trump con la de los nazis en Alemania (imágenes del Reichstag ardiendo…). Y aquí se equivoca de nuevo. Primero porque desgraciadamente las cosas no son tan sencillas; hay factores de primer orden como (por ejemplo) la globalización, y la subsiguiente deslocalización del capital, que resultan más decisivos a la hora de explicar el fracaso (él lo sabe) que la simple personificación de nuestros problemas en dos o tres figuras públicas, figuras que en todo caso son el síntoma y no el problema.

Segundo. Trump no es Hitler. Trump no tiene ningún programa político, ningún proyecto a largo plazo, ningún ideal. Es alguien completamente pragmático que solo habla y actúa en función de la situación. Lo único que ambos comparten es la desesperada necesidad de aprobación por parte de los demás. El partido republicano no es el partido nazi: la propia cúpula del partido nazi estaba compuesta, desgraciadamente, por personas excepcionalmente competentes, inteligentes y trabajadoras. Y el pueblo estadounidense nada tiene que ver con la Alemania de principios de los 30; pues aunque puedan compartir una situación de miseria creciente y desesperanza hacia el futuro, lo cierto es que los alemanes creían en el poder de la sociedad a través de la política, y no eran en absoluto tan materialistas o individualistas como los estadounidenses; desde luego, no presumían de haberse educado a través de twitter; en cualquier caso, los nazis no disponían de una amplio arsenal de nuevas tecnologías y conocimientos con las que manipular a la población hasta lo más profundo de su voluntad.

Claro, por supuesto que podemos caer de nuevo en regímenes totalitarios, y de hecho puede que solo estemos a una o dos “crisis” de conseguirlo. Pero no por culpa de los demócratas o de Trump o de la tecnología, sino a causa de los fanáticos que siempre han estado ahí. Igual da que la ciencia haya dinamitado uno por uno los cimientos de la astrología, ellos seguirán creyendo en el horóscopo, las virgencitas, los ovnis o el libre mercado. Pero, en el marco general, Trump no supone un cambio significativo con respecto a la tendencia política y social de los últimos 50 años. No es mucho peor que Obama ni mucho mejor que Bush II; definitivamente, no es Hitler reencarnado. Eso sí, los problemas siempre han sido los mismos: la ignorancia y la miseria, el caldo de cultivo ideal para todo buen fanatismo. Y aunque la miseria se pueda curar, la estupidez es infinita.
Donald Rumsfeld
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3
29 de septiembre de 2018
12 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
La Casa de Papel intenta jugar en la misma liga que las grandes series contemporáneas: aspira a ser narrativamente tan compleja, sintética y uniforme como una película, a unas interpretaciones de primer nivel y a una puesta en escena que no eluda los desafíos técnicos. Precisamente son estas características las que actúan como una lente que amplifica las flaquezas del cine patrio.

Pensemos en las interpretaciones.

Si queremos ser justos, hemos de tener en cuenta que en Estados Unidos o Inglaterra son habituales los grupos de teatro y las escuelas de interpretación. Por eso son los mejores. Porque lo maman, lo practican y además tienen a los mejores maestros. Nada de eso sucede en España. De hecho, aquí se doblan las películas.
Los doblajes, salvo casos puntuales, implican tanto una deformación del sonido como una mutilación de las actuaciones. En este último caso, por la simple razón de que la gesticulación facial no se corresponde ni remotamente con el tono de voz. Con frecuencia, como los rostros van por un lado y las voces por otro, lo que debería ser drama se transforma en comedia.

Aún peor: el doblaje establece un peligroso nivel de referencia, pues hay quienes juzgan las interpretaciones sin tan siquiera haberse molestado en escucharlas. Y aunque obviamente el lenguaje verbal no lo es todo, desde la invención del cine sonoro, sí es jodidamente importante.

El resultado de este círculo vicioso es que en España se pueden hacer series (o películas) en las que ningún actor sobresalga, pocos den la talla y el resto no sepa ni vocalizar; y aún así recibir la ovación de crítica y público. Lo cual a su vez retroalimenta toda la cadena.

Seamos honestos: si el nivel de referencia es el de los infames doblajes, entonces las interpretaciones son cojonudas, porque al menos así la expresión y el tono de voz concuerdan; pero otro gallo cantaría si el nivel de referencia fuera el de Breaking Bad o el de Orange Is The New Black.

Por lo demás, es difícil hacer una buena película con buenos actores; y hacer una buena película con malos actores solo está al alcance de unos pocos; si es una serie, seguramente de nadie.

Especialmente cuando el guión es un cúmulo de despropósitos: ideas sin concluir, casualidades fatídicas, fallos de coherencia, agujeros, giros tramposos… La propia idea central es ridícula tanto en su planteamiento como en su desarrollo. Nada transpira veracidad, autenticidad o rigor.

El montaje es tan incoherente como el propio manejo de los tiempos: los actores se teletransportan, los días tienen 84 horas o no existen. Las escenas de acción no tienen ritmo ni verosimilitud: lamentables trombos a 45 km/h, tiroteos a bocajarro con menos tasa de mortalidad que el Equipo A, planos y velocidades simplemente cutres. Pretende ser muy grande y espectacular, pero en la práctica se sitúa entre el culebrón matinal y el telefilm siestero, con un diseño de producción y unos efectos especiales ya desfasados en el Hollywood de los 70. Su única bondad técnica es una iluminación algo más cuidada de lo habitual.

No he visto nunca una sola gran serie o película que pretendiera parecer lo que no podía ser y saliera airosa del envite. Por lo general, lo mejor del cine español (o italiano, o japonés, o…) ha sido el modo en que sus autores transcribían al lenguaje cinematográfico aquellas características culturales que les hacían diferentes: la idiosincrasia de los personajes y el uso de sus propios estereotipos, su Historia o circunstancias históricas, la manera en la que juegan con los códigos lingüísticos o en la que amoldan los cinematográficos a las peculiaridades de sus culturas, la forma en que se muestran determinadas situaciones y sus posibles respuestas. De hecho, lo más interesante de La Casa de Papel es justo eso y no el traje de Hollywood made in Leganes con el que se pretende disfrazar.

En el fondo la serie no es más que un ajuste de cuentas y la coartada económica no es más que una fantasía para dejarnos satisfechos y justificar a los personajes de la manera más reaccionaria y moralista posible. Eso es lo más importante. Que el espectador quede satisfecho. Que se haga “justicia”. Tener un montón de dinero.

¿Cómo puede ser gamberra o rompedora una serie que busca satisfacer a su público hasta ahogarlo en azúcar mediante sentimentalismo barato?

Es justo al contrario. La serie sostiene que dado que todos roban, el más listo es el que sabe montárselo a lo grande. Y digo, acaso no es una sorprendente coincidencia que esa línea argumental encaje perfectamente con la mentalidad de nuestros empresarios/ultraderecha: robo (de la fábrica) y explotación (de los rehenes) como los principios activos del éxito. Total, todo el mundo lo hace. Incluidos los propios empleados. Pero por si no hubiera quedado claro, la serie también juega a situar el dinero no simplemente como remedio de todos los males, sino como un fin en sí mismo. Lo importante no es tener suficiente, porque siempre hay más; lo importante es tener todo cuanto se pueda. Motivando a sus protagonistas con cantidades obscenas y materializando la clásica fantasía capitalista de la acumulación/producción sin límites: las máquinas sólo deben parar de producir el tiempo necesario para garantizar su adecuado funcionamiento.

A mi juicio, gamberro hubiera sido hacer entrar a saco a los GEO y haberse cargado a unos cuantos adolescentes; prescindir de coartadas sentimentaloides, poner a unos atracadores y no a un grupo de pop-rock; un todos muertos o en la cárcel. En resumen, lo verdaderamente rompedor hubiera sido un poco de honestidad por parte de sus creadores. Especialmente porque tratándose de Antena 3 nadie se lo hubiera esperado.
Donald Rumsfeld
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9
13 de septiembre de 2018
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Por lo general, el cine y las series de televisión raramente plantean escenarios apocalípticos plausibles.

Quizá porque en su esfuerzo por pretender resumir procesos que conllevan siglos a un momento concreto eluden la naturaleza más esencial del propio proceso. Desde una perspectiva individual, es la propia lentitud con la que suceden los grandes cambios lo que les convierte en especialmente devastadores. Una extinción masiva, salvo “accidentes” tipo asteroide y por el estilo, no sucede de un día para otro. Lleva su tiempo. Nosotros llevamos 200 años intentándolo y aún no lo hemos conseguido. Del todo.

O por el trasfondo religioso y moralista del que estas películas y series suelen hacer ostentación. Donde el apocalipsis (o el post) es básicamente una nueva oportunidad, un camino de retorno al paraíso perdido, un modo de restablecer el equilibrio.

Tránsito que suele ser narrado en clave de espectáculo.

Además, por razones obvias, las variables científicas que en ocasiones actúan como gancho no pueden ser tratadas con seriedad. Precisamente porque el escenario es bien sencillo: es posible que en un futuro (próximo) no haya productos que impliquen procesos a escala global. Ni siquiera bicis o fertilizantes. Pero sí, quizá, unos cuantos burros.

EL Caballo De Turín ignora olímpicamente todas esas preconcepciones religiosas, literarias y cinematográficas y se arroja de lleno a los rigores del apocalipsis. Al día a día del fin de la humanidad. No hay héroes ni redención ni planos panorámicos desde el espacio, no es emocionante. Puede no ser más que una lenta agonía. Una agonía en la que el futuro se transforma en impenetrable oscuridad. Porque, de hecho, sin humanidad no hay futuro ni sentido (histórico) ni apenas línea temporal. Solo acontecimientos. Actos que se repiten miles de millones de veces.

El Caballo De Turín más que una película apocalíptica es una ascética elegía al humanismo; cuyo cadáver aún sigue siendo pisoteado por nuestra sociedad.

Claro, la humanidad es algo más que una suma de individuos. Sin sociedad no habría personas. No hará ni cinco siglos que la humanidad alcanzó el suficiente grado de complejidad como para poder empezar a analizarse a sí misma, a organizarse conforme a principios racionales y cartografiar el universo con cierta precisión. Es decir, que para lograr comenzar a ser conscientes de nosotros mismos como sociedad, para comenzar a vislumbrar lo que significa la humanidad, su lugar dentro de la naturaleza y su impacto en ella, hemos necesitado aproximadamente 200.000 años y mucho azar.

Por lo tanto, contrariamente a lo que todo anuncio sugiere implícitamente, la humanidad nunca ha sido presa de ningún tipo de exceso de espiritualidad ascética o racionalismo cartesiano. Y sin embargo, desde que la sociedad comenzara de manera sistemática a intentar llevar luz a las tinieblas, de llevar la razón a lo inconsciente, de organizarse en torno a criterios humanos (p.ej: justicia, igualdad y libertad) y no según la voluntad de cualquier tirano, no han faltado los visionarios que han puesto toda su energía en intentar sofocar ese tímido intento. Nietzsche, por ejemplo, confundió lo estético con lo moral para acabar desvariando con el heroísmo guerrero y cosas por el estilo. Mientras, otros, sometidos a las espectrales “leyes del mercado”, ignoran con premeditación la naturaleza crítica de la razón y la someten a fines puramente instrumentales, al margen de todo interés social. Obviamente es mucho más fácil ceder a un impulso que controlarlo, hacer que comprender o sentir que analizar. De hecho, a pesar de todo, a día de hoy a miles de millones de personas seguimos guiando nuestras vidas en función de creencias absolutamente irracionales.

Dada la inevitable “lentitud” que conlleva perpetrar una extinción masiva y la tenacidad que requiere, quizá haya que plantearse la posibilidad de que ese apocalipsis ya haya comenzado y que no sólo no seamos capaces de enfrentarlo sino que encima paguemos para que nos cuenten utopías redentoras. Disney ®. Así, el futuro de la humanidad puede seguir evaporándose en armas, coches, cremas faciales y otras fantasías e ilusiones. Así podemos seguir negando que envejezcamos o que seamos seres humanos. Así podemos seguir creyendo.

Caballo de Turín no necesita emplear recursos de ciencia-ficción. Podría ser el futuro o no. Podría estar ambientada durante una mala racha en una aldea subdesarrollada lo mismo que en el siglo XIX. Lo más extraordinario que hay en ella son las digestiones del protagonista. Por lo demás, está sucediendo ahora mismo.

La película ha sido vaciada de cualquier significado y connotación para articularse en torno al nihilismo más aterrador. Representa la nausea de un presente sin futuro y la certeza de que por lo tanto cualquier acto es inútil desde ya. Es una película apocalíptica en donde no sólo se ha reimaginado de 0 todo el apocalipsis, sino que también este ha sido reducido a 0 para que a partir de ahí que cada cual piense y sienta lo que quiera y pueda.

Nota Bene.
Una vez el castillo de naipes comience a ceder, si lográis, que no, sobrevivir a la primera y fulminante ola de mortalidad no esperéis maná del cielo por mucho que creáis estar en el desierto. Olvidad la carne y el pescado. Dad por seguras incansables tormentas de arena tras cuyo paso las cosechas se echarán a perder y todo quedará un tanto más viejo y oxidado. Definitivamente más oscuro. Vosotros mismos estaréis más cansados. Más grises. Finalmente, si tenéis el privilegio de ver como se apaga la última vela, comprenderéis lo inútil de volver a hacer algo a menos que sea estrictamente necesario. La nada es la clave de todo.
Donald Rumsfeld
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