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España España · Las Palmas de Gran Canaria
Críticas de Arsenevich
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Críticas 93
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
10
8 de enero de 2019
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Según la Academia, ponerse las botas significa «enriquecerse o lograr extraordinaria conveniencia» o «sacar gran utilidad o provecho de alguna empresa». Y sinceramente, eso es lo que yo hago con este tipo de cine sumamente artístico, equilibrado y consistente. La verdad, siento que salgo reforzado a nivel sentimental, intelectual y vivencial cada vez que me topo con una película de estas características y de semejante calibre. No sólo me sirve para apreciar el incalculable valor cinematográfico que poseen este tipo de obras, sino que directamente me dejan con una sonrisa bobalicona en la cara para el resto del día.

Películas míticas y monumentales como «Murieron con las botas puestas» no necesitan, desde luego, ninguna reivindicación desde esta tribuna, pero voy a practicar una pequeña defensa en vista de algunos de los comentarios que he podido leer. La verdad es que los paralelismos o divergencias históricas entre el George Armstrong Custer real y el que interpreta Errol Flynn en la película me interesan lo justo. La función principal del cine no es plasmar la realidad en la pantalla sino, justamente, crear una realidad paralela que durante un buen puñado de minutos nos abstraiga de aquella (la mayoría de las veces menos agradable). Por otro lado, veo con estupor cómo se acusa a directores como Raoul Walsh (y con él podría incluir a John Ford, William Wyler, Michael Curtiz y algunos más) de ser meros fabricantes de chorizos, simples mercenarios a las órdenes de los grandes estudios. Se suele decir de estas películas que «eran encargos», y que muchos de estos cineastas «se vendían a las imposiciones ultraconservadoras de los productores» (especialmente en su afán por crear héroes americanos modélicos, como bien puede ser el Custer ficticio que vemos en este film). Me parece que en este sentido se pierde algo de perspectiva. Lo que ocurre es que eran cineastas inconmensurables y de una versatilidad impresionante. Su talento era tan grande que podían ajustarlo a las necesidades de un gran estudio y aun así ofrecer películas que no están desprovistas de su sello fílmico ni de los mimbres que componen una excelente narración cinematográfica. Eran directores todoterreno para quienes la construcción de la historia era prácticamente una religión, algo que estaba por encima de sus ideologías o de sus veleidades como creadores. Eran artesanos, y muchas de sus películas resultan, por consiguiente, maravillosas piezas de artesanía.

Uno de los aspectos que más me fascina de «Murieron con las botas puestas» es el prodigioso equilibrio narrativo que mantiene durante los ciento treinta y tres minutos de proyección. La historia no decae en ningún momento, y Walsh muestra una habilidad asombrosa para intercalar secuencias de acción y aventura con encuentros intimistas en base a diálogos que son oro puro. Los momentos de conquista del héroe, apelando al más puro sentido del romanticismo discursivo, resultan emotivos y apasionantes, muy auténticos debido a la impresionante química que se desprende entre los dos intérpretes (Flynn, enorme; De Havilland, guapísima y con los sentimientos a flor de piel). A la hora de dibujar el retrato del héroe el guion no se olvida de señalar su condición de alcohólico y de cadete problemático y poco disciplinado, componiendo una imagen compleja y sumamente atrayente del personaje. Otro de los aciertos más importantes de la cinta me parece la inclusión de ciertos momentos de humor que son seña de identidad del cine de aquella época: la llegada del protagonista a West Point, el almuerzo con el general o la confusión que le convierte a él mismo en general resultan momentos deliciosos que calibran la temperatura de la película y la hacen desplazarse entre el drama, el Western, el cine épico y la comedia clásica con prodigiosa armonía. Todos estos elementos, perfectamente yuxtapuestos, componen una película mítica y conmovedora.

Cine para ver libre de prejuicios y con respeto y devoción. Cine para disfrutar y deleitarse con el desarrollo de una historia estupenda, un guion magnífico, una banda sonora épica y unas interpretaciones inalcanzables.

Cine con mayúsculas.
Cine para ponerse las botas.
Arsenevich
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10
8 de enero de 2019
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cine de gánsteres que había jalonado buena parte de la estructura de Hollywood durante los años treinta con títulos tan relevantes como «Hampa dorada» (Mervyn LeRoy, 1931), «El enemigo público» (William A. Wellman, 1931) o «Scarface, el terror del hampa» (Howard Hawks, 1932) encuentra su cúspide y culminación con esta fabulosa obra maestra de Raoul Walsh, que compendia en una proyección de 102 minutos el retrato de la convulsa sociedad americana durante los llamados «años locos», es decir, la siempre fascinante década de los años veinte.

Manejando con su característica maestría narrativa diversos registros a los largo de toda la proyección, Walsh nos lleva desde las trincheras de la Primera Guerra Mundial, poco antes del armisticio, hasta las postrimerías del año 1930, cuando el desplome de la bolsa de Wall Street provocó la mayor crisis económica y social de la historia americana. El guion se desliza a través de la fábula de tres personajes: Eddie Bartlett (insuperable James Cagney), un joven honesto y trabajador que al regresar del frente se encuentra sin empleo y, casi por casualidad, pasa a formar parte de una red de contrabandistas de alcohol para locales clandestinos. George Hally (Humprhey Bogart) encarna la otra cara del crimen: se trata de un oscuro facineroso sin escrúpulos, violento, vengativo y ávido de poder. El tercero es Lloyd Hart (Jeffrey Lynn), un joven aplicado que estudia la carrera de Derecho y lleva los asuntos legales de la empresa de Bartlett, hábilmente camuflada en una compañía de taxis, pero que en realidad lucha por ejercer la abogacía lejos de los bajos fondos del hampa. En medio de este terceto de personajes surgen Jean Sherman (bellísima Priscilla Lane), y Panama Smith (Gladys George), dos mujeres de caracteres totalmente opuestos.

Como de costumbre, Raoul Walsh hace gala de una habilidad narrativa realmente encomiable. Valiéndose de un montaje dinámico y contagiando al film de una agilidad que le permite cubrir una década de tiempo narrativo en poco más de una hora y media de proyección, tanto los hechos como las tomas documentales van desgranando la crónica de una época convulsa y crispada por la irrupción del crimen organizado en la sociedad americana. Con gran habilidad, la voz en off pone en situación al espectador, al tiempo que le ofrece un carrusel de imágenes directamente relacionadas con los hechos históricos que se mencionan; a continuación, el director coloca el bloque narrativo correspondiente, dotando de una magnífica continuidad a todo el relato.

Los caracteres de los personajes están magistralmente trazados merced a unas interpretaciones antológicas, entre las que destacan las del joven Bogart y la de un James Cagney deslumbrante. La precisión de guion resulta tan evidente que apenas resulta necesario que los personajes digan cuatro palabras para que ya tengamos un retrato claro de su personalidad y de su pasado. Esta es una característica bastante frecuente en los films de Raoul Walsh y, por extensión, en buena parte del extraordinario cine que se hacía por aquellos años.

Un apunte final para el tema de la violencia. Debo decir que me hace mucha gracia cuando oigo o leo comentarios acerca de la habilidad para tratar o retratar la violencia en el cine en directores como Scorsese, Tarantino o Peckinpah (aunque la admiración por este último y su visceral exposición de la violencia puedo llegar a entenderla). En mi opinión, nadie trabajó mejor la violencia en el cine que Raoul Walsh. Sin salirse de la norma básica del buen cine (mejor sugerir que mostrar), este gran maestro elabora secuencias de una crudeza sin igual, pero en ningún momento renuncia a sus principios estéticos y los actos de violencia encajan con extraordinaria coherencia en la armazón de la película, tanto a nivel formal como discursivo. Con esto no quiero denostar ni a Scorsese ni a Tarantino, ni a su habilidad para exponer la violencia a través de su cine; sólo estoy exponiendo que en ocasiones siento que se cae en adjetivaciones fáciles y un tanto rocambolescas. Creo que cualquiera que desee tomar lecciones de cómo se aplica el concepto de violencia en el cine no tiene más que ver «Los violentos años veinte», seguida de «Al rojo vivo», y con eso tendrá un curso intensivo y completísimo.

Maravilloso desenlace, trágico y casi operístico, para una de las obras maestras totales del cine clásico. Una más del maestro Raoul Walsh, quien vuelve a demostrar que no importa la temática o los mimbres narrativos que tuviera que manejar: su cine, indefectiblemente, terminaba siendo un producto artesanal, fruto del oficio, la entrega y la convicción artística.
Arsenevich
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9
8 de enero de 2019
7 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Todo el talento visual y la extraordinaria capacidad narrativa de este cineasta inalcanzable se funden con las virtudes interpretativas de un trío inmejorable para dar forma a este Western magistral y absolutamente icónico, no tanto por auparse al trono de los más representativos (si hiciéramos una lista de los diez Westerns más icónicos probablemente no estaría) pero sí por reunir a lo largo de la proyección todos aquellos elementos que conforman el canon básico del género por excelencia. Léase: la muchacha bonita, el hombre de negocios, el héroe noble y aventurero, el hermano inmaduro y borrachín, los mejicanos fieles y laboriosos, los nativos (a quienes se trata con un respeto narrativo ejemplar), el salón, la caravana de carromatos y bártulos, el ganado a transportar y un largo etcétera. Por si esto fuera poco, Walsh se lanza a un apasionante periplo desde Montana (donde comienza la historia) hasta Texas, para después hacer regresar a los personajes hasta el estado del norte acarreando con ellos más de cinco mil cabezas de ganado. Sin duda un proyecto narrativo sumamente ambicioso, casi tanto como el que persiguen los protagonistas en su augusta peripecia.

Como suele hacer, Walsh salpimienta la trama con pizcas de otros géneros, como la aventura, el romance o la comedia, presentes durante toda la proyección. El sentido de la épica se deja sentir en cada fotograma de este film y las tomas panorámicas, en un espectacular formato Cinemascope tan ancho como el mismo desierto, nos ofrecen toda la grandiosidad del paisaje y la belleza del entorno, tan imponente como temible. La banda sonora contribuye en gran medida a acrecentar la sensación de gran aventura, de circunstancia casi histórica.

Es necesario recalcar el punto quizá más fuerte de la película, y que no es otro que el magnífico «tour de force» interpretativo que se genera entre un Robert Ryan aplomado y circunspecto y un Clark Gable en su línea, es decir, absolutamente magistral. La tensión entre los dos personajes es total porque la trama juguetea en todo momento con los elementos que conviven entre las dos personalidades: por un lado el corazón de Nella Turner (irresistible Jane Russell), y por otro el suculento botín que han de embolsarse una vez que entreguen el ganado en Montana. Pero al mismo tiempo ambos saben que deben unir sus fuerzas para enfrentarse a enemigos comunes: los elementos geo-climatológicos, las partidas de milicias locales que pretenden cobrar un tributo por dejarles atravesar las fronteras, las tribus de nativos que caerán sobre ellos, etcétera. El duelo de miradas punzantes, gestos contenidos y palabras dichas a medias entre ambos resulta apasionante y aporta mucha tensión a la trama. Por si fuera poco, la inclusión de Clint Allison, hermano menor del héroe, sirve como contrapunto y como vértice de conflicto en su deseo contenido por Nella, que se muta en constantes desmanes y bravuconerías para con la chica. De esta hay que decir que juega un papel clave en la película ya desde el comienzo, cuando la vemos regentar esa reducida cabaña a merced de la nieve de la que parece suplicar ser rescatada.

Otro trabajo maestro del irrepetible Raoul Walsh, que demuestra una vez su gran capacidad de adaptación para cualquier género, desarrollando con absoluta solvencia y abundancia visual un film maravilloso. El enorme trabajo del reparto y la fuerza de la historia la convierten en una de las películas del Oeste más completas jamás rodadas, un Western que se aferra a sus elementos icónicos y los transporta a la pantalla con espíritu épico y reminiscencias legendarias.
Arsenevich
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10
8 de enero de 2019
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Suelo hacer una clara distinción entre lo que considero «cine de gánsteres» («Hampa dorada», «Los violentos años veinte», «Scarface, el terror del hampa») y «cine negro» («El sueño eterno», «Retorno al pasado», «El halcón maltés»). Incluso también existe la matización cuando en ciertas películas de cine negro el protagonista no es un detective o un policía («Perdición», «El cartero siempre llama dos veces», «La mujer del cuadro»). Pero a la hora de considerar «El último refugio» creo que el maestro Raoul Walsh consiguió amalgamar con extraordinario equilibrio muchos de los elementos que predominaran en el cine de gánsteres de los años treinta, al tiempo que también logró prefigurar muchos de los aspectos del posterior cine negro, ese que formaría la columna vertebral de buena parte de la producción de Hollywood durante los años cuarenta.

Entonces, a medio camino entre una y otra escuela, aparece esta soberbia adaptación de la novela de W. R. Burnett, de manos del propio Burnett y del joven John Huston, que ese mismo año debutaría como director con «El halcón maltés». Bogart logra su consagración definitiva interpretando a Roy Earle, un criminal de luenga experiencia que sale de prisión dispuesto a dar un golpe final que le permita no sólo retirarse de la vida criminal, sino también redimir su pasado tortuoso formando una familia. El halo de fatalidad que persigue al protagonista durante su periplo queda señalado en el film por medio de una serie de guiños y simbologías que Walsh (digámoslo ya: uno de los más grandes directores de la historia) plasma con singular maestría. La presencia del perro quizá sea la más llamativa, pero hay algo más en el comportamiento casi resignado de Earle, perfectamente dibujado por el enorme trabajo de Bogart.

Un jovencísimo Arthur Kennedy y una cautivadora Ida Lupino acompañan el viaje del personaje hacia su propia perdición. La brutal escalada de violencia criminal encuentra su manifestación física en la ascensión final de Earle a la cumbre de esa «alta sierra» que da título al film. Walsh humaniza al héroe haciéndole partícipe de un notable acto de caridad, cuya nula recompensa terminará de empujar a Earle al precipicio de su propia abyección. Es digno de mencionar el absoluto respeto que los criminales de poca monta con los que tiene que tratar profesan a Earle, considerándole casi un prócer y evidenciando un síntoma propio del submundo de los criminales y facinerosos.

Pero, como siempre, lo más destacable de todo es la maestría de Walsh para narrar la historia y su increíble economía de medios. Es una auténtica gozada verle trazar el perfil psicológico de los personajes con apenas cuatro pinceladas y la forma tan clara en la que transmite y sugiere circunstancias y pormenores al espectador con un diagrama de planos efectivo y sencillo, pero de una potencia narrativa inimitable. El desenlace intenso y trágico nos muestra el derrumbe total del héroe, acorralado por la justicia y separado de esa chica aventurera que ha decidido seguirle hasta las últimas consecuencias. Al final, y como la mayoría de los malvivientes que pueblan el cine negro de los cuarenta, Earle acabará más solo que un perro. Impresionante plano final, rodado con la solvencia y la convicción de los grandes maestros.

Film redondo y sin fisuras, no sólo consolidó a Bogart como a una estrella mundial, sino que sirve de quiebre, de película de transición entre el cine de gánsteres y el cine negro propiamente dicho. Contiene todos los ingredientes discursivos y formales para emerger como una película memorable.
Arsenevich
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9
8 de enero de 2019
9 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
No suelo gustar mucho de las películas corales, es decir, de aquellas en las que muchos directores meten la mano; por lo general, el resultado suele ser un producto heterogéneo y poco armónico. Pero lo cierto es que me ha sido imposible no enamorarme de esta maravillosa película, de este Western ambicioso en el que se reúnen muchos de los grandes directores y actores del género. Sólo ver en pantalla a John Wayne, James Stewart, Gregory Peck y Henry Fonda juntos (aunque no coincidan en pantalla) es suficiente como para que cualquier fan del viejo género se sienta embelesado. Hathaway («The River», «The Plains» y «The Outlaw»), Marshall («The Railroad») y Ford («Civil War») tras las cámaras aseguran la excelsa calidad de la realización.

La historia nos habla del espíritu de conquista del pueblo norteamericano, superando barreras naturales y culturales y forjando su sociedad actual. Las premisas que el pueblo estadounidense puede plantear en su convivencia con el resto de las naciones nos pueden caer mejor o peor, pero resulta innegable que estos retazos de su historia interna, y comunicados a través de un cine tan portentoso, resultan de enorme interés. La expansión de los colonos del este siguiendo la ruta del sol nos habla de un ímpetu de exploración que está en el ADN de los nacidos en el gran país del norte.

Cinematográficamente la obra está planteada como las grandes piezas de artesanía que solían elaborarse por aquellos años. La Obertura, el Intermedio, el Entreacto y el Final ayudan a separar el gran bloque en pequeños segmentos muy coherentemente conectados a través del itinerario de las hermanas Prescott, Eve y Lilith, introduciendo a los personajes en el corazón de los hechos históricos más relevantes de mediados del siglo XIX, incluida la Guerra de Secesión, episodio-puente magistralmente dirigido por Ford y con John Wayne en el rol del mítico general Sherman.

Son muchas las escenas memorables, pero quiero destacar lo impresionantemente rodadas que están tanto el descenso en balsa a través de los rápidos como la estremecedora estampida de búfalos y bisontes en el penúltimo episodio. La maestría cinematográfica de estas dos secuencias y las sensaciones que despiertan en el espectador son dignas de elogio. También quiero mencionar el impresionante trabajo de fotografía, en Cinerama y con una paleta de colores fabulosa, y haciendo gala de unas panorámicas espectaculares de los paisajes en todas las estaciones del año, y la portentosa banda sonora de Newman. La cinta funciona al mismo tiempo como compendio a todos los grandes temas que han forjado el Western a lo largo de los años: la Guerra Civil, la fiebre del oro, los tahúres, el ferrocarril, los conflictos con los nativos, los tiroteos entre sheriffs y bandoleros, las caravanas de carretas y yuntas rumbo a California, etcétera. Además de narrarnos la conquista del Oeste, el film también nos cuenta cómo fue, para el ánimo cinematográfico de estos directores colosales, la conquista de un género.

Se trata de una de esas películas que son puro disfrute, una auténtica gozada no sólo para los fans del género como yo, sino para cualquiera que ame el buen cine. Una pieza hecha con mimo y ambición a la vez, y en la que se puede ver en pantalla a auténticas leyendas del séptimo arte.

Maravillosa.
Arsenevich
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