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España España · Barcelona
Críticas de Juan Poz
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Críticas 41
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
9
23 de enero de 2017
1 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Encontrar la ópera prima de Cassavetes, Sombras, el protoindie del cine usamericano, me ha servido para confirmar que desde su debut en el cine John Cassavetes no era un director al uso, sino una mirada nueva, distinta, a la realidad, tal y como se confirma en esta película que, como se indica al final de la misma en sobreimpresión, es el resultado de un ejercicio de improvisación, por más que tuviera un guion previo que marcara el desarrollo de las escenas. Estamos, pues, ante un intento de cinema verité estrictamente canónico, porque el desarrollo de la acción sigue la vida, sobre todo nocturna, aunque también hay alguna incursión diurna, como la salida a Central Park, de tres hermanos mulatos en la Nueva York de 1959, con una banda sonora de puro jazz, a cargo de Charles Mingus, no solo excelente músico de jazz, sino destacado activista en favor de los derechos de los negros, y de ahí, acaso, su aparición en esta película en la que la “cuestión racial” juega un papel tan importante en el fracasado emparejamiento de la protagonista con el joven blanco de quien se enamora y quien exhibe algo más que dudas a la hora de aceptar convivir con la mujer a quien acaba de desvirgar, unas secuencias excepcionales en las que ambos actúan con una sinceridad interpretativa que acongoja al espectador. La película tiene, sin embargo, muchas otras secuencias extraordinarias, como la del intento de ligue de los tres amigos, tres ninis talluditos y sin norte vital, que van viviendo un mucho adocenadamente, no queriendo enfrentarse a la realidad de la responsabilidad individual, como se pone de manifiesto en el encuentro en un bar en el que la hermana se opone a que su hermano y sus amigos la acompañen, a ella y a su Pigmalión enamorado, a un party literario en el que la protagonista conoce al joven desubicado en ese ambiente highbrow, un ecosistema intelectual perfectamente retratado por Cassavetes, con una ironía inmisericorde, muy pareja a la contemplada en no pocas películas del neorrealismo italiano. El hermano y sus dos amigos, blancos, por cierto, deciden, para demostrar que no son unos ignorantes, visitar el MOMA, y esas secuencias de su visita a las esculturas exhibidas en el jardín es un correlato del party intelectual al que asistirá su hermana en compañía de su Pigmalión. La película empalma situación tras situación mediante fundidos en negro que marcan el final de las escenas en las que los tres actores principales, los hermanos que comparten el piso, exhiben ante la cámara la desorientación vital que encarnan: el hermano intermedio, un trompetista de jazz obsesionado con Charlie Parker, de quien habla como de un dios; el hermano mayor, que arrastra por clubs de mala muerte una patética carrera de solista con anticuada voz de tenor y un representante que, cinematográficamente, vale su peso en oro; y la hermana pequeña que tiene aspiraciones artísticas, aunque su mentor critique sus realizaciones con el afán de contribuir a elevar su nivel de exigencia artística. Cuando el hermano mayor descubre, al volver de sus actuaciones, que su hermana sale con un blanco, lo echa de casa desconsideradamente, en una actitud, por cierto, nítidamente racista y propia de la radicalidad con que se vivía entonces el enfrentamiento racial, del que nos acaba de llegar a las pantallas una historia conmovedora: Loving, acaso próximamente en este Ojo… El party en casa de los hermanos, en el que una amiga se empeña en “venderle” un buen partido a la hermana pequeña, está a la altura del party intelectual descrito con anterioridad, y, más tarde, la paciencia del candidato en casa de los hermanos, sufriendo un inmerecido castigo de eterna espera a cargo de ella, es un fragmento de vida en estado puro, del mismo modo que lo es el baile de ambos, en el que el aspirante a los favores de la hermana exhibe una humanidad sobresaliente. La película, en maravilloso blanco y negro, que capta sobre todo el pulso de la noche de Nueva York , adquiere por momentos una naturaleza icónica, porque los planos de la ciudad “que nunca duerme”, en la mejor tradición del cine negro usamericano, destacan un mundo referencial de imágenes con las que los cinéfilos hemos crecido, y si a ello se le suma la banda sonora, la complacencia sube muchos grados. De igual manera, el retrato de los tres hermanos abunda en el uso de los primeros e incluso primerísimos planos, lo que permite que, más allá del guion de partida, sean sus miradas y sus gestos los vehículos de la expresión acabada de sus muy diferentes personalidades, lo que los llevará de la fraternidad al enfrentamiento y de vuelta a la armonía y, más allá del tiempo acotado por la película, a futuros enfrentamientos, porque Sombras es un intento de describir la fluidez de la vida, su corriente profunda, por más que se perciban confusamente, como las sombras recortadas contra la noche que las engulle, porque los tres personajes son los primeros en percibir su propia confusión y sus miedos, motores implacables de sus vidas. Cassavetes no es un autor que se proponga complacer al público, sino acercarse a verdades existenciales de tomo y lomo. Esta película no triunfó en Usamérica, pero sí en Europa, de donde regresó a Usamérica casi como una novedad europea, lo que le permitió, después, rodar la clásica e impactante Un niño espera, un melodrama contundente que sobrecoge al espectador. Más tarde vendrían obras maestras como Noche de estreno, por ejemplo, en la que su mujer Gena Rowlands hace inservibles los adjetivos para describir su interpretación.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Juan Poz
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8
22 de enero de 2017
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Rodada el mismo año que El último y dos años después que Nosferatu, Las finanzas del gran duque es una comedia en tono de opereta, al estilo de El prisionero de Zenda, que tiene un arranque curiosamente moderno: El gran ducado tiene una deuda impagable y está a punto de entrar en bancarrota para poder hacer frente a su principal acreedor, un financiero judío -y en ello la guionista debió de hacer valer su acreditado talante xenófobo- , que no acepta más largas del ministro de finanzas del duque. El ducado de Abacco, gobernado por Ramon XXII, no puede hacer frente a los pagarés presentados por el financiador de la deuda, pero la actitud de su soberano ante los asuntos del Ducado es de una irresponsabilidad absoluta, algo así como “Dios proveerá”. Cuando todo está ya a punto de la declaración final de bancarrota, se presenta en la corte un aventurero comercial usamericano que pretende explotar unas minas de azufre en la isla, concesión por la que estaría dispuesto a pagar el triple del valor de la deuda reconocida del Ducado. El soberano se imagina, entonces, lo que supondría, en términos de contaminación y enfermedades para sus súbditos dicha explotación y se niega. Desalentado por esa recepción, el usamericano alentará una revolución, ya en marcha, contra el gran duque. Las fuerzas opositoras, encabezadas por quien interpretó Nosferatu con Murnau, Max Schreck, son unos desharrapados pordioseros que vienen a representar algo así como los desgraciados que soportaban la monarquía francesa antes de la Revolución, la que dio nombre a todas las que la siguieron. Los opositores están vistos a medio camino entre el expresionismo y el tenebrismo de Freaks, aunque avanzándose notoriamente al director usamericano. La situación casi vodevilesca se complica con la intervención de una duquesa rusa que, huyendo de la protección rígida de su hermano, desea casarse con el atractivo gran duque de Abacco y aportar su dote para salvar el Ducado. Cuando el duque pasa al continente, la revolución estalla, los revolucionarios se hacen con el poder y la situación no se vuelve irremediable porque un especulador que había comprado deuda de Abacco y ve cómo el soberano ha sido destronado, se las ingeniará para que la fuerza naval rusa capitaneada por el hermano de la joven que quiere casarse con el apuesto duque de Abacco vaya a la isla para contribuir a liberar al duque, que ha sido capturado tras volver a su Ducado y está a punto de ser ejecutado en la horca. Antes de volver a su isla, el gran duque ha tenido la ocasión de presentarse de incógnito ante la duquesa rusa, quien lo ignora frente al bien mayor de su boda ducal. El reencuentro, así pues, teniendo el duque la soga en el cuello, tiene una emotividad añadida a la burla de la ridiculez de los métodos revolucionarios y de sus asustadizos representantes, presentados en la película como si de infrahumanos se tratara, auténticamente animalizados. Se trata, en resumidas cuentas, de la única comedia que dirigió Friedrich Wilhelm Murnau, producida por la UFA y que supuso un gran éxito de taquilla en su momento. El guion lo firma quien fuera mujer de Fritz Lang, Thea von Harbou, de quien se separó para permanecer en Alemania al servicio de la producción cinematográfica nazi, como disciplinada militante del partido que fue. La fotografía, espléndida en los interiores y discreta en los exteriores, pertenece a Karl Freund, que trabajó con Frit Lang en Metrópolis, y otros éxitos en Usamérica tras, él sí, exiliarse del terror nazi. La parodia política no excluye ciertas cargas de profundidad que, so capa del tono ligero de la película, permiten intuir severas descalificaciones de los recursos del autoritarismo antidemocrático que esconde la situación de inminente bancarrota del Ducado. La figura despreocupada, bon vivant, del atractivo y ocioso duque, ajeno por completo a la dura realidad de la deuda pública que financia su irresponsabilidad no excluye, así mismo, el rapto de generosidad para con su pueblo que supone el veto a la explotación de la mina de azufre, aunque ello suponga la bancarrota, su caída y el exilio. De hecho, la intentona revolucionaria le pilla en el exilio, donde se consuma su previsible final. Al perder todas las acciones del Ducado su valor, el acreedor lo pierde todo, así como el especulador, que ha comprado buena parte de la deuda del Ducado cuando este estaba prácticamente en números rojos, si bien el segundo, cuando logre derrotar a la revolución y entronizar de nuevo al gran duque, recobrará el valor de su inversión e incluso lo acrecentará. Hay un humor ingenuo en esta película de Murnau, pero las interpretaciones son tan magníficas que, al margen de los intertítulos que nos van dando los detalles de la obra, esta se entiende sin cartel alguno. Deja un regusto de cine mudo tópico, en algunas interpretaciones, por la exageración de las reacciones, pero, en términos generales, la obra se ve con verdadero placer, no necesariamente arqueológico, a pesar de ser una obra de 1924, porque el discurso de la política, desde Grecia, es siempre actual, moderno, contemporáneo. No olvidemos que, al modo de los musicales usamericanos, la película, con su carga positiva de cordialidad, despreocupación y fe en el porvenir, se rodó tras una época tan dramática en la historia de Alemania como la de la hiperinflación del 21 al 23, de la que ya en 1924 se comienza a salir con la invención del Rentenmark, pero eso ya es otra historia… En la película, así pues, entre las bromas y risas de la comedia vodevilesca no es difícil advertir una crítica profunda de la incapacidad gubernamental para organizar una sociedad sana y progesista, al margen de esos movimientos especuladores que minan la confianza en el sistema y dan pie a la irrupción de los populismos de corte autoritario.
Juan Poz
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10
22 de enero de 2017
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Vaya por delante que no puede verse Europa ’51 sin tener en todo momento presente la devoción que Rossellini tuvo por la extraordinaria y personalísima belleza de su mujer, quien en esta película se muestra en todo su esplendor, en el mundano y en el místico, con una nitidez y unos primeros planos como toda actriz seguro que desearía ser filmada al menos una vez en su vida. Anunciaba en el título que la película tenía una ascendencia dreyeriana, y eso lo advierto en lo que tiene de análisis pormenorizado de la institución burguesa del matrimonio y de la familia y de la conversión paramística, podríamos decir, que sufre la protagonista tras el suicidio de su hijo, tan difícil de aceptar, aunque, por lo mostrado en los primeros compases de la película, tan justificado. Que los tiempos han cambiado definitivamente, que la sociedad de la posguerra de la Segunda Guerra Mundial ha marcado un antes y un después en las sociedades occidentales es lo que nos quiere decir el prólogo de la película, en el que se nos describe a un matrimonio de intensa vida social con un hijo que es educado en casa mediante institutrices, primero, y tutores después, pero al margen del sano contacto social con sus iguales. La soledad casi metafísica del niño, a quien su madre parece haberle regateado la atención solícita que antes le prodigaba -es hijo único, además-, acaba empujándolo, una noche en que la pareja recibe a invitados, a lanzarse por la escalera, una caída que, a la larga, acaba siendo mortal. Mediante el contacto con un médico que pertenece al partido comunista y que le abre los ojos respecto de las miserias del proletariado, la protagonista intentará apartarse de su vacía vida mundana y dedicarse a paliar, en la medida de lo posible, las apremiantes necesidades de quienes, hasta ese momento, han estado ahí y a quienes siempre ha ignorado o simplemente no visto. La película podría resumirse en unos enmendados versos del Tenorio, pues si se cumple el A los palacios subí, a las cabañas bajé, se incumple lo de dejar memoria amarga de él, dado que la “signora” por doquiera que extiende o su ayuda material o su confortación espiritual, va dejando una estela de bondad que es inmediatamente reconocida por los destinatarios de tan generosa ayuda, hija del remordimiento y de la culpa, pero no por ello menos eficaz. El encuentro con un personaje como el encarnado por una extraordinaria -como en ella fue siempre habitual- Giulietta Masina, madre de tres hijos naturales y tres adoptados, que vive en una cabaña humildísima preocupada por su prole sin perder la alegría en ningún momento y compartiendo su pobreza con la “Signora” va a depararle a la protagonista la posibilidad de sustituirla los primeros días en la empresa donde un amigo le ha buscado trabajo, porque, cuando finalmente se lo encuentra, la mujer se ha enamorado de un hombre con quien ha de reunirse en un pueblo cercano. La experiencia del alienante trabajo en la industria, que, cinematográficamente, da pie a unas secuencias con planos de la actividad industrial por la que ciertos directores, digamos sociales, tienen debilidad, convence a la protagonista de que, frente a la prédica marxista de su amigo, el trabajo es verdaderamente una maldición y que quienes lo defienden como un valor primordial no hacen sino mentir y engañar a la gente. La familia de la protagonista, su madre viene de Usamérica tras el trágico suceso del hijo, no acaba de ver claro el proceso de alienación que, a su juicio, sufre la protagonista, desquiciada por la muerte de su hijo, quien parece estar dispuesta a pagar por ello dejando de lado su propia vida y entregándose al cuidado de la de los demás de forma tan abnegada como los misioneros católicos en los lejanos confines de la Tierra. La sospecha del marido sobre la infidelidad de su esposa deja paso al convencimiento de su enajenación, porque, además de asistir a una prostituta en su lecho de muerte, dejó escapar al hijo delincuente de una familia del mismo bloque tras convencerlo, después de quitarle la pistola, de que se entregase a la policía, si, como decía, él no había cometido el asesinato en un atraco. Detenida por la policía es liberada, pero posteriormente trasladada a un sanatorio mental donde ingresa sin resistencia ninguna. El contraste entre el marcado blanco y negro de la fotografía, que acentúa el drama familiar y la crisis existencial de la protagonista, deja paso, en la clínica, a un predominio del blanco que recuerda en todo momento la Gertrud de Dreyer, del mismo modo que las escenas burguesas recordaban a las de El amo de la casa, también de Dreyer. Del proceso de concienciación social que marca el choque postraumático que vive la protagonista pasamos a esa suerte de nirvana blanco de la resignación a ser considerada una enajenada, en un espacio en el que, sin embargo, la inquietante presencia de las perturbadas mentales con quienes entra en contacto ni la intimida ni la contagia, es más, hasta es capaz de tranquilizar, mediante la voz y la caricia, a una paciente a quien ya están dispuestos a aplicar los más severos tratamientos de reducción, desde la camisa de fuerza a la aplicación de electrochoques. De hecho, sume al psiquiatra que la trata en la mayor de las perplejidades, del mismo modo que le ocurre al sacerdote que, finalmente, cree que la paciente sufre del orgullo de la santidad. La revisión judicial del caso no hace sino confirmar el diagnóstico y, en una escena, propiamente de Buñuel, con todos los proletarios a quienes ayudaba presentes en la clínica, estos protestan por su encierro y acaban elevándola de “signora” a “santa”. A su manera, más allá del planteamiento intelectual sobre el compromiso social que se dirime entre el médico comunista y la protagonista, la obra me ha recordado a otra, Nazarín, que yo vi antes pero que fue rodada después, por lo que es posible que Buñuel tuviera está muy presente.
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Juan Poz
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9
22 de enero de 2017
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Belinda es una película de Jean Negulesco, un director de exquisita sensibilidad, que le valió a Jane Wyman un Oscar y el más corto discurso de agradecimiento que jamás se haya oído en esas ceremonias: I won this award by keeping my mouth shut and I think I'll do it again. Pero supongo que lo pronunciaría con la prodigiosa expresividad ocular y gestual con que conquista al espectador en su papel de sordomuda que recibe el “don” de la palabra a través del médico que se instala en el remoto pueblo de pescadores de Nueva Esocia, en Canadá (aunque la película se rodó, by the way…en California) donde la protagonista vive tratando de explotar un miserable rancho a cuya tierra apenas puede arráncarsele una cosecha que permita cierto desahogo a quienes han de dedicarse a menesteres como moler la harina de los demás y hacer pan. La pobreza general es uno de los rasgos distintivos de la localidad, y las consiguientes dificultades para salir adelante. La película transcurre casi bucólicamente, en unos paisajes a medio camino entre el campo y el mar, y el doctor, cuya asistenta no consigue que se fije en ella, se vuelca en la enseñanza de la lengua de signos a la sordomuda, quien, a través de esas lecciones, y dada su inteligencia natural, no tarda en lograr comunicarse con fluidez. Es huérfana de madre y su padre la tiene empleada en el rancho en duros trabajos que contribuyan al mantenimiento de los tres, el padre, su hija y la hermana del padre, una Agnes Moorehead magnífica en su papel de persona huraña que, cuando llega el conflicto dramático, se reconvierte en la más dulce de las criaturas. Los clientes del padre de la sordomuda llegan en alegre comitiva a recoger sus sacos de harina e improvisan un pequeño baile. Como “la tonta”, que es como todos llaman, padre y tía incluidos, a la sordomuda, se ha arreglado y ya no parece la cenicienta que siempre les ha parecido a todos que era, despierta, de repente la lascivia del novio de la asistenta del doctor, quien, cuando advierte que el padre y la tía están en el pueblo, no duda en ir a la granja y violar a la protagonista. Por una exploración que decide el doctor que le hagan en la ciudad, descubre este que Belinda está embarazada, aunque no dice nada, excepto a su tía. El padre, no tarda en enterarse y su primera reacción es revolverse contra el doctor a quien culpa del abuso. Sin que ni Belinda ni el doctor digan quién ha sido, la reacción del doctor es conseguir que el padre acepte lo que para Belinda va a significar tener un hijo, al que, a pesar de haber sido engendrado en una violación, no rechaza, porque Belinda, no obstante su adversa condición, es un ser en estrecha comunicación con la vida, alegre y lleno de esperanza. La película, que lego no pocas cosas a La hija de Ryan y a El milagro de Ann Sullivan y que hereda otras tantas de La ruta del tabaco, es una película valiente e inusual para la época, porque la aceptación con aparente normalidad de una violación cuyo fruto no es rechazado, sino que colma de alegría el hogar donde nace y que, en un giro de guion espectacular, una vez casado ya el violador con la asistenta del doctor, cuando este ha tenido que dejar el pueblo porque ha perdido toda la clientela al haber sido declarado culpable de la violación, dado el tiempo que solía pasar con la protagonista, el padre siente, de repente, la “llamada” de la paternidad y lo organiza todo para arrebatarle su hijo a la sordomuda. Antes de ello, el padre, a través de la reacción de su hija ante el violador, descubre quién es y se propone revelarlo ante el resto de la comunidad. El violador se revuelve contra el padre y en una lucha al borde del acantilado que marca prácticamente uno de los límites de la granja, acaba empujándolo al vacío, despeñándolo y matándolo. Quede claro que cuando el doctor se marcha Belinda ya le ha declarado su amor, que él acepta, así como a la criatura. El intento de arrebatarle el hijo a Belinda acaba en tragedia, con la poéticamente justa muerte del violador, lo que implica la celebración de un juicio en el que Belinda es acusada de asesinato. Y ahí dejo la sinopsis porque tampoco es cuestión de extralimitarse con aquellos espectadores a los que el resumen que hasta aquí llega les despierta la necesidad de ver esta película. Hablo de necesidad, porque el lirismo, el realismo y la dureza social de la película, con ese personaje fuerte del padre que lucha por salir adelante sin pedir ayuda ninguna, fiándose únicamente de lo que pueda hacer con su fuerza de trabajo, la de su hermana e incluso la de su hija, y a quien, en un momento dado, ni siquiera fían ya en el colmado donde más funciona la economía de trueque que la dineraria, adquieren una dimensión casi épica en esta película, por otro lado tan intimista.
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Juan Poz
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10
22 de enero de 2017
5 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Venía entusiasmado a esta página en blanco figurándome que era una pantalla donde con mis palabras podría hacer el milagro de recrear para el lector la profunda impresión que me ha producido la contemplación de esta genialidad de Ophüls, El placer, que aún no había visto, como tantas y tantas joyas que van a alegrarme los días de mi jubilación hasta los 113 de vida que consta en mi contrato faustiano, porque como yo ya pongo la Margarita, y soy más bien del tipo austero conventual se me hizo, a cambio, la satánica gracia de la extensión… Entusiasmado venía, digo, y me he desinflado en cuanto me he dado cuenta de que lo visto no admite lo escrito, de que el prodigio de la cámara de Ophüls deja cualquier descripción bastante más allá de la palidez, rozando incluso el ridículo por atreverse a luchar contra esa propiedad de la mística y del cine genial: la inefabilidad. Hay que verla, no se puede contar. Y me sabe mal, porque, a pesar del gripazo con que he inaugurado este 2017 de la revolución vegueriana catalana, entre gelocatil y gelocatil me iban viniendo frases ardorosas con que esperaba llegar hasta la fibra estética íntima de quienes tienen a bien frecuentar este diletante blog de críticas cinematográficas, con el convencimiento prerredaccional (¡qué hermoso doble juego de consonantes en una sola palabra!) de que daría con los adjetivos idóneos para tal finalidad. Y aquí estoy, sin siquiera un elogio que bajar a las teclas y que esté a la altura de lo que he visto: una indiscutible obra maestra de la historia del cine. El pretexto narrativo son tres cuentos de Maupassant: La máscara, La casa Tellier y La modelo, el estudio de un caso psicológico particular, el elogio del burdel como institución “galante” de una pequeña ciudad de provincias y los amores trágicos de un pintor y su modelo. Que la voz en off que narra las historias sea la del propio autor de los cuentos es un hallazgo formidable, porque en ese timbre, en esa entonación, en ese fraseo casi susurrado al oído del espectador, salidos directamente de la ancha vena de la experiencia vital de Maupassant descansa buena parte del atractivo. Del mismo modo que el autor habla de sus cuentos como algo ajeno, observándolos con una dosis de objetividad acrecentada, Ophüls va a abusar de un emplazamiento de la cámara alejada del plano directo, usualmente filmará desde fuera de los edificios, desde detrás de árboles y arbustos que dejan entrever la acción en segundo plano y, cuando, porque así lo requiere el hilo narrativo, ha de entrar en el interior, la cámara se sitúa de tal manera que en los planos secuencia numerosísimos que hay, sobre todo en el primer episodio y en los travelines con los que barre el espacio en todas las direcciones posibles, el motivo dinámico de la acción siempre está en un segundo plano. En el primer episodio, el del baile, esa técnica logra crear un dinamismo en escena que me río yo de cualquier adocenada película de acción moderna… Todo fluye, sin embargo, con una alegría y naturalidad que, en el arranque, pudiera uno pensar que está viendo los primeros compases del comienzo del segundo acto de La Bohème y aun esa música de Puccini hubiera cuadrado a la perfección con la animación de la escena. Ha de decirse enseguida que el prodigio de la cámara del director moviéndose en ese espacio atestado hasta la claustrofobia no solo no le roba espontaneidad a las secuencias, sino que la potencia, ¡un ojo invisible que se mueve entre la multitud!, y al que nadie mira, ni percibe. ¡Qué lección de cine! La secuencia de la llegada del portador de la máscara y su baile frenético hasta que cae redondo en la pista y ha de buscarse un médico para que lo atienda da paso al desenmascaramiento, es decir, a la otra cara del placer, la del viejo que, habiendo sido un galán en su madurez, peluquero de artistas, se resiste a envejecer y dejar de hacer lo que más placer le produce en la vida: asistir a los bailes donde engañar con la máscara su edad y su decrepitud. El contraste entre la máscara tersa y la cara ajada del anciano es impactante, del mismo modo que lo es el traslado, del que se encarga el médico, hasta su modesta casa en un carro que recuerda, por el caballo, la niebla y el encuadre del carruaje, en lo alto de la calle, el de La carreta fantasma de Victor Sjöström. El episodio más larga es el de la historia de una casa, un lenocinio amable que actúa en una localidad de Normandía más como un club social que como una vulgar casa de prostitución. De nuevo, como en el baile, la cámara merodea por el exterior de la casa hasta que acaba entrando por los diferentes accesos, la parte superior de la puerta, la ventana, etc., que permiten darle continuidad a un ajetreo menos movido que el del baile pero que la cámara recorre en barridos permanentes durante mucho tiempo hasta que el espectador se mueve por el burdel como por su propia casa, pues no otro es el efecto que se quiere buscar, familiarizarlo con el local, convertirlo en parroquiano satisfecho. ¡Y ya lo creo que lo consigue! Los tics de las pequeñas localidades sin verdaderos “antros de perdición” de las capitales, se ponen de relieve cuando la casa cierra porque la patrona y las meretrices -la española es todo un hallazgo, con sus caracolillos falsos incluidos…- se van a la comunión de la sobrina en un pequeño pueblo. Allí se ponen en contacto dos placeres de muy distinta naturaleza, el de la carne y el del alma, y las secuencias en la iglesia dedicadas a la comunión tienen una emoción que capta lo trascendental que para los aldeanos es esa ceremonia de paso en la vida de los jóvenes, en nuestros días un mero pretexto social y comercial.
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Juan Poz
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