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España España · Las Palmas de Gran Canaria
Críticas de Arsenevich
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Críticas 93
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
10
8 de enero de 2019
7 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Otro de esos Westerns que se alojaron en mi corazón cinéfilo desde el primer día. Vuelto a ver, muchos años después y con otro bagaje, no ha perdido una gota de su vigencia. Más bien todo lo contrario: consiguió encandilarme aun más con su prodigiosa fusión de aventura, romance y Western. Como película del Oeste es indudablemente atípica, y refleja una vez el impresionante oficio que tenían directores del calibre de William Wyler, su versatilidad para adaptarse a los más diversos géneros y abanicos temáticos. Un reparto de lujo, una impresionante fotografía panorámica y una banda sonora inolvidable la convierten en una de mis predilectas dentro del género.

Si hay un tema que el Western se ha encargado de analizar y sopesar a lo largo de su rica historia es esta famosa e inevitable dicotomía entre el hombre impulsivo y de acción y el hombre reflexivo y entregado al diálogo. Algunos años más tarde el maestro John Ford daría una vuelta de tuerca al tema en la confrontación entre los personajes de John Wayne y James Stewart en la genial «El hombre que mató a Liberty Valance». Insoslayable diagrama de personalidades dispares, la confrontación entre Este y Oeste queda plasmada en las figuras arquetípicas de Jim McKay (maravilloso Gregory Peck) y Steve Leech (soberbio Charlon Heston), y su enfrentamiento será un hilo conductor a lo largo de toda la película. La idea de base consiste en introducir a McKay, un hombre de mar de la costa este, en las inabarcables praderas de esta «gran región», donde los conflictos territoriales han generado una guerra sin cuartel entre las familias Terrill y Hannassey. En medio de todo esto, McKay verá cómo se desvanecen sus sentimientos hacia su prometida Pat, una joven caprichosa y efusiva que arrastra un profundo complejo de Electra, y derivan hacia Julie, la sensible y cercana maestra interpretada por una bellísima Jean Simmons.

El conflicto entre violencia y diálogo discurre a lo largo de toda la proyección, hasta que inevitablemente eclosiona en los compases finales. Es entonces, especialmente, cuando brilla con luz propia uno de los pilares fundamentales de la película: el personaje de Rufus Hannassey, magistralmente encarnado por un inconmensurable Burl Ives. Se trata de uno de esos actores imprescindibles del cine clásico, especialista en papeles secundarios y por lo general orientado hacia personajes temperamentales y sanguíneos. Aquí se merienda la película en una media hora colosal, en la que le veremos defender el honor de su familia, castigar sin piedad a su ladino vástago (hasta límites insospechados) y finalmente tomar el toro por los cuernos y resolver su conflicto personal con el mayor Henry Terrill, también llevado adelante con gran maestría, en este caso por Charles Bickford.

Los aspectos técnicos del film son sobresalientes. La fotografía, en un Technirama amplio como las mismas praderas que enmarca, ofrece todo el tiempo lo inabarcable de esos territorios, con un horizonte inalcanzable en conjunción con cielos azules compactos y macizos. Las tomas aéreas del rancho Terrill son impresionantes, lo mismo que la panorámica del río durante el momento de soledad que comparten Jim y Julie. La banda sonora nos entrega una de esas partituras que pasan a formar parte de la historia grande del género y algunas escenas (como la del enfrentamiento a puñetazos más famoso y extenuante del Western o el impagable duelo final) redondean una gran obra maestra, para disfrutar con devoción y embeleso absolutos.

Genial Western de William Wyler. Una de esas catedrales que el cine nos obsequia muy de vez en cuando. Atípica en cuanto a temática y estructura con respecto a otras obras del género, posee no obstante una solvencia cinematográfica que la convierte en uno de los tótems infaltables del lejano Oeste.

Muy buena.
Arsenevich
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9
8 de enero de 2019
12 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
William Wyler demuestra una vez más su maestría con este fantástico Western que aúna un guion magnífico, una fotografía expresiva y, fundamentalmente, unas interpretaciones antológicas. El gran Gary Cooper encarna a un héroe íntegro, noble, inteligente y honesto que llega a un pueblo fronterizo en el que impera la justicia demente del autoproclamado juez Roy Bean (impresionante Walter Brennan) y donde son habituales los procesos sumarios, sin fundamentación legal ninguna, seguidos la mayoría de las veces de frías ejecuciones en el árbol del ahorcado local.

El film encara un tema habitual en el género, y que es el eterno conflicto entre agricultores y ganaderos y el alambrado y delimitación de las tierras. El perturbado juez Bean, siempre del lado de los ganaderos, resolverá los conflictos aplicando su particular sentido de la justicia basado en el sadismo y la barbarie e instalando un reinado de terror en el pueblo. En la primera escena del film, y como muestra cabal de la drástica justicia que impera en la comarca, un agricultor es ejecutado por haber dado muerte a una cabeza de ganado en medio de un tiroteo. Los colonos, hartos de la tiranía del demencial magistrado, pondrán en marcha un levantamiento, pero la ecuanimidad y racionalidad de Cole Harden, el héroe, que se ha enamorado de Jane Ellen Matthews, la hija de uno de los agricultores, evitará el linchamiento, aunque únicamente logrará calmar las ansias homicidas del juez mediante la promesa de un mechón de pelo de Lily Langtry, una cantante de variedades a la que Roy Bean nunca ha visto pero de la que está perdidamente enamorado, en lo que constituye otra de sus muy particulares excentricidades.

La película cuenta con una maravillosa fotografía de Gregg Toland, a quien los cinéfilos recordamos especialmente por sus sobresalientes trabajos en dos films del año siguiente: «Ciudadano Kane» de Orson Welles y «La loba» del mismo Wyler. Aquí combina con gran acierto planos medios con otros panorámicos de las tierras cultivadas; la estética alcanza su punto álgido en la brutal secuencia del incendio, que al mismo tiempo funciona como ruptura argumental al significar el desengaño definitivo de Cole Harden respecto a la personalidad y la irreductible locura del juez Bean.

Merece un párrafo aparte, desde luego, el maravilloso duelo interpretativo entre los dos colosos, Cooper y Brennan, a cuyos personajes une durante toda la proyección una relación de amor-odio perfectamente descrita por el guion y plasmada en la pantalla con enorme solvencia por ambos intérpretes, especialmente Brennan, que se llevó el Oscar® al Mejor Actor de Reparto por esta impresionante labor.

Como se ha dicho en otras reseñas, sorprende la solvencia narrativa y la convicción cinematográfica de este William Wyler relativamente joven, pero que ya empezaba a elaborar obras maestras, muchas de las cuales verían la luz durante la década que inicia con este film (baste recordar «La loba» ―1941―, «Los mejores años de nuestra vida» ―1946― o «La heredera» ―1949―). Hablamos, por supuesto, de uno de los grandes maestros del cine de todos los tiempos, uno de los directores más detallistas, esmerados y versátiles del cine clásico.

Notabilísimo Western de Wyler que nos regala a un Brennan impresionante, un Cooper en su línea, una historia atractiva y apasionante y un desarrollo sólido, pespunteado por momentos de enorme cine.
Arsenevich
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9
8 de enero de 2019
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Son maravillosos los resultados que puede arrojar el género musical cuando combina a la perfección su vertiente argumental con los números de baile especialmente diseñados para coreografiar la intrahistoria. Producen una sensación de disfrute en el espectador que va más allá de la asimilación de la historia, ya que involucra también buena parte de su implicación emocional con la tarea, no siempre pasiva, de la contemplación. Esto es lo que ocurre con «West Side Story», un musical atípico pero absolutamente magistral. Es verdad que muchos podrían argumentar que la historia es demasiado simple y que peca de inverosímil en muchos pasajes, pero la característica principal del género, el vehículo mediante el cual hace llegar su mensaje al espectador, no pasa por la complejidad del argumento ni por la justeza de su guion, sino por la habilidad con la que conjuga discurso y espectáculo. Si nos ponemos a pensar, muchas de nuestras óperas favoritas, como pueden ser «Turandot» o «Rigoletto», también se basan en tramas simples y minimalistas, pero es la yuxtaposición entre historia, música y puesta en escena lo que las convierte en obras maestras. Y además, por si fuera poco, la base argumental que sostiene a «West Side Story» no es otra que una de las obras más emblemáticas del más emblemático de los dramaturgos.

Pero «West Side Story» es mucho más, en mi opinión, que la adaptación de «Romeo y Julieta» al entorno de un barrio marginal de Manhattan. Esta película plantea, con su colorido, su portentosa banda sonora y sus audaces coreografías, un buen manojo de reflexiones acerca de ciertos aspectos de la sociedad que no podemos pasar por alto: la inmigración, la xenofobia, la violencia, el conocimiento del amor y, sobre todas estas cosas, el mundo juvenil y post-adolescente del entorno geográfico, con madres prostitutas y padres borrachos, con autoridades abusivas y desconfiadas e instituciones públicas indiferentes, con un modelo de sociedad que ya desde entonces basaba sus preceptos en el individualismo y la hipocresía, un cosmos desagradable que el film retrata de forma diáfana e inexorable a través de unos diálogos punzantes y unas letras incisivas, a la vez que sumamente artísticas.

Es notable el hermetismo que se aprecia en torno al mundo de los jóvenes que recorren las calles, que se refugian en garajes, que trepan por interminables escaleras de incendio y vallas de alambradas, que juegan al baloncesto en los patios públicos y que se reúnen en un tugurio desvencijado. Hasta tal punto que sólo se observan muy ligeros atisbos del mundo de los adultos, alguna cabeza esporádica que asoma a través de una ventana o la voz de un padre portorriqueño que se oye desde un balcón en penumbras. Por lo demás, el universo de los adultos sólo se manifiesta a través del teniente Schrank (quien, como el príncipe de Verona en el drama shakesperiano, hará todo lo posible por mantener la paz), el agente Krupke y Doc, el dueño del bar. El resto del entorno pertenece a los jóvenes, escenificando esa cerrazón propia de las edades tempranas en las que el ámbito vital parece reducirse a las vivencias más inmediatas.

Los números musicales, el verdadero corazón de la película, son de una intrepidez artística realmente espectacular. La escena inicial, con los «Jets» y los «Sharks» enfrentándose en el parque en una pelea coreografiada, desafía cualquier convencionalismo del género. El fantástico número «America», desarrollado en la azotea, nos ofrece una canción pegadiza e inmortal para retratar las dos caras de la moneda americana en la realidad de los inmigrantes: por un lado, la libertad para pensar y decir lo que uno quiera; por otro, esa misma libertar coartada por los prejuicios y las ofuscaciones raciales. «Cool», sin duda el más complejo de todos los números, ofrece un momento de catarsis tras la desgracia, una manera de estallar hacia dentro, como en una implosión, los sentimientos volátiles del grupo de adolescentes reunidos en el garaje. «I Feel Pretty» nos trae el mejor momento individual de una Natalie Wood deliciosa durante todo el film, y «Gee, Officer Krupke» muestra todo el sentido de sátira hacia las instituciones que sobrevuelan el ánimo de esos jóvenes: familia, autoridad, asistencia social, todos ellos vistos como enemigos, como obstáculos para el crecimiento en medio de la felicidad anhelada y la revolución hormonal que sacude sus vidas. Aquí hay que aplaudir, por supuesto, el enorme trabajo de Jerome Robbins, encargado de todas las coreografías de la película.

La dirección de Robert Wise ofrece pulso narrativo y mucho oficio, lo ideal para lograr la excelencia total junto al trabajo de Robbins y la soberbia performance del gran Leonard Bernstein en la composición de la partitura. Todo ello, perfectamente combinado, da como resultado «West Side Story», un musical que se nos mete en el corazón y que forma parte de la mitología esencial del cine, con sus escaleras y balcones, con sus patios de cemento, sus garajes en penumbra, sus gimnasios convertidos en salas de baile, sus maravillosa pareja protagónica y su muy merecida carretada de premios Oscar®.

Una película perfecta que recrea, entre magníficas danzas juveniles y proezas físicas, la más antigua historia de amor, esa que recorre el tiempo y el espacio desde 1597 hasta nuestros días, y desde la vieja Verona hasta un barrio marginal en la isla de Manhattan, en ese West Side colorido y musical, pero también trágico y nostálgico, que siempre recordaremos.
Arsenevich
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9
8 de enero de 2019
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hubo un tiempo en el que el cine se separaba por series, y en el que a películas como «Ultimátum a la Tierra» se la conocía como «serie B». Todo eso pertenece a un pasado remoto y terminó un buen día o, mejor dicho, un mal día. El día en el que el dominio de la técnica visual fue tan grande que ya no importó la historia, que ya no pesaron ni el argumento ni el valor del guion. Un día en el que se volvió más importante el cómo se mostraba una cosa que la cosa en sí. Fue entonces cuando comprendimos cuán glorioso era el supuesto cine de «serie B», ese cine en el que los efectos especiales estaban al servicio de una buena historia y no al revés. Ese cine que se valía de sus limitaciones (la mayoría de las veces presupuestarias) para hacerse fuerte en la idea y reforzarla a base de talento. Ese cine en el que la frase de Robert Bresson cobraba más importancia que nunca: «La facultad de aprovechar bien mis recursos disminuye cuando su número aumenta». Fue entonces cuando dejamos de llamarlo cine de «serie B» y cuando por fin comprendimos que aquel cine era simplemente cine o, en todo caso, un cine fuera de serie.

El polifacético Robert Wise encara esta historia de invasión alienígena desde una perspectiva que empuja a la concientización de la humanidad acerca del peligro nuclear y el absurdo de la guerra. Como la importancia de su concepto radica en el mensaje, no se molesta en crear un alienígena humanoide sino que inocula su personalidad directamente en la figura de un ser humano capaz de mezclarse e infiltrarse entre la población de Washington sin llamar la atención. Klaatu (gélido y magistral Michael Rennie) se desliza entre diversos grupos humanos para familiarizarse con esa raza con la que ha de entablar una negociación final, un ultimátum. Pero lo cierto es que Klaatu está muy lejos de casa y no tarda en darse cuenta no sólo de que será imposible que esa raza se seres extraños que puebla el planeta comprenda las exigencias que trae allende las estrellas, sino que ni siquiera logrará que se pongan de acuerdo respecto al sitio de la reunión. Atraído por la personalidad de un niño intentará, a través de un famoso científico, apelar a la racionalidad para conseguir el cónclave. Pero la obstinación humana y su afán por destruir se convertirán en un grave obstáculo.

Creo que la principal característica de «Ultimátum a la Tierra» radica en su capacidad de evidenciar los contrastes y en la forma en la que consigue que empaticemos con su protagonista. Klattu entable relaciones con el pequeño Bobby Benson y con Helen, su madre, una mujer de enorme inteligencia y gran sensibilidad. También hace buenas migas con el profesor Jacob Barnhardt (Jaffe), un hombre de ciencias, un racionalista convencido dispuesto al diálogo. Pero el espectador sabe que estas pocas personas representan tan sólo un oasis en medio de la gran e insensata masa humana que pronto rodea al protagonista. El novio de Helen, sin ir más lejos, se convertirá en una de las principales amenazas debido a su necio afán de gloria y popularidad. La presencia de Gort, el magnífico robot blindado humanoide que resulta casi la única referencia física a la llamada «ciencia-ficción», cumple en pantalla la función de la amenaza constante, de ese poder destructor que Klaatu trae consigo y al que se refiere no pocas veces mientras intenta negociar con el obtuso representante de la Casa Blanca.

Como todas las grandes películas de ciencia-ficción, «Ultimátum a la Tierra» funciona a la perfección en sus dos vertientes: por un lado promueve y estimula una reflexión seria sobre nuestra condición como parte de un universo que apenas podemos comprender y sobre nuestra esencia predatoria y destructiva; por otro, representa un entretenimiento magnífico y una reliquia cinematográfica de muchísima entidad.

En el Spoiler, uno de los grandes aciertos del film…
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Arsenevich
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8
8 de enero de 2019
4 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Nada como una buena película del Oeste para pasar un rato entretenido entre un agradable puñado de héroes. Héroes ficticios, sí. Afincados en un entorno histórico. Para nada sujetos a la rigidez del hecho verídico, ese que muta y metamorfosea según quién lo cuente. Una historia libre, sin ataduras, producto de un libreto, del vuelo de las alas de un guionista, un novelista, un director-actor. Nada más que eso. Tenemos libros de Historia, claro que sí. Están en la estantería y los consultamos con curiosidad. Nos interesan la forja de los pueblos, los acontecimientos, los hechos. Incluso aquellos hechos que se escriben con sangre. También leemos novelas de ficción, obras de teatro, poesía. Y vemos películas, desde luego. Sin prejuicios. Sin ese diapasón enfermizo que nos pueda llevar a sojuzgar la precisión histórica de un argumento. Cine. Simplemente cine.

Esto no es un alegato en favor de John Wayne ni de las intenciones que realmente perseguía con la realización de esta notable película que muchos de los críticos de nuestra querida web llaman «panfleto». Ni siquiera pretendo constituir una defensa para los sublevados de El Álamo. Nada de eso. Lo que planteo más que nada es una defensa del Cine como medio y plataforma artística, como herramienta para comunicar una idea. Una película es una idea. Y las formas nos hablan de metodología, de sistema, de estilo. Otra vez el continente y el contenido. Un contenido que en este caso parece libremente inspirado en la trifulca que tuvo lugar en San Antonio de Béjar, con unos héroes que responden a los nombres de ciertos personajes que participaron en la batalla (al parecer, según el hecho histórico, no mucho más que una simple escaramuza a las puertas de una iglesia). ¿Puede esto ser motivo para que elevemos una muralla de prejuicios que nos cieguen ante la calidad de un film? ¿Representa una aberración hacia la forma de arte, hacia la estética en sí, el tergiversar unos hechos históricos para dar forma a un entramado narrativo que, observado sin manías ni ofuscaciones ideológicas, resulta a todas luces admirable? No para mí, desde luego. Un simple cinéfilo. Un espectador. Un fan del Western, además. Wayne con una mofeta muerta en la cabeza, templado como siempre, un metro noventa y tres de sobriedad campechana, bonhomía y honor. Y Widmark a su lado, llorando en la noche, leyendo la infausta noticia en una carta bañada por las lágrimas, en vísperas de una carnicería. No pido más…

Consideraciones aparte, y aunque en este análisis pueda pecar de cierta miopía hacia las intensiones revisionistas del director, tengo la sensación de que Wayne dignifica a todo el mundo en su discurso, elevando las razones semánticas del conflicto (no del conflicto político, sino narrativo). No encuentro la más mínima partícula de desprecio o menosprecio hacia el pueblo y el ejército mejicanos. De hecho, Bowie se deshace en elogios hacia esa tierra y esas gentes, y el propio Crockett no puede evitar un momento de éxtasis al contemplar el árbol milenario y la arrebatadora belleza de Linda Cristal, ambas beldades genuinamente mejicanas. En el epígrafe del principio se dice de Santa Anna que era un tirano y que esclavizaba a la población, pero creo que esta parte del discurso lo que busca básicamente es contextualizar, brindar un entorno de justicia a las reivindicaciones de los héroes del film.

Wayne ofrece una dirección sobria, deudora, por supuesto, del gran maestro John Ford, y acierta en la forma de guiar todos los hilos conductores de la narración hasta el clímax final. El conflicto entre los dos coroneles, la relación entre Crockett y sus hombres, el infaltable borrachín, la tarea titánica de convertir una chusma indisciplinada y picaresca en un ejército bien organizado…, todo está relatado con gran oficio y convicción.

Como decía: nada como una buena película del Oeste para pasar un rato entretenido entre un agradable puñado de héroes ficticios. Esos héroes que, gracias a la magia del cine, la mayoría de las veces no se parecen en nada a los de verdad.

Tal vez sea mejor así.
Arsenevich
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