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España España · Barcelona
Críticas de Juan Poz
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Críticas 41
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
3
5 de julio de 2017
1 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
El aliciente básico que me impulsó a comprar en Tallers 79 esta película fue el director de la misma, Edward Dmytryk. Nada más empezar los títulos de crédito leo, pasmado, que el guion es de Dalton Trumbo, y entonces me digo que ojo al parche, que esa puede ser una velada especial. Tanto talento junto me van a deparar una sorpresa cinéfila de esas que te entusiasman precisamente porque no la esperas. La expectativa se desinfla en menos de un cuarto de hora, y uno advierte, con cierta desgana, que el cine patriótico tiene unas exigencias que, intuye, van a estar reñidas con la calidad cinematográfica y el interés de una historia patriótica de mujeres resistentes que, a su manera, en la retaguardia, contribuyen al esfuerzo bélico del país, desde las fábricas de armamento, desde la limpieza y la cocina en casa de esas heroínas y, por supuesto, aceptando con entereza ejemplar la peor de las noticias posibles: el tekegrama fatídico en que se informa de que el marido, el esposo, el padre o el hijo han fallecido en acto de combate, como le sucede a la protagonista, una voluntariosa Ginger Rogers que brilla en los primeros momentos en tono de comedia, cuando ha de ponerse de morros con su futuro marido, pero que no llega a conmover cuando lanza su speech final exigiéndole al hijo que sostiene en sus brazos que esté a la altura del sacrificio que ha hecho su padre para que él pueda vivir en un régimen democrático y libre. El segundo y muy documentado comentarista, Luis Guillermo Cardona, nos da noticia de la curiosa circunstancia de que esta película fuese denunciada ante el comité de actividades antiamericanas. Y razones, si bien se mira, él las da todas, no faltaron. La hipersensibilidad anticomunista de los conservadores usamericanos roza el ridículo, y de ahí el Presidente del que ahora "gozan". La película es demasiado ñoña y su discurso patriótico demasiado evidente y aun hasta aleccionador, inmigrante alemana incluida, quien avisa de que ante las amenazas a la democracia no se puede permanecer impasible. Una película curiosa, así pues, por la "circunstancia" que la envuelve, pero que, cinematográficamente no pasa de ser discreta tirando a mediocre, amén de sosa, muy sosa.
Juan Poz
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2
16 de mayo de 2017
0 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con el buen recuerdo de Las diabólicas, de Clouzot, entra uno a la pelicula de Girod creyendo que alguna eco podría haber de aquella obra magistral y se encuentra con un guiñol absurdo y sanguinolento sin pies ni cabeza, con unas actuaciones envaradas, una puesta en escena mediocre y unos diálogos que no superan una función escolar de fin de curso. ¡Qué cantidad de energías y fondos mal gastados! Jamás me hubiera imaginado que dos monstruos del cine como Piccoli y Rony Schneider aceptarían enfrascarse en un disparate como el que rodaron. He llegado al final tras siete intentos de verla de corrido sin haber podido hacerlo, por respeto a mí mismo. Aunque con esos intervalos en los que me decía si la dejaba o la acababa, la he acabado, como digo, en tiempos muertos de unos huevos cocidos, un reposo del arroz de verduras o esperando que la infusión de té llegue a su punto óptimo de sabor.
Juan Poz
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8
17 de marzo de 2017
5 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Demos por bueno un guion que hubiera requerido algún complemento de acción paralela para ubicar más en la realidad real lo que en pantalla se presenta como una venganza teatral ceñida al núcleo duro de la violencia vengativa, prescindiendo de un contexto cuya desaparición extraña tanto, como la posible e ineludible investigación policial paralela a las andanzas vengadoras del protagonista. Antonio de la Torre ha escogido, para esta película, una imitación del Jose Coronado de La caja 507, un calco del replicante Robert Patrick que persigue a Schwarzenegger en Terminator 2, a juzgar por la frialdad impertérrita que exhibe a lo largo de todo el metraje y que sin duda le habrá venido exigida por el guion. El planteamiento de la película no se aparta un ápice del subgénero del héroe que ha de vengar la muerte de familiares o novias o amistades profundas, es decir, una épica de western que algunos planos de la película refuerzan, como el descenso de los pies del coche al suelo tomado por debajo de la carrocería del vehículo o ciertos enfoques del protagonista empuñando el fusil y apuntando a la víctima, cuyo destino se agradece que suceda fuera de plano, después de una escena tan violenta como la del sótano del gimnasio, de la que el protagonista y el rival de la banda que ha de conducirle a los otros compañeros del golpe en el que murió su novia, de lo que uno se entera apenas podemos visualizar su asesinato en una cinta de la cámara de la tienda donde esta trabajaba con su padre, que queda en coma, del mismo modo que, desde nada más iniciarse la trama, se ve venir la labor de topo que va a realizar el damnificado para resarcirse de sus pérdidas. La trama está perfectamente urdida y todo encaja, con cierta generosidad, para lograr la aquiescencia del público, porque la virtud de la película es la de no desviar la atención ni por un momento en posibles tramas paralelas o en elementos propios de la realidad que, acaso, debieran de haber sido utilizados, como la inevitable alarma policial que el suceso del gimnasio por fuerza ha de haber activado. Hay una parte importante de la película que está rodada siguiendo las pautas de la más pura road movie en la que secuestrador y secuestrado interactúan para modificar, siquiera levemente sus conductas; algo que no sucede, sin embargo, con el miembro de la banda con quien, en su labor de topo, más confianza parece tener. El contraste entre lo sucedido y la vida posterior de los atracadores, encapuchados entonces, despersonalizados, y en la actualidad, como los conoce el protagonista, todos con una vida absolutamente normal y familiar convierte la venganza en un proceso abstracto, al margen de los caminos de la posible redención o de la compasión y el perdón: el protagonista vive más en la idea de la represalia feroz que en su ejecución material, aunque no titubea lo más mínimo a la hora de cobrarse la venganza. Solo en la escena del gimnasio cede, realmente, a la ira legítimamente humana ante el horror del rostro anodino, soez, vulgar y mancillador del delincuente de medio pelo y, sin embargo, capaz de todo. La puesta en escena, ajustada a la vida real de barrios populares, con locales como el bar. que actúan casi como centros de socialización, además de la espléndida fiesta de la comunión de quien llega a convertirse casi en amigo íntimo, tiene una estética que ya hemos visto en películas como Grupo 7, de Alberto Rodríguez, que, se quiera o no, actúa en Tarde para la ira, como un referente narrativo indiscutible. Las localizaciones exteriores, tanto en el pueblo donde el protagonista “esconde” a la mujer y a la hija, como en el pueblo adonde van a buscar a uno de los atracadores, permiten unos planos panorámicos hermosos y casi alegóricos, a juzgar por la austeridad de un paisaje en estricta correlación con el yermo espiritual del alma del protagonista, un auténtico desalmado por amor, capaz de cualquier bajeza, como de los héroes negativos se espera, para consumar su venganza. No me extraña que la película, aunque no sea redonda, haya gustado enormemente al público, porque, sin llegar al nivel de excelencia de Isla Mínima, donde Arévalo actúa extraordinariamente, se codea con obras del subgénero como las que he indicado al comienzo de esta crítica. Veremos lo que está por venir.
Juan Poz
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10
7 de marzo de 2017
2 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
A Fuller no es difícil aficionarse, sobre todo después de haber visto obras de tan distinto pelaje y tan personal factura como Perro blanco, Yuma o La muerte del pichón, entre muchas otras, pero ignoraba que La casa de bambú le disputa la supremacía en mi estimación a todas ellas. Se trata de la primera película en color, ¡y qué color!, que rodó Fuller, y, gracias también al arte sutil y perfecto de Joseph MacDonald -hay escenas de interior en las que la iluminación es un prodigio-, puede decirse que el heterodoxo artista norteamericano se empeñó en dejar una lección para la posteridad del uso del cromatismo. Que la película fuera la primera película hollywoodiense que se rodaba en Tokio después de la guerra añade un interés suplementario a lo que, en términos artísticos puede considerarse un remake de una película tan destacada de la historia del cine negro norteamericano como es La calle sin nombre, de William Keighley. Ahora bien, la traslación de la acción al Tokio contemporáneo, con el añadido exótico del inevitable choque de culturas, en forma de romance entre el protagonista que se infiltra en una banda de gánster y la viuda de uno de ellos, asesinado por la propia banda, redimensiona de tal manera el remake que bien podemos hablar de una obra que solo toma prestado el argumento de la otra. ¿Dónde está la diferencia? Básicamente en la manera como Fuller la rodó, con una elegancia estilística que le llevó a concebir cada plano minuciosamente, con una suerte de querencia por la profundidad de campo, el uso del picado y del contrapicado, además del zoom, que dota a la película de un estilo no diré que ajeno al resto de su cine, pero sí tan acentuado que propiamente se convierte en una obra personalísima. La presencia del Fujiyama se convierte en una constante de la película, desde ese plano contundente del cadáver del militar norteamericano asesinado al inicio de la película y motor, lógicamente, de la búsqueda de sus autores por parte de la inteligencia militar. Es perceptible, en la pequeña cabaña del jardín, donde se sirve el té, la presencia del gran monte al fondo, casi como punto de fuga del encuadre, algo que se repite en otros planos. La historia juega al despiste al dosificar la información que se le suministra al espectador, sobre todo cuando uno de los protagonistas, Robert Stack, entra en escena como un exsoldado camorrista y pendenciero que quiere abrirse camino como mafioso en el Japón vencido. Inmediatamente choca con una banda que controla el territorio en el que quiere implantarse y cuyo jefe no es otro que un elegantísimo, y hasta dulce en sus maneras y modo de hablar, Robert Ryan. Desde ese momento, asistimos a un duelo interpretativo de muy alto nivel. Admitido en la banda, el recién llegado levanta sospechas tras una ausencia de difícil justificación, lo que le lleva a improvisar una relación con la viuda de un miembro de la banda que ha sido asesinado, al parecer, por la propia banda. Esa relación, que adopta la forma cliente-geisha, acabará imbricándose con la trama del infiltrado y creando no pocos momentos de tensión que desembocarán en un final, en un parque de atracciones, eco cercano de El tercer hombre y con una planificación que recuerda mucho el mejor cine de Hitchcock, con algunos planos tan soberbios como el del gánster subido a la rueda panorámica desde la que se divisa la ciudad y donde tiene lugar el desenlace. Aunque sea un thriller, La casa de bambú es una película visualmente tan extraordinaria que da exactamente igual conocer la trama al detalle, porque no son ciertamente pocos los planos memorables que nos deja en la memoria cinéfila, como los del interior de la casa del agente infiltrado cuando la mujer decide arriesgarse y adoptar el papel de su querida, unos planos en los que el claroscuro clásico del cine negro es sustituido por unos colores mate extraordinarios, con una textura casi pictórica, algo que ocurre, igualmente, en las escenas a plena luz del día, en que tan poderosamente se destaca la armonía de colores en cualquier plano.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Juan Poz
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10
4 de febrero de 2017
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dejé dicho que posiblemente pronto volvería a este Ojo Cosmológico, apenas hubiera visto, decía, El tercer secreto, de Charles Crichton, en cuyo visionado me metí al día siguiente de haber quedado fascinado por su felicísima y vital Hue and cry. Pues heme aquí, rendido fervorosamente al arte de Crichton en una película que, de haberla firmado Hitchcock, hoy nos parecería una de sus obras maestras. La fotografía de Douglas Slocombe, autor de la de El sirviente, de Losey, ha contribuido no poco a convertir la película en un espectacular juego de claroscuros que, en los innumerables planos antológicos que se suman en la película, le confieren un atmósfera más propia del cine negro tradicional que del thriller psicológico, subgénero que Crichton engrandece hasta conseguir una obra que va más allá del tema psiquiátrico para entrar de lleno en una visión desoladora de las personas atormentadas por su inestabilidad emocional y psicológica. La trama es tan sencilla como dinámica: un psiquiatra es asesinado, muere en brazos de la sirvienta que entra como cada mañana para cumplir con su jornada laboral, y pide que no se culpe a nadie de su muerte, que él es el único culpable de su muerte. La noticia impresiona a un periodista de investigación y paciente suyo, quien entra en contacto con la hija del psiquiatra a partir de su visita a la tía que acoge a la sobrina temporalmente. La niña, una interpretación literalmente antológica de Pamela Franklin, cuya naturalidad y capacidad para los múltiples cambios de registro que tiene el personaje la revelan como una actriz de mucho mérito –como luego demostró sobradamente en The Prime of Miss Jean Brodie, de Ronald Neame , se presenta un día en el set de televisión donde trabaja el periodista y le pide que investigue quién mató a su padre, porque ella está convencida de que fue asesinado, algo de lo que no tarda en convencerse el periodista, para quien el hecho de que el psiquiatra se suicidara lo vive como una contradicción insuperable y casi como una traición, como una estafa. Stephen Boyd, el inolvidable Mesala de Ben-Hur y el protagonista de la imaginativa Viaje Alucinante, de Fleischer, entre otras, aunque nunca citado por esta película en la que ofrece un recital interpretativo que bastaría para consagrar a cualquiera, con unos registros de voz tan seductores que es imposible no rendirse a la evidencia de su altísima categoría interpretativa. Para mí, desde hoy que he acabado de verla, esta actuación de Boyd figurará al lado de tantas otras como las de Bogarde, O’Toole, Hayden, Bogart y tantos otros a quienes hemos admirado siempre. Su presencia y su voz son impescindibles para darle al misterio el cuerpo de una aventura casi metafísica, más aún cuando tiene réplicas tan espectaculares como la de actores como Attenborough o actrices tan impactantes como una Diane Cilento que casi se lo merienda en un duelo interpretativo maravilloso. Gracias a la lista de los últimos pacientes que le da la hija, la película se estructura como una investigación detectivesca en el curso de la cual no solo el periodista de investigación elucida quién puede haber sido el asesino o la asesina del psiquiatra, sino también el alcance de sus propias carencias y disfunciones emocionales. En ese sentido, la escena postcoitum con Cilento, en el apartamento de ésta, tras haberse representado una pesadilla del protagonista con unas imágenes y una música logradísimas, en el curso del cual el protagonista menciona el nombre del psiquiatra de ambos, lo que revela a la mujer la verdadera naturaleza del acercamiento del periodista, es de una calidad extraordinaria. El periodista, agitado y afiebrado, despierta y no halla a la mujer a su lado; ésta está en la sala contigua, en la cocina, junto a una ventana que da a la ciudad, al Londres nocturno, pero el encuadre de la cocina nos ofrece una tabla de afilados cuchillos en la pared, en primer término, y al fondo, en la penumbra, la mujer en camisón.
Es evidente que no puedo desvelar el desenlace, porque realmente es de los que sorprenden al espectador para bien, pero encarezco a los escasos lectores de este Ojo Cosmológico que se apresuren a verla y a confirmarme o desmentirme este elogio hiperbólico que hago de la película. Sin embargo, no puedo dejar de mencionar que uno de los motores que mueven a la hija es el hecho de que si no se demuestra que el padre fue asesinado, ella no cobrará el dinero del seguro que le permitirá seguir disfrutando de su casa, de la casa familiar, lo cual compromete al protagonista moralmente, una casa, por cierto, contigua a la del arquitecto Horace Walpole, como le revela la hija al periodista. En el título de la crítica he incluido el vínculo a través del cual puede verse en YouTube, que es como he tenido acceso a ella. Aunque me pasaré por mi videoteca de segunda mano para buscarla en CD y verla en la pantalla grande del salón. Estoy convencido de que si la estrenaran en salas comerciales, se convertiría en el éxito del año. Dicho y a ello: escribiré a los Cines Meliès, a ver si consigo que me hagan caso y la proyecten como se debe, con todos los honores que merece este peliculón que, como tantos otros, supongo, vive el sueño injusto del olvido. Está claro que me he convertido en un Crichtónfilo…
Juan Poz
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