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Críticas de Argoderse
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Críticas 254
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
7
30 de julio de 2019
10 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Como decía el poeta clásico Virgilio: "El amor lo conquista todo". Incluso cuando se da de bruces contra una enfermedad tan terrible como el Alzheimer, esa que te priva de lo que has sido y eres; de tu memoria y...en definitiva, de ti mismo. Porque los seres humanos estamos hechos de recuerdos. De momentos y experiencias vividas. Toda una gama de sentimientos y emociones que el Alzheimer trata de borrar de un plumazo.

Sin embargo hay algo que siempre estará ahí. El verdadero amor. Ese, imposible de olvidar. Hasta con esta terrorífica patología de por medio. Todos tenemos -o tendremos, porque aún no ha llegado, pero llegará- una historia especial con una persona. Un amor inolvidable que ha marcado nuestra existencia. Un amor siempre recordado. Y sobre eso va el segundo largometraje de Matín Rosete: Remember Me.

Martín Rosete, con guión de Rafa Russo, plasma en pantalla una historia llena de verdad y, ya digo, de mucha emoción. Su éxito radica en la fuerza de los personajes. Sobre todo Bruce Dern, que pone toda la carne en el asador para brindar una interpretación magnífica, construyendo un Claude que, pese a los años y avatares de la vida, conserva la pasión de juventud.

Un fulgor del que se contagia el resto del reparto, pues si la historia de amor de Claude y Lillian es el eje central, las líneas argumentales paralelas que se abren son igual de interesantes. Como la relación con su nieta o la amistad con Brian Cox. Los momentos de Cox y Dern juntos en pantalla, compartiendo experiencias de la edad y achaques, están a la altura de los recientemente vividos entre Michael Douglas y Alan Arkin en el Método Kominski.

En definitiva, buen trabajo de Rosete en su segunda puesta de largo con el largometraje. Una obra cargada de emoción, directa y que huye de lo empalagoso. No era tarea fácil y aunque a veces pueda rozarlo, sale airoso.

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8
24 de julio de 2019
176 de 271 usuarios han encontrado esta crítica útil
No es noticia que Quentin Tarantino tiene intención de abandonar el cine una vez que haya rodado su décima película. Así lo ha manifestado públicamente y es de sobra conocido por sus fans y detractores. Tal vez por ello, porque el fin de una forma diferente de hacer cine se acerca, cada estreno o proyecto que gira en torno al director de Pulp Fiction se convierte en un evento mundial de proporciones colosales.

Porque una cosa es innegable, Quentin Tarantino es al cine lo que Caravaggio a la pintura. Un exponente, un icono, una revolución dentro del séptimo arte. Es innegable que su irrupción en la industria marcó un antes y un después. Son pocos los capaces de crear un universo aparte dentro de un todo. Algo independiente. Algo 'tarantiniano'. Una subcultura que ha marcado a los espectadores y nuevos creadores. Es decir, un referente.

Y en eso se ha convertido gracias al cine. Siempre lo ha confesado. Desde sus primeros pasos en el videoclub a la multitud de alusiones cinematográficas que aparecen en todas sus películas. Continuamente y a la más mínima aparecen guiños a obras maestras del séptimo arte o de serie B. Incuestionable la influencia del spaghetti western y el neo-noir en todos y cada uno de sus trabajos. Así como una violencia que roza lo extremo o diálogos punzantes, ingeniosos y que memorizas de un plumazo.

Pero quizá faltaba algo en ellos. Algo más personal. Más humano. Y eso que los grandes personajes de la filmografía de Tarantino están dotados de alma -escoged el que queráis-. Faltaba, digo, Érase una vez en... Hollywood, su novena película y última hasta la fecha. El filme, para mí, más personal del director nacido en Knoxville, Tennessee, el 27 de marzo de 1963. Faltaba porque, en líneas generales, se trata de una película que desarrolla más la vertiente humana de los protagonistas por encima de la acción intrínseca a todas las historias de Tarantino. La hay, sí, pero muy por debajo a lo que nos tiene acostumbrados.

Un Macguffin a lo bestia

En Érase una vez en... Hollywood, Quentin Tarantino utiliza la excusa del brutal asesinato de la actriz y modelo Sharon Tate a mano de la 'Familia Manson' para hacer una declaración de amor pública al cine y a una época que, tal vez, terminó aquel agosto de 1969. De hecho todas las promos, sí al menos la mayoría, lanzan el gancho de este cruento crimen para atraer a las masas hacia la taquilla del cine. Y solo Tarantino es capaz de utilizar algo tan macabro para convertirlo en amor al arte. Lo consigue, por cierto.

Porque en ese homenaje a una era de Hollywood, Quentin retrata a Margot Robbie como una especie de icono que representa a todo un elenco de estrellas míticas del celuloide como Bruce Lee (Mike Moh está sublime), su propio marido Roman Polanski, o el siempre eterno Steve McQueen, al que da vida Damian Lewis (Hermanos de Sangre).

Son prácticamente divinidades que discurren sus días entre rodajes, mansiones de lujo, sensualidad, fiestas interminables... En definitiva, la vida perfecta en la meca del cine. Es algo así como el Olimpo en la Tierra. Deidades que de cuando en cuando se mezclan con los mortales, que para su desgracia les van a mostrar el significado de la palabra. Sobre todo esos "putos hippies" con la 'Familia' Manson como principal baluarte del mal. Porque ya se sabe que en el Paraíso...También hay serpientes como Charles Manson dispuestas a morder.

A pesar de eso, lo realmente importante, una vez brindado el tributo, es la historia de Dalton y Booth: Leonardo DiCaprio y Brad Pitt, respectivamente. Descomunales los dos. Ambos brindan interpretaciones colosales delante de la cámara de Tarantino. A través de ellos, el director muestra aquella forma de hacer cine entonces. Es un homenaje, insisto o eso me transmite a mi, a quienes levantaban cada día esa fábrica de sueños -algunos de ellos truncados- que representa Hollywood, donde nada queda al azar y todo está conectado.

Pero ese amor, como todo en exceso, quizá se vuelve algo reiterativo en los eternos rodajes por los que se mueve Dalton/DiCaprio. De ahí que el metraje se extienda a las casi tres horas cuando podía sintetizarse e introducir un poco más de chispa en forma de violencia explícita. El enfant terrible dejar de serlo por un día para ser más humano. No se lo vamos a reprochar a estas alturas, pero de vez en cuando alguna píldora en este sentido se agradece.

En definitiva, no estamos ante la mejor película de Tarantino. Pulp Fiction sigue en ese escalafón inamovible. Pero sí es la más diferente hasta la fecha. No hay una meta final. Es un camino abierto, más personal. Algo así como, llegados hasta aquí, que alguien recoja el testigo y siga hacia delante. Como aquel cine de agosto de 1969 que no murió, sino que evolucionó a otra cosa, la obra del de Knoxville perdurará en el tiempo, sí, y seguro que alguien continuará con su legado.

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8
10 de julio de 2019
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Fue un loco, un genio o ambas cosas a la vez? Esa pregunta se cierne durante la hora y media de duración de una de esas películas deliciosas que suelen pasar desapercibidas entre el gran público. Y se responde fácilmente porque material hay de sobra para emocionar, divertir y conmover.

Empezando por el punto de partida donde se enseña la infancia demoledora de Obree. Víctima de abusos de sus compañeros de clase y que gracias al ciclismo, al apoyo incondicional de su mujer y amigos salió adelante y escapó del abismo.

Pese a ello, ese pasado le persigue durante todo el filme -y a buen seguro que su vida-. De hecho le detectan trastorno bipolar. Pero nuevamente el ciclismo se erige como gran terapia. Y ahí sale la vertiente visionaria de este escocés que construyó su propia bicicleta ¡con piezas de lavadora! y peleó de tú a tú con el legendario Chris Boardman, recordman de la hora también en pista y que, si os gustaba el ciclismo de los 90, recordaréis como el 'tipo' que ganaba todos los prólogos del Tour.

Como Boardman, Obree es el hijo del tiempo. Un fuera de serie en esta disciplina. La película de Mackinnon se hace fuerte en esa lucha del ciclista por conquistar el sueño que a menudo, seres despreciables, se empeñan en destruir e impedir que lo consigas. Un revolucionario, además, contra el poder de la UCI, la gris y antipática UCI.

A este conflicto se suma la relación del ciclista con su mujer y su gran amigo Malky. Ambas de una humanidad tremenda. Una combinación sensacional de drama y deporte que, como la bici, de este escocés, vuela en la pantalla.

Y desde luego eso no sería posible sin el tremendo trabajo interpretativo del reparto. Empezando por el protagonista: Jonny Lee Miller. El siempre recordado 'Sick Boy' de Trainspotting está descomunal en la piel de Graeme Obree. Introspectivo en los momentos de flaqueza del ciclista y colosal cuando el sueño de ganar al tiempo se pone en sus narices.

La ayuda de Laura Fraser, contrapunto femenino necesario y magnífico del reparto; junto a un perfecto Billy Boyd como Marky (El señor de los Anillos, Master and Commander) y las apariciones de Brian Cox (Braveheart, The Boxer) culminan una película de notable alto.

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5
5 de julio de 2019
7 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Quien más quien menos ha sucumbido a la edad del pavo. Y aunque parece mentira, a los superhéroes también les toca. Como por ejemplo, a Peter Parker, que en Spider-Man: Lejos de casa tiene las hormonas más revolucionadas de lo normal. Bueno él, y todos sus compañeros de clase que se van por Europa en una especie de viaje final de curso.

Ni en vacaciones puede desconectar Spider-Man, que como todo buen superhéroe tiene que velar por la integridad de la Tierra, siempre acechada por algún maligno villano. Y más ahora, que Los Vengadores han tenido su particular Endgame.

Así que en esas estamos. No voy a destripar nada del argumento porque la segunda entrega del Spider-Man de Tom Holland destapa muchas esencias del universo Marvel, que como en el caso de los equipos de fútbol ha descubierto que hay cantera para seguir haciendo caja y entretener. Al menos intentarlo, pues esta secuela no ha logrado hacerlo mucho -al menos a mi, que no he logrado conectar con ella ni con sus dos horas de duración-.

Y eso porque por momentos la película se pasa de cómica -y sin hacer mucha gracia-. La acción pasa a un segundo plano -para mi los mejores momentos de la cinta son las peleas, explosiones y persecuciones que tienen a Jake Gyllenhaal como protagonista- en favor del dúo Tom Holland-Zendaya -no sé qué ha pasado con Laura Harrier, la hija de Michael Keaton en Spider-Man: Homecoming-. Él como Peter Parker, ella como MJ, que en plena edad del pavo están en ese tira y afloja adolescente de amor de instituto.

Spider-Man: Lejos de casa es una especie de relevo a la saga Los Vengadores que, además, tiene la peculiaridad de aprovechar el viaje de los protagonistas por Europa para trasladar el peso de la trama al viejo continente. Algo así como un James Bond de la Marvel. No está mal, sobre todo por la fotografía, pero tampoco para tirar cohetes y mucho menos fuegos artificiales.

Del resto del reparto, además de la buena voluntad de Gyllenhaal -me declaro ferviente seguidor de su trabajo- hay que destacar al siempre admirado Samuel L. Jackson. El eterno Nick Furia. Por estas cosas del verano, volví a ver la Jungla de Cristal y a su Zeus, "el de no me toques los cojones que te meto un rayo por el culo". Y podría estar toda la vida viendo sus películas y los papeles enorme de Samuel.

También repiten clásicos de Marvel como Jon Favreau y Cobie Smulders. O La tía May que protagoniza Marisa Tomei. Que aquí: ni fu ni fa. Como en líneas generales y salvo excepciones en forma de acción le ocurre a Spider-Man: Lejos de casa. Como siempre ocurre en Marvel, los créditos cuentan y mucho.

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6
27 de junio de 2019
1 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Era el año 1989 cuando Chucky aparecía por primera vez en pantalla. Es desconcertante que el Muñeco diabólico y tú os llevéis solo un año de diferencia y he de confesar que, pese al atractivo del argumento primigenio -con vudú y posesiones demoníacas de por medio- nunca me llamó la atención este personaje ni sus posteriores secuelas que, creo, han perdido bastante el norte.

Hasta llegar a treinta años después. Tres décadas en que la tecnología se ha adueñado de nuestras vidas. Hasta de la del 'pobre' Chucky. Y en plena época de remakes el Muñeco diabólico vuelve a hacer de las suyas en la gran pantalla. Mismo punto de partida que en 1989. Eso sí, los orígenes de Chucky totalmente distintos. Para eso, repito, somos esclavos tecnológicos y la fantasía y el misticismos del vudú o las posesiones ya no tienen cabida en el siglo XXI -para desgracia de quienes, además de la ciencia, creemos en el alma-.

En fin, que Chucky ahora es más ese Krusty el payaso que te regalaban con el yogulado -si amáis a Los Simpson por encima de todas las cosas, lo entenderéis-. Sigue con el sempiterno cuchillo en su mano y matando a aquel que pone en riesgo su amistad con Andy. Ese chaval que camina entre la infancia y la adolescencia -la edad del pavo, vamos- al que su madre soltera le regala el susodicho muñeco para superar la crisis existencial.

El argumento no da más de sí pero he de reconocer que tiene chispazos de comedia ácida y mordaz bastante buenos. De hecho este es su punto fuerte. Unos diálogos frescos y directos, a los que sin embargo no llega el reparto. Muy plano y que desde luego no pasará a la historia por esta película.

En cambio Chucky, el Muñeco diabólico, sí parece haberse adaptado a los nuevos tiempos. Una época, por cierto, que acojona bastante, pues como decía hemos entregado todo, absolutamente todo, a la tecnología. Y lo que es peor, a las corporaciones que manejan y diseñan esa tecnología por encima de las personas y sentimientos.

A fin de tener una vida fácil y sencilla, sin riesgos y muchas comodidades, hemos regalado nuestra libertad, o la hemos disfrazado, con tal de estar conectados. Resulta paradójico que en la época de mayor comunicación estamos más aislados. Y que solo el cuchillo de Chucky te recuerda que el dolor existe y a la mínima la palmas. Que hay vida más allá de móviles, muñecos, consolas y ordenadores -tiene guasa escribir esto en una de esas máquinas-.

La revolución de las máquinas de Asimov y Terminator ha llegado. Se ha colado -y la hemos dejado- por completo en nuestro día a día. Chucky, el Muñeco diabólico, te lo evoca por si no te habías dado cuenta. Y ahí reside el auténtico terror de la película. En hacer una lectura actual sobre la soledad, la falta de libertad y empatía, humanidad y arrinconamiento de las personas por estar enchufadas. ¿Quién conoce realmente a sus vecinos? Nadie. Y todo eso, ya digo, con un puñado de frases ingeniosas y chistes que te hacen reír.

Por eso el filme de Lars Klevberg aprueba, bajo mi punto de vista. Obviamente es espectáculo en pantalla, no un tratado de filosofía pese a que a mi me haya despertado esta reflexión. Y como entretenimiento, Muñeco diabólico vale. Tiene chispa. Un blockbuster de verano que se puede ver tranquilamente. Eso sí, y aun siendo defensor del doblaje, esta vez mejor en versión original.

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