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Críticas de Sergio Berbel
Críticas 862
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
15 de agosto de 2020
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
La austríaca Jessica Hausner, uno de los nombres a seguir en el panorama cinematográfico europeo actual no tuvo su mejor momento a la hora de rodar la insulsa y anodina “Lourdes”. Si algunos afirman que es la heredera natural del dios Michael Haneke, no lo será con esta película, donde le falta todo el nihilismo y la mala leche ácida y corrosiva que impregna la filmografía del citado genio inmortal.

Con vocación claramente documental, plasmando la historia de sus personajes de forma aséptica, mostrando sin tomar partido a través de largos planos fijos la realidad del negocio que oculta el turismo religioso de peregrinaciones, había material para haber entrada a saco, supuestos milagros incluidos, y no dejar títere con cabeza, pero la oportunidad de oro para ello es desperdiciada por Hausner que deja una cinta plana, que se acaba haciendo larga a pesar de su ajustado metraje y que no emociona ni deja de emocionar en ningún momento.

Y ello a pesar de contar para sus dos protagonistas con sendas actrices colosales en estado de gracia. La mujer tetrapléjica que llega a Lourdes con bastante agnosticismo y escasas creencias en nada que ha elegido este viaje porque el turismo de peregrinaciones es el más asequible para alguien en su estado, que interpreta magistralmente Sylvie Testud, daba para mucho más.

Y luego está la siempre portentosa y maravillosa Léa Seydoux, que eleva todo lo que toca o en lo que participa, que siempre pone carne, sensualidad y profesionalidad en todos sus personajes, y que en esta película interpreta a la cuidadora voluntaria en Lourdes de la protagonista.

Más allá de todo ello, la extensa sucesión de planos fijos a través de los que asomarse a tan exótico (antropológicamente hablando) lugar no emociona ni conmociona, y acaba dejándonos una indiferencia absoluta ante una película gélida en forma y fondo.
Sergio Berbel
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8
15 de agosto de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Seguramente el tema que más obsesione a alguien que se dedica a la práctica judicial como yo es el del falso culpable. El mismo ha dado pie a soberbias obras maestras firmadas por los más grandes, desde Alfred Hitchcock (para quien constituía una de sus más grandes obsesiones) a Juan Antonio Bardem en “Muerte de un ciclista”. Y con ese delicado tema decidió debutar tras la cámara el argentino Miguel Cohan dejándonos una cinta que, sin llegar a la maestría de los anteriormente citados, sí que es una dignísima película de género, ejemplar en el tratamiento de dicha temática.

Es la historia del atropello mortal de un joven por parte de dos adolescentes, los cuales logran llevar tan bien el tema que acaba siendo acusado del homicidio imprudente un inocente. Y todo lo que ocurre después, en una historia marcada por un guión soberbio que sabe manejar las claves del noir y las elipsis de forma más que notable, consiguiendo tensionar al espectador en sesión continua de principio a fin y logrando que le importe el destino de todos los personajes.

Pero la cinta tiene una segunda parte (y una segunda lectura) aún más interesante y apasionante: el cambio físico, psicológico y moral que sufre una persona normal y corriente tras una estancia en prisión. El cambio que sabe mostrar a cámara Leonardo Sbaraglia enfrentado a esa tesitura es magistral, y el análisis y las conclusiones al respecto son muy reveladoras, siendo sin duda lo más notable de esta película, especialmente para aquellas personas que, muy erróneamente, tienen una imagen de la estancia en prisión idílica y paradisíaca. Como punto de partida para interesarse en el efecto contrario a la resocialización, la cinta de Cohan no tiene precio.

Un film que se beneficia de una dirección rigurosa y coherente, sin aspavientos y sólida, de un guión muy interesante y de unas interpretaciones soberbias, como la del propio Leonardo Sbaraglia (un dios de la interpretación que es ya por derecho propio casi un género en sí mismo) y o el siempre mágico y deslumbrante Federico Luppi en un personaje secundario muy potente.

Una cinta muy recomendable que ofrece mucho más de lo que pudiere parecer a simple vista, pues acaba siendo un film de autor apto para todos los públicos.
Sergio Berbel
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10
14 de agosto de 2020
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hacía tiempo que no lloraba viendo una película. Me ha sido inevitable en dos momentos terroríficos de “Yo, Daniel Blake”. Es obvio, por sabido, que la conciencia social y el pensamiento progresista europeo deben mucho al tándem formado por el director Ken Loach y su guionista de cabecera Paul Laverty. De la factoría de la que han salido los grandes films sociales de nuestra época, conquistaron en 2016 Cannes con “Yo, Daniel Blake”. Inmediatamente después nos llegó otra obra maestra inconmensurable de la misma dimensión: “Sorry, we missed you. Está claro que la conjunción Ken Loach-Paul Laverty está justo ahora en su mejor momento, tocando techo, o sea, llevando a tocar techo al cine social europeo justo en el momento preciso, cuando todos los derechos laborales se han disuelto y el fascismo y la pobreza se adueñan del continente.

De nuevo ambos activistas del cine ponen el dedo en la llaga de las miserias más intolerables del capitalismo salvaje, que ha arruinado con sus excesos todo el edificio social europeo, expulsando del paraíso de la supervivencia a un conjunto de seres humanos que ya no le son útiles para la explotación y que, por tanto, desecha porque (por ahora) está prohibido deshacerse de ellos. La cosificación del ser humano que sólo importa cuando genera riqueza y como consumidor, no como persona.

Es el caso de Daniel Blake, un carpintero británico viudo que pierde su empleo justo cuando va a llegar a ser sexagenario a consecuencia de haber sufrido un infarto. La Seguridad Social, totalmente externalizada y gestionada por una empresa privada que ha hecho de la burocracia un parapeto perfecto contra todos los derechos del ciudadano mediante el viejo método de la asfixia por aburrimiento a través de la inaccesibilidad, le hace someterse a un calvario insoportable para solicitar una prestación a través de internet, para una persona que jamás ha visto un ordenador ni en pintura ni sabe cómo se enciende, ni qué es un ratón. Pero el sistema capitalista, tan repulsivo siempre, ha encontrado en las nuevas tecnologías otro camino de exclusión social y de expulsión de todo el que le estorba en su camino, con el beneplácito de la burocracia estatal.

Mientras tanto, Daniel Blake intenta buscar trabajo, pero se encuentra con la segunda trampa mortal capitalista: ¿quién va a contratar a un vejestorio sexagenario? No existe para el mercado, es un error, es un obstáculo, es necesario borrarlo del sistema para que no moleste.

Mientras tanto, ese mártir moderno (soberbiamente interpretado por Dave Johns) conoce a una joven con dos hijos pequeños (otra interpretación antológica de Hayley Squires, que literalmente me ha hecho llorar dos veces) que igualmente está siendo apartada del sistema a patadas a través de la exclusión social y el desahucio. Y entonces Ken Loach y Paul Laverty nos recuerdan que la única posibilidad de supervivencia del proletariado es la solidaridad entre seres humanos cuando lo que se tiene delante no es más que la desesperación más absoluta y la muerte como única salida posible.

Cruda, de estilo cuasi documental marca de la casa, impresionantemente interpretada, y rodada en tiempo real, “Yo, Daniel Blake” nos demuestra que el cine de Loach sigue en forma y es cada vez más necesario.
Sergio Berbel
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10
14 de agosto de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
En plena etapa de madurez del cineasta, a mediados de los 80, el gran genio hace lo que mejor se le da, mezclar historias dramáticas con cómicas en un puzzle de vidas cruzadas para hacernos pensar entre sonrisas y lágrimas sobre las grandes preguntas que siempre se hizo el ser humano y la condición de la existencia.

Y todo ello a través de la historia de tres hermanas muy distintas entre sí: Hannah ha triunfado en el mundo del espectáculo como actriz y aparentemente está felizmente casada y siendo pilar de la familia; la menor, Holly, vive con un artista atormentado y sabe que le gusta al marido de Hannah; la mediana, Lee, es alguien a quien el destino ha decidido que siempre fracase, y va dando tumbos en lo personal y en lo profesional sin rumbo fijo y refugio en las adicciones. Hay otro personaje interesantísimo y aún más divertido, que Woody Allen se reserva para sí mismo, el exmarido de Hannah, un hipocondríaco del que se sospecha lo peor al respecto de su pérdida de oído y que, a consecuencia de ello, decide abandonar el judaísmo para buscar una religión más prometedora y tranquilizadora, dejando algunas escenas históricamente divertidas, como la de su católica bolsa de la compra.

Una película que rezuma melancolía y tristeza en mitad de una presunta comedia, que habla de matrimonios que se descomponen, infidelidades, lazos familiares mal entendidos, no asunción del paso del tiempo y la edad, intelectuales insoportables que se regocijan en ser malditos, drogadictas fracasadas, el vacío existencial, la inexistencia de Dios, la hipocondría.. todas las constantes del cine alleniano aparecen de forma brillante en esta obra maestra de 1986, nominada a 7 Oscars.

Todo ello sostenido en un elenco actoral de primera magnitud, encabezado por la pareja formada por Mia Farrow y Michael Caine (ni más ni menos), una extraordinaria Barbara Hershey emparejada con (redoble de tambores) con Max Von Sydow (al fin consiguió Allen trabajar con el actor fetiche de su adorado Ingmar Bergman) y una Dianne Wiest siempre espectacular en el cine de Allen.

Una cinta que, cuando aún Allen importaba a la Academia de Hollywood, se hizo con 3 merecidísimos Oscars: uno a Michael Caine como Actor Secundario, otro a Dianne Wiest como Actriz Secundaria y un tercero a su extraordinario guión, estructurado en episodios titulados, algo no habitual en el cine de Allen, y que subraya su estructura de historias cruzadas de forma ejemplar.

Contiene además una escena mágica en la que la cámara no para de dar vueltas alrededor de una conversación entre las tres hermanas en un restaurante, de esas que luego se pueden rastrear en la filmografía de otros muchos directores.

Contiene además dos guiños impagables: Maureen O´Sullivan interpreta a la madre del personaje de Mia Farrow siéndolo en la realidad y el personaje de Woody Allen cambia su tendencia de pensamiento delante de una película de los Hermanos Marx en un impagable homenaje a unos de los más grandes cómicos de la historia.
Sergio Berbel
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10
6 de agosto de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con “Midnight in Paris”, el gran genio norteamericano quiso regalar a París un dulce exquisito. Y lo consiguió por la puerta grande con una comedia romántica a medio camino entre la fábula y la ciencia-ficción sobre viajes en el tiempo portentosa, además de ser quizás el mejor homenaje a la vida cultural parisina en su Edad de Oro que se haya conocido nunca, sin duda entre las tres mejores cintas de su periplo europeo tan lejos de su Nueva York vital (junto con “Match Point” y “El sueño de Cassandra”, ambas visitas londinenses de Allen).


Todo es especial en esta cinta, denotando el deseo confeso de Woody Allen de homenajear a una de las ciudades más especiales y culturales del planeta. Desde que sus eternos, reconocibles e icónicos títulos de crédito esta vez aparecen precedidos de una serie de planos fijos de París absolutamente exquisitos, en los que brilla sobremanera la capacidad artística de su director de fotografía Darius Khondji, ya sabemos que se van a romper muchas reglas para llegar al mismo maravilloso final de siempre cuando del cine de Allen hablamos, porque esta película no deja de ser una revisitación al fantástico de "La rosa púrpura de El Cairo" en clave parisina.


Una pareja norteamericana de novios viajan junto con los muy fachas y ricos padres de ella a París unos días. Él, un tanto sobrepasado por el estatus social de la familia política, tiene además que bregar con un antiguo amigo de su novia, un ser insoportablemente pedante, que aparece también en escena. Todo pinta mal hasta que… un misterioso coche antiguo aparece en un rincón de la ciudad mientras suenan las campanadas de medianoche. Lo que no imagina el protagonista es que el vehículo es la puerta al París de los años 20 donde todos sus ídolos artísticos están allí en carne y hueso dispuestos a ser sus amigos.


Un viaje en el tiempo que lo enfrenta a la creación artística de Scott Fitzgerald, Hemingway, Dalí, Buñuel, Picasso, Cole Porter, Gertrude Stein… y entonces es cuando la fascinante capacidad de Woody Allen crea, no sólo un maravilloso viaje en el tiempo,sino una historia de amor apasionante con una mujer de la época, interpretada por Marion Cotillard, que hace mucho tiempo que dejó de ser una actriz para convertirse en un ángel etéreo y que aquí interpreta a una mujer de la que es materialmente imposible no terminar enamorado hasta las trancas, reina y señora de la película desde el primer instante en el que hace acto de presencia en plano.


Y no es que el resto del elenco no brillen a gran altura, incluso el normalmente no destacable Owen Wilson no desentona haciendo de alter ego de Allen. Una bellísima Rachel McAdams más que eficaz. Una Kathy Bates siempre espléndida. Una Léa Sieydoux maravillosa que llena los escasos planos en los que aparece. Un divertido Adrien Brody como Salvador Dalí… Da igual, todo queda empequeñecido hasta lo liliputiense cuando hace acto de presencia Marion Cotillard, diosa absoluta.


Una historia para reír, para llorar, para soñar, para emocionarse… para ser CINE, así con mayúsculas. Y de eso sabe mucho Woody Allen. Con una dirección de actores portentosa y una fotografía de una belleza que deja sin respiración. Puro caviar para el cinéfilo más exigente.
Sergio Berbel
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