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Críticas de Antonio Morales
Críticas 1.537
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
7
27 de marzo de 2017
3 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sin duda una de las cumbres del cine silente, un cine mucho más importante de conocer de lo que mucho aficionado cree. Sobre todo por los detalles técnicos y artísticos. Lo digo por una cierta alergia o prejuicio a la hora de abordar las películas del periodo. Esta epopeya de más de tres horas de duración sobre la guerra de Secesión americana, atrajo la mirada de la opinión pública sobre el país de las barras y estrellas, que emergía como la nueva potencia mundial del cine. Con una estructura fluida que daba carta de naturaleza al cine de larga duración. Es cierto que el análisis de su argumento no resiste una buena valoración socio-política, entre otros detalles porque han pasado más de cien años y los valores actuales difieren absolutamente de los de entonces.

Este caballero del sur era autodidacta indisciplinado, inventor y a menudo genial, artista que podía pasar sin sucesión de un mal gusto presuntuoso a un extremado lirismo propio de una gran sensibilidad artística, ideólogo débil que iba de un feroz reaccionarismo como en este film a un ejemplar y entusiasta aliento progresista (Intolerancia). Aquí se trata de un alegato en favor de la reconstrucción de los derrotados estados sureños. Para ello Griffith utiliza como base literaria la novela del clérigo esclavista Thomas Dixon “The Clansman”, título con el que fue estrenado el film en un principio hasta que el director decidió cambiarlo por el que todos conocemos ahora, por considerar que el resurgimiento del Sur, tras el conflicto bélico, establecía los cimientos de una nueva nación.

La intencionalidad de la película, manifestada en un cartel inicial, es la de ser un canto a “la libertad para mostrar el lado oscuro del mal e iluminar el lado positivo de la virtud – la misma libertad que se le concede al arte de la palabra escrita –, ese arte al que debemos la Biblia o las obras de Shakespeare”. Queda claro que las ambiciones del cineasta eras grandes, además de que la humildad no era una de sus cualidades. Una obra monumental dividida en dos partes: la guerra de Secesión y la eclosión del Ku Klux Klan, como fuerza salvadora de la dignidad y de los bienes de la raza blanca, con un episodio intermedio que reproduce el asesinato de Abraham Lincoln por John Wilkes Booth (papel interpretado por un juvenil Raoul Walsh) en el teatro Ford, reconstruido muy fielmente. Su trama, situada en 1860, gira en torno a los avatares de las familias Stoneman y Cameron, unidas por lazos de amistad y representativas de las dos facciones enfrentadas por la guerra: los unionistas del Norte frente a los secesionistas del Sur, conflicto en el que ambas familias pierden a algunos de sus miembros.

Los hallazgos visuales y las innovaciones técnicas del film son constantes: “travellings” laterales y otros sobre vehículos en movimiento para mostrar el avance de las tropas confederadas en plano frontal; la segmentación de las escenas en diferentes planos para mostrar la parte esencial de la acción; la obertura de iris con que comienzan o acaban algunos pasajes permite destacar un personaje o un objeto para ampliar después el campo visual hasta mostrar la imagen completa, sistema que se avanza en muchos años a la técnica del zoom. También son interesantes las espectaculares escenas de batallas, pero, posiblemente, el recurso más innovador, y el más caracteristico del director, sea el famoso montaje paralelo de acciones. Que se puede apreciar en la parte final de un film imprescindible para conocer los orígenes del séptimo arte.
Antonio Morales
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7
26 de marzo de 2017
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
El film conecta perfectamente con la expresión de un melodrama de su tiempo, en el estilo de cineastas coetáneos como Max Ophuls o Douglas Sirk, centrando su mirada en el París del siglo XIX. Albert Lewin fue un cineasta inclasificable, por elecciones argumentales, métodos de puesta en escena, decisiones estéticas, bagaje literario y relaciones con los Estudios, tan sólo realizó seis largometrajes entre 1942 y 1956. Sus films tan personales atestiguan la impronta de un cineasta original, romántico y nihilista que lanzó sus propuestas artísticas contra el conservadurismo intelectual del Hollywood de la época. Se trata de una producción de Metro Goldwyn Mayer donde se derrocha la elegancia y la ambientación artística, excelente fotografía de clara inspiración pictórica, los diálogos y la gestualidad son brillantes, dignos de un cineasta de gran cultura.

Apoyada en un texto literario de Moupassant, recrea admirablemente la visión de un entorno social en el que la lucha contra la hipocresía imperante se realiza desde una inteligencia bañada en maldad y la huida de estereotipos sociales bienpensantes. El film narra la andadura de Georges Duroy (un excelente George Sanders) apodado por alguno de su compañeros Bel Ami, un personaje lúcido, irónico y amoral que se situá muy por encima que el entorno que le rodea, la alta sociedad parisina. Un descarado libertino cuyos objetivos se verán cumplidos con precisión calculada, ya que Duroy es en el fondo un profundo analista y crítico de la moral más hipócrita en la vida social que frecuenta, haciéndolo unicamente por ascender en su seno.

La sumisión amorosa es uno de los temas fundamentales que aborda el film, también la arrogancia y la ambición. De esta forma se sirve principalmente de las mujeres a las que seduce y manipula a su antojo. Los personajes del film se debaten entre lo que realmente son y la imagen que proyectan sobre los demás, entre la tensión generada por sus sentimientos enfrentados a sus actuaciones sociales. Es fácil, por tanto, encontrar en el film numerosos planos en que los personajes aparecen encuadrados a través de cristales o espejos que constituyen una especie de ventana del alma, por así decirlo. Su puesta en escena es refinada, suntuosa, con elegancia en los detalles, “travellings” suaves con una fascinante armonía en los movimientos de los personajes y la cámara. Una buena película, aunque poco conocida que merece revisión.
Antonio Morales
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7
25 de marzo de 2017
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una arriesgada apuesta, una película atípica y del todo punto insólita para los tiempos que vivimos, donde todo es desechable y provisional, donde el lenguaje del amor, la seducción y la galantería brillan por su ausencia, donde priva la urgencia de lo inmediato y no hay lugar para la reflexión. Una película de época y minimalista, así la definía su directora Isabel Coixet. De una belleza natural y visual asombrosa, un cuento romántico sobre el desamor y sus consecuencias. Es lo que he descubierto en esta película que vi ayer por primera vez y que me ha sorprendido gratamente por su originalidad, un experimento sensorial de un romanticismo exacerbado. Una película especial, delicada, sugerente y hermosa, donde la sensualidad femenina planea constantemente.

Las imágenes de este original film desvelan a una cineasta con mirada propia, con olfato para capturar la emoción y con las antenas desplegadas para encontrar imágenes vivas, capaces de llevar a la pantalla ese aliento de autenticidad y aromas de tiempos pretéritos en el retrato de sus criaturas. El film responde a lo que se entiende convencionalmente por cine de autor, nada popular pero gratificante si conectas con él. Desde el principio la voz en “off” del narrador (Julio Núñez), nos va guiando e introduciéndonos en esta desgarradora historia que goza de una fotografía asombrosa, que tiene, además, una rigurosa depuración estilística, plástica y narrativa.

Se trata del miedo a la expresión frontal de las emociones y la incapacidad para comprometerse con los sentimientos, que atenazan a unos personajes cuya felicidad es la primera víctima de ellos mismos. Desde un romanticismo europeo de finales del siglo XVIII, donde queda claro una voluntad decidida de romper con la Historia con mayúsculas para bucear en la intrahistoria, la de a pié que viven cotidianamente, unos individuos anónimos. Su protagonista es un modesto maestro de escuela, y antiguo médico que confiesa haber pasado toda su vida “amando a una mujer que amaba a otro que no la amaba a ella sino a otra de la que nunca supo si le correspondía”, un personaje atrapado por el silencio en el que vivió su amor.

La estructura dramática se organiza según un círculo de amores no correspondidos: el maestro cuando es joven (Patxi Freytez) ama a Matilde (Olaya Moreno), pero ésta ama a León (Christopher Thompson), quien en realidad ama a Valeria (la Bellucci está sublime) con un físico impresionante en un papel de mujer con carácter e independiente, una mujer deslumbrante. Además de otras historias amorosas colaterales, en un universo romántico lleno de poesía, pasión e inteligencia que recuerda la literatura de Stendhal. Satisfacción, temor, tristeza, rebeldía, deseo. Una película de una belleza plástica memorable, unos detalles visuales asombrosos, imaginativa y lúcida a la vez, dedicada a la gente que ama, a la gente que se entrega, según la directora, pero sobre todo, esto lo afirmo yo: a los que amamos el cine sin prejuicios en una jugosa reflexión sobre el hecho de contar historias.
Antonio Morales
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7
24 de marzo de 2017
6 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Antonio Drove fue un director infravalorado por el cine español, cinéfilo muy influenciado por el cine clásico, admirador de Fritz Lang y Douglas Sirk, de este último realizó una larga entrevista para TVE analizando su obra para un ciclo de películas dedicado al maestro del melodrama que ha pasado a la historia de la televisión. Drove que ya había adaptado magníficamente “La verdad sobre el caso Savolta”, estaba enamorado de la novela de Ernesto Sábato “El túnel” que como él afirmaba era “la historia de una obsesión”, y era la segunda vez que era adaptada a la pantalla, me gustaría ver la anterior de León Klimovsky de 1952 para compararlas. Fiel a su natural vocación de asumir los riesgos más incontrolables, Drove se embarcó en una ambiciosa producción internacional, técnicos extranjeros, rodando en inglés, trabajando con métodos americanos y futuras estrellas que ya despuntaban.

La adaptación es buena si tenemos en cuenta la dificultad de trasladar a imágenes una novela narrada en primera persona, sobre las divagaciones mentales de un personaje perturbado. La de una historia seca y cortante como una navaja, despojada de todo fleco naturalista y de toda tentación falsa o convencionalmente ornamental, se dirime una apasionante reflexión de hondo calado. Nadie que haya vivido las experiencias que aparecen en esta historia podría describirlas mejor que cómo lo hace el atormentado Castel. Drove compone un universo visual complejo que va enriqueciendo la trama. Los encuadres con sus marcos múltiples, la profundidad de campo, los “travellings laterales” que despliega el cineasta demuestran su dominio técnico del oficio. Subyugado por la puesta en escena clásica donde las escaleras y los espejos cobran inusitada relevancia, Drove narra con un gran alarde de formas expresivas que, en la época actual, la del videoclip y la aparatosa modernidad digital, parecen extraídas de un tiempo muy lejano.

El film guarda cierto parecido con el “Vertigo” de Hitchcock, por el amor obsesivo, el cuadro admirado por María en plano calcado al de Kim Novak, el delirio pasional absoluto como solía hacer Douglas Sirk en sus majestuosos melodramas cromáticos, donde el color adquiría protagonismo narrativo. La película respira aromas necrófilos, aparecen estatuas de cementerios, la fotografía adquiere tonalidades ocres y metálicas como el estudio-apartamento del pintor Castel (un inquietante Peter Weller), sobre todo en el baño. El film atesora un extraño germen surrealista que no termina de emerger, difícil de acomodar a una lectura convencional. María Iribarne (una bellísima Jane Seymour) es el objeto de una pasión arrebatadora, la esposa de un maduro hombre ciego, Allende (un discreto Fernando Rey) que provoca en el pintor unos celos patológicos que abarca desde el amor más puro hasta el odio más desenfrenado, un amor visceral y enfermizo que no caduca porque las pasiones humanas no tienen edad.

En el fondo de esta historia resuena el eco y el lamento musical de un romanticismo desmedido, de un existencialismo en gestación, creando emociones y abriendo interrogantes, nada que ver con el cine trillado y facilón de hoy, pero de visión obligada para los amantes del cine que son capaces de sentarse ante una película con los ojos abiertos y la mente despierta. Una obra personal e intransferible que pasó por los cines sin pena ni gloria, que merece una revisión, por respeto a un cineasta lúcido y apasionado. Recomiendo la versión original hablada en inglés.
Antonio Morales
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6
23 de marzo de 2017
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Fiel sólo a sí mismo, José Luis Borau siguió su camino tan solitario como arriesgado, libre de las exigencias comerciales que le habría puesto cualquier productor, fue un cineasta contrario a las fronteras, las patrias y los nacionalismos, que pensaba que todo ello sólo servía para dividir y separar a los hombres, haciéndolos desgraciados e infelices, en el fondo, su obra descubre a un profundo humanista y amante del mestizaje cultural. Así mismo, el director maño y productor de la mayoría de sus obras, pensaba que los mitos lo habían creado los hombres para explicar los misterios insondables del ser humano.

Tras su aclamada “Furtivos” y cuatro años sin dirigir por motivos de financiación, filma esta coproducción hispano-sueca, de ahí el reparto internacional que incluye a una de las actrices favoritas de Bergman, Harriet Anderson. Una película extraña, insólita pero sugerente y perturbadora. Una historia de extranjeros enamorados de España, de su cultura, sus tradiciones, su clima y sus gentes. Una fábula sobre el universo femenino, la magia y el misterio de un mito, una leyenda y la influencia sobre sus moradores. Pepa (una sensual Ángela Molina) da vida esa mujer típicamente andaluza, vitalista y seductora, pero que no termina de decidirse por alguno de los hombres que la aman. Una joven con carácter independiente que recuerda el mito de “Carmen”, y que sostiene que la Sabina es una “Draguna” que vive en una cueva – cuya entrada, curiosamente, tiene forma vaginal – que devora a los hombres después de gozarlos sexualmente.

Dicha lozana tiene un hermano corto de luces, Manolín (Ovidi Montllor), del cual corren rumores por el pueblo que sería el sirviente fiel de la misteriosa Sabina. El film tiene un claro sustrato literario con la aparición de intelectuales británicos que recalan en tierras andaluzas en busca de Michael (Jon Finch) un escritor en horas bajas, que había viajado a Andalucía para documentarse e investigar la desaparición de un poeta muchos años atrás y enamorado de una mujer andaluza. Reviviendo nuestro protagonista una historia parecida con Pepa en una película sensual y romántica pero que a la vez recrea intereses bastardos por parte de los visitantes preocupados del futuro libro de Michael y el dinero que mueve el negocio editorial.

La música del guitarrista universal Paco de Lucía, la bella fotografía del paisaje agreste, el folclore andaluz con sus leyendas mitológicas, sus fiestas y procesiones, la luz y la fisicidad en la orografía de la Serranía de Ronda. Todo ello constituyen una película interesante que se adentra en territorios desconocidos, que no esta hecha en función de una conclusión como suelen ser la mayoría de las películas actuales, tampoco es por transgredir las leyes de la rentabilidad comercial ni por contrariar los gustos convencionales del espectador. Sino porque tales normas le son ajenas al cineasta y acatarlas le impediría hacer lo que desea. Borau al contar esta leyenda inventada, esta gran historia de amor, procura que sus personajes tengan vida propia y que reaccionen con pasión ante sentimientos primarios.
Antonio Morales
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