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España España · Las Palmas de Gran Canaria
Críticas de Arsenevich
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Críticas 93
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
7 de enero de 2019
3 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
«Twin Peaks» es una serie que logra una proeza inalcanzable en el formato televisivo: mantener en vilo al espectador hasta el último capítulo dándose el lujo de desvelar el secreto que la sustenta hacia la mitad. Porque en realidad Lynch, posiblemente el alumno más aventajado de Hitchcock, utiliza el slogan publicitario de «¿Quién mató a Laura Palmer?» como una mera excusa para sumergirnos en los múltiples secretos de los habitantes de esta dulce comarca del noroeste. Es decir: un Mcguffin en toda regla, sólo que prolongado y dilatado a lo largo de treinta capítulos y aplicado sobre la psicología del espectador mediante un proceso hipnótico, un tratamiento clorofórmico cuya cadencia visual y sonora prefigura buena parte de la filmografía posterior del cineasta de Montana.

Tengo la sensación de que la serie en su conjunto constituye un aparato narrativo tan milimétrico y equilibrado que correría el riesgo de desmoronarse si se le sustrajera alguna de sus partes, aunque sólo fueran detalles que «a priori» puedan parecer triviales. La banda sonora de Badalamenti es, sin duda, uno de los factores clave en la formulación del embrujo hipnótico, pero también los momentos oníricos, los fragmentos deslavazados de sueños, pesadillas y alucinaciones, los retazos de diálogos fuera de contexto y al parecer sin ningún sentido. Cada detalle forma parte de un todo que, por razones obvias, permanece herméticamente encerrado en las lindes de ese pueblecito que nos da la bienvenida al comienzo de cada episodio.

Atravesando diversas fases o «estadios narrativos» (la investigación sobre el crimen de Laura Palmer, los tejes y manejes respecto a la explotación del bosque de Ghostwood, la implicación del Mayor Briggs en una trama de OVNIS y seguridad nacional, la llegada de Windom Earle, el concurso de Miss Twin Peaks, etcétera), el espectador avanza a lo largo de la serie como si fuese apartando de su camino cuberturas de telas de araña o, por qué no decirlo, cortinas rojas aterciopeladas, encontrando un nuevo secreto fascinante tras cada una de ellas. El argumento, desdoblado, multiplicado, abre multitud de sendas que no conducen (o que parecen no conducir) a ningún sitio, hasta derivar en un último episodio decididamente perturbador. Al final de cada capítulo, no obstante, la fotografía enmarcada de Laura Palmer nos recuerda por qué estamos allí. El Mcguffin nunca termina de apagarse porque es como el reloj de péndulo que se balancea delante de nuestros ojos, manteniendo vivo el proceso hipnótico.

Tal vez esto que voy a exponer suene a mitomanía exagerada, pero se aprecia una diferencia notable cada vez que David Lynch en persona dirige algún episodio, más allá de que su sombra, alargada, abrumadora y absolutamente letárgica, se encuentra agazapada detrás de cada uno de los capítulos.

Una de las experiencias más alucinantes que puede ofrecer la televisión. Una serie mítica y portentosa que cierra las puertas del pueblo fantasma hasta un cuarto de siglo más tarde, cuando, de repente, vuelven a ocurrir cosas. «Fuego camina conmigo» y allá vamos otra vez, rumbo a otra sesión de hipnosis prolongada…
Arsenevich
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8
7 de enero de 2019
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lynch y Frost prefiguran en el episodio piloto toda la estructura de lo que será al menos la primera parte de la serie, haciendo pivotar alrededor del misterioso asesinato de Laura Palmer todas las vertientes narrativas, que no son escasas ni mucho menos poco interesantes. Resulta notoria la verticalidad con la que se expone el corazón argumentativo de toda la obra nada más arrancar esta: un hombre que va a pescar y que al minuto de proyección encuentra al descuido el susodicho cadáver. Alarma y agitación para este tranquilo pueblecito del noroeste americano, un sitio ideal para que Lynch despliegue sus innatas habilidades para la descripción de la Norteamérica rural.

Entonces conocemos a los habitantes: unos solemnes, otros retorcidos, los más bastante raros, algunos deliciosamente guiñolescos (impagable esa Nadine obsesionada con sus nuevas cortinas, o la entrañable demencia de Lady Leño). El factor trágico, evidente en la clave argumentativa, se ve aplacado por repentinos y sutiles momentos de humor negro hitchcockiano. Los hilos se enredan en prometedoras relaciones adúlteras y secretos inconfesables para eclosionar en unos planos finales de enorme impacto.

No sé si, como suele decirse, la serie perdió el norte hacia su ecuador, o cuando Lynch se apeó del barco allá en la lontananza del episodio 6. Lo cierto es que pocas veces un comienzo resultó tan hipnótico y cautivador. ¿La fuerza de las imágenes? Desde luego. ¿El poder de la inconmensurable partitura de Badalamenti? Qué duda cabe.

Por cierto: nunca un cadáver (incluso envuelto en plásticos y con piedrecitas y arenisca sobre la piel amoratada como este) me pareció rebosar una belleza tan insultante en una pantalla…

Notable.
Arsenevich
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9
7 de enero de 2019
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
De nuevo, al pulsar la tecla «Play», surge el sentimiento de estar atravesando una barrera, un límite con la propia realidad, y otra vez aparece esa incertidumbre en forma de cosquilleo al pensar en lo que seremos tras la proyección, en el sedimento que esta nueva aventura en el «Territorio Lynch» va a alojar en nuestra conciencia y en nuestro fondo cerebral. Porque ver una película de David Lynch no es simplemente disfrutar de un espectáculo cinematográfico sino ser partícipe de una experiencia sensitiva completa y mayestática. Y los elementos que componen esta experiencia nunca estuvieron mejor expuestos ni más clarividentemente comunicados que en «Mulholland Drive».

Creo que nos encontramos ante la «película-puzle» por antonomasia, al menos en lo que respecta a la época contemporánea. Y también, ya que estamos, ante la obra maestra definitiva del cineasta. Planteada como una aventura en paralelo entre el mundo real y el onírico, Lynch nos arrastra por pelos, y mientras gritamos con desesperación, al terreno de la más abrumadora especulación argumentativa, a la trama más delirantemente encajada de todas las que urdiera, repleta de cabos, huellas, señales, claves en forma de palabras e imágenes, sonidos perturbadores, escenarios fluctuantes e inasibles, danzas espirituales y escapes del pensamiento hacia una tierra que no es la nuestra y que tal vez no sea tampoco la que visitamos mientras dormimos. Es la misma tierra ignota donde conviven Bob y sus espíritus peregrinos en «Twin Peaks». Es esa tierra donde miramos con pupilas ajenas al fondo de nuestros propios ojos. Es el Otro Lado, ese al que muy pocos tienen acceso y al cual se llega descifrando las mil y un combinaciones que, como un maestro prestidigitador, Lynch escamotea entre los pliegues visuales de esta película.

Sí, porque las claves están puestas sobre el tapete. En ese sentido, el director no engaña a nadie. No lo hacía tampoco en sus otras películas demenciales, ni siquiera en la desquiciante «Inland Empire». Pero en «Mulholland Drive» el camino de migas de pan está ahí. Todo es cuestión de conocer un poco las ciénagas de conciencia y los pantanos alucinógenos del «Territorio Lynch», y nos daremos cuenta de a lo que realmente se enfrenta Betty/Diane, encarnada por una sorprendente Naomi Watts bicéfala. En este caso la reflexión sobre el mundo frívolo de Hollywood es la plataforma, el entorno, un contexto de cartón piedra donde las verdaderas marionetas bailan detrás del decorado, entre bambalinas, entre los tramoyistas y los manipuladores de lo oculto. Allí donde se prepara el «playback» de la canción, donde se cocina la superchería que descubrimos desde un patio de butacas. Cine del detalle, de los objetos pequeños (llave, lámpara, caja negra, pendientes, platos, un millón más). Cada objeto una letra, cada elemento tangible el símbolo de un alfabeto que, ordenado de forma cabal, nos cuenta dos historias fascinantes. La de este lado: el relato de un accidente, una chica con amnesia, un casting, sueños dorados, un misterio, una encrucijada. La del Otro Lado: el mismo relato en la misma encrucijada, viciado ahora de celos, obsesiones, asesinatos, suicidios ruidosos, gritos, desesperación y turbulencia. La identidad desdoblada, como siempre. El espejo al final, como siempre. La negrura y la duda eterna al finalizar el film: ¿dónde estamos? ¿En qué lado del espejo? ¿Conviene abrir una puerta, girar en una esquina, asomarse a un recodo… cerrar los ojos? ¿No se ha vuelto acaso excesivo el riesgo a caer del Otro Lado, desde donde quién sabe si podremos regresar?

El «Territorio Lynch», más suyo que nunca, e inoculado en nuestras retinas como siempre, obsesionante y desquiciante, alucinógeno y letal, hipnótico y…, trasparente. Sí, porque si he de encontrarle un solo defecto a esta película (el único que me lleva a no otorgarle la nota máxima) es que todo, al final, encaja a la perfección.

Y a veces, la perfección duele.
Arsenevich
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9
7 de enero de 2019
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Quisiera hoy hablar no específicamente de «Inland Empire» sino de esa tierra ignota, desasosegante y abrumadoramente sensitiva que es el «Territorio Lynch». Una Región, como La Zona stalkeriana, donde eclosiona mucho de todo eso que abunda y bulle y se alborota en el fondo de nuestras almas. Un Franja que siempre nos resulta inexplorada y donde surgen, como tótems alucinatorios, la estridencia de «Terciopelo azul», la fascinación de «Carretera perdida», la proyección onírica de «Mulholland Drive», la hipnosis protorrural de «Twin Peaks»…, y el laberinto de espejos resquebrajados de «Inland Empire». Ese País que muchos aborrecen y que otros, apabullados y aturdidos, buscan en vano descifrar y computar como agrimensores racionales o como expertos buceadores de ese pozo sin fondo que es la mente humana. Esa Nación sin gobierno ni lógica de donde, una vez que has entrado, ya nunca podrás salir.

¿Qué es exactamente una película? Imagen, sí. Y sonido. Ambas cosas, en conjunciones más o menos precisas, suelen ofrecer al espectador una «historia», una «narración». El cine se rige, como todas las disciplinas artísticas, bajo sus propias reglas, bajo sus propias directrices. Las que dicta al fin y al cabo el medio de comunicación. Y comunicar una narración a través de la yuxtaposición entre imagen y sonido es una opción…, pero no la única opción. No nos referimos a comunicación cinematográfica como a una senda unívoca y de dirección recta. Hablamos de una estimulación sensorial, de un juego de impulsos visuales y sonoros que penetran en distintas capas de conciencia y que, a la vez, producen nuevas imágenes. Nunca son estáticas, sino que están en constante movimiento. Nunca son postales fijas ni elementos estatuarios. No: se mueven, se deslizan. Mutan. La imagen se zarandea y siempre efectúa danzas impredecibles. Imagen en movimiento. O sea: cine.

Lynch opta por la multipista cinematográfica. Sus películas (que no sus historias; es decir, los tótems de eso que he llamado el «Territorio Lynch») se deslizan hasta el espectador e inoculan su mensaje a través de lo que yo considero una ramificación de avenidas que, en paralelo, viajan hasta nuestros sentidos. A saber:

1) Realidad: La relación que inconscientemente establecemos entre el conjunto de la imagen-sonido y lo que cotidianamente nos rodea. No solemos estar al tanto de esta interrelación…, pero existe.
2) Sueños: Reminiscencias entre el conjunto de la imagen-sonido y las experiencias de nuestro subconsciente, sueños que recordamos o no, pero que han formado un sedimento en nuestra capacidad de discernimiento. Esta asociación también suele ser silenciosa (y sibilina).
3) Ficción: La historia detrás del conjunto de la imagen-sonido. A veces, una mera línea argumental. Suele apelar al surrealismo más descarnado y no está, desde luego, sujeta más que a una sola e irreductible lógica: la que impera en el «Territorio Lynch» (somos incapaces de conectarla, pues, con el punto 1, es decir, con nuestra realidad cotidiana).
4) Ficción dentro de la ficción: Metacine, juegos de cajas chinas, capas de una cebolla que se van deshojando. Nunca llegamos a un corazón o a un núcleo, a una «sermonis mater». Las capas no tienen fin. La ficción tampoco.
5) Sueños dentro de la ficción: Peripecias subconscientes de los personajes, de las figuras que aparecen en los sueños de los personajes o de la propia esencia de la película. Sueños que se desprenden no de nuestra percepción sensorial, sino de los elementos oníricos del propio conjunto de la imagen-sonido.

Descifrar los atolladeros y las incógnitas del «Territorio Lynch» no es que sea imposible o directamente desquiciante, sino que es innecesario. La experiencia multipista escapa al análisis más sesudo, al escrutinio más riguroso, a cualquier tipo de examen que podamos encarar desde conjuntos de criterios más o menos predefinidos. Lo mejor, creo, es abrir bien los ojos, los oídos y la mente, y prepararse para recibir la avalancha sensitiva. Esta puede ser abrumadora, angustiosa, incluso dolorosa, pero de su envite saldrás con la sensación de que la realidad, a tu alrededor, corre el peligro de diluirse de un momento a otro, absorbida por cualquiera de las otras pistas de esta carrera sin retorno y sin final. Abre también la boca. Abre mucho la boca. Y no sólo por la hipnosis o el embelesamiento, sino porque, como Laura Dern, en muchos momentos querrás gritar, gritar con todas tus fuerzas para despertar y volver a ser quien eras.

Unas pocas palabras para «Inland Empire»: barroca, excesiva, estridente, fascinante. Una experiencia multipista en toda regla. Un deleite para los sentidos y un empujón hacia la perturbación más absoluta. Unas ganas locas de que nunca acabe, y de que en su anormalidad nos ofrezca un metraje sin fin. Un agujero negro cinematográfico que puede hacer añicos todo lo que te rodea.
Arsenevich
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8
7 de enero de 2019
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aunque mis cineastas favoritos puedan ser John Ford, Charles Chaplin, Howard Hawks, Billy Wlider o Alfred Hitchcock, he de reconocer que ninguno despierta y estimula mi red sensitiva como lo hace David Lynch. De los contemporáneos, es definitivamente mi ojito derecho. La sensación al terminar de ver «Carretera perdida» por primera vez fue análoga a la que me produjo con «Mulholland Drive» e «Inland Empire»: aplastado contra la butaca, pulverizadas las gafas de pasta y casi atrofiada la capacidad de razonar, intentaba moverme lo menos posible, apenas respirar y parpadear. Existía como una necesidad de que la realidad volviera a aposentarse alrededor, porque todo lo visto amenazaba con aniquilarla al menor soplo, al menor desplazamiento.

Sucesivos visionados llevan a que, como es obvio, uno encare la experiencia con algo más de frialdad y espíritu analítico, algo a lo que el cine de Lynch, no obstante, se resiste tozudamente. Porque el cineasta de Montana no elabora sus films en base a preceptos lógicos cartesianos sino que abre las compuertas de su propio universo intransferible y dicta sus normas narrativas de acuerdo a una serie de claves que mal haríamos en intentar hilar con los procesos cognitivos acostumbrados, porque lo cierto es que no encajan. Ni lo pretenden, claro. La narración en Lynch siempre es soterrada y casi nunca está ligada a la sucesión de imágenes, diálogos y sonidos que ofrece la proyección como un todo fílmico acabado.

«Carretera perdida», en este caso, nos cuenta el viaje interior de un personaje hasta el centro mismo de su locura, empujado por los celos enfermizos que siente hacia su mujer y condicionado por una pulsión irresistible que le arrastra a la creación-recreación de una realidad que escapa de sus manos. Como se ha señalado en multitud de reseñas, la frase clave, el sustento discursivo resumido en un puñado de palabras y que cimenta toda la narración, se produce cuando sabemos que al personaje le gusta recordar las cosas a su manera. Recuerdos, locura, realidad, terrenos supra-sensoriales a los que apenas nos atrevemos a asomarnos, como la escena de la fiesta y la llamada telefónica, o avalanchas de realidad visceral, violenta y terrosa, como la secuencia de los coches en la carretera. Desdoblamientos de personalidad, una rubia-morena irresistible y la cabaña en el centro mismo de la enfermedad. La implosión hacia la demencia y una línea amarilla sobre el pavimento negro. La travesía de un personaje rumbo al encuentro final, el kilómetro cero de la personalidad. Como siempre, el espejo en el desenlace, el perturbador encuentro con uno mismo, sea en la voz que habla por el telefonillo o en la imagen empapada en sangre que vemos en la pantalla de un televisor. Siempre uno mismo. Siempre la propia conciencia hecha añicos, destrozada… como si alguien hubiera atravesado nuestro cráneo con el borde afilado de una mesa de cristal.

Por supuestísimo que esta película no sería lo mismo sin la impresionante canción de David Bowie que abre y cierra el film, y sin toda la contradanza que Badalamenti aporta a la banda sonora. Es el «Territorio Lynch», y en este solar ignoto cada detalle visual y sonoro es un pozo hacia la nada.

Una película intensa, perturbadora y fascinante. Las posibles conclusiones racionales que puedan desprenderse de su incomprensible trama conducen al tumulto, y cualquier identificación con las personalidades que aparecen en ella constituyen fragmentos del propio viaje… Ese viaje que, indefectiblemente, acaba con el encuentro de uno con uno mismo.
Arsenevich
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