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España España · Valencia
Críticas de Carorpar
Críticas 1,111
Críticas ordenadas por utilidad
5
5 de octubre de 2021
12 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
La última creación del otrora prometedor Mike Flanagan viene a confirmar las sospechas apuntadas hace un año en la decepcionante "La maldición de Bly Manor" ("The Haunting of Bly Manor", 2020): su carrera va cuesta abajo y sin frenos. Porque esta "Misa de medianoche" es un tostón de proporciones siderales, un aburrimiento de tal calibre que se antoja misión (casi) imposible ver cualquiera de sus episodios del tirón, esto es, sin quedarse ineluctablemente frito transcurridos apenas diez minutos de semejante turra.
A mi juicio, el problema radica en que el componente terrorífico queda subordinado al melodramático y al religioso —catequético incluso—; de modo que, encima, "Misa de medianoche" no da lo que promete: llega uno con la sana esperanza de cagarse camal abajo y topa con un accésit del concurso juvenil de relatos de miedo de la escuela parroquial —con perdón de tanto genitivo—. Definitivamente, si hay maridajes imposibles, el de realismo social "alla" Ken Loach y esa especie de neo-horror gótico que tan buenos resultados arrojara en "La maldición de Hill House" ("The Haunting of Hill House", 2018) se cuenta merecidamente entre ellos. La serie se resiente de tan discutible combinación incluso a nivel visual, con unos tonos plomizos que en nada ayudan a levantar el plúmbeo ánimo de la trama y que, de hecho, llevan a pensar que ésta se ubica en los hórridos noventa y no en la actualidad, como es el caso.
Sólo en sus (escasos) pasajes más locos y carpenterianos resulta "Misa de medianoche" moderadamente satisfactoria. Diríase que conscientes de lo cual, sus responsables se muestran más pródigos al respecto conforme avanza la historia, aunque nunca acaban de renunciar a las pesadas ínfulas de gran drama "lumpen". Una lástima, porque es en los puntuales estallidos de violencia vampírica donde mejor se aprecia la pericia de Flanagan, sobradamente capaz de producir imágenes turbadoras. Un ejemplo ilustrativo lo encontramos en el sexto “libro”, donde una divertida eucaristía yugular se ve prologada por cuarenta minutos de morosas —e insípidas— conversaciones que, por enésima vez, inducen en el espectador una somnolencia próxima al coma profundo.
En el apartado interpretativo, "Misa de medianoche" suma a un ramillete de rostros habituales —y muy competentes— en el realizador de Salem —Kate Siegel, Henry Thomas, Rahul Kohli— la presencia, entre mefistofélica y afectuosa —otro cóctel complejo, como poco— de Hamish Linklater. Ese aire suyo de Nick Cave en sotana le sienta francamente bien al personaje y es de lo poco, junto a los mencionados arrebatos hemoglobínicos, que le sube la tensión a una serie que podía haber dado mucho más de sí. Mimbres no le faltaban.
Carorpar
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6
14 de noviembre de 2018
11 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dada la temática de ambas, parece inevitable comparar esta “Outlaw King” y “Braveheart” (ídem, 1995). Sin embargo, a mí se me antoja un tanto ocioso.
En primer lugar por la abismal diferencia presupuestaria. Si bien es cierto que Netflix suele facturar cintas aseadas y ésta no constituye una excepción —la atmósfera de la época y las batallas vienen recreadas con gran solvencia—, no lo es menos que difícilmente iba a rivalizar en espectacularidad con una superproducción de las paquidérmicas proporciones de aquélla.
Tampoco los formatos son equiparables. “Braveheart” es una obra puramente cinematográfica, entendiendo el epíteto a la vieja usanza, destinada a disfrutarse en pantalla grande y cuanto más, mejor. “Outlaw King”, en cambio, se concibe para soportes reducidos, una Smart TV a lo sumo. En consecuencia, las posibilidades estéticas, pese a la evolución experimentada por el medio televisivo en la última década, todavía difieren mucho.
Hubiera costado, asimismo, emular el carisma que Mel Gibson emanaba hace veinticinco años. Hoy ídolo caído, más por sus excesos privados que por deméritos profesionales —típico de nuestros días, cuando la hipocresía es norma—, en 1995 era un actor infaliblemente taquillero y un cineasta novato aunque muy prometedor —“Braveheart” recibió cinco Oscars, entre ellos el de mejor director—. Chris Pine, por su parte, entrega un trabajo de indudable corrección, como —insisto— todo en “Outlaw King”, pero su Robert “the Bruce” palidece indefectiblemente al lado del icónico William Wallace compuesto por Gibson en el cénit de su popularidad.
“Outlaw King” sí sale bien parada en el aspecto del rigor histórico. No soy un experto en la materia, pero, entre otras licencias, la proliferación de “highlanders”, tartán y caras pintadas de “Braveheart” no debía de constituir ningún prodigio de veracidad, conque a este último respecto sí cabe romper una lanza en favor del film que nos ocupa.
Carorpar
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6
23 de junio de 2015
11 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
La esforzada voluntad noir de que hace gala esta miniserie viene matizada por unas holguras presupuestarias poco acostumbradas en el subgénero. Aunque viendo el buen gusto con que, de un tiempo a esta parte, se están haciendo las cosas en televisión —al menos en lo que a ficción se refiere—, la generosidad en el dispendio no extraña tanto.
Efectivamente, "Quirke" adapta a la pequeña pantalla las novelas que el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2014 firmara con el pseudónimo de Benjamin Black. Esto es, el irlandés John Banville. En concreto "Christine Falls" (El secreto de Christine, 2006), "The Silver Swan" (El otro nombre de Laura, 2007) y "Elegy for April" (En busca de April, 2010).
Con todos sus aspectos positivos, que los tiene, y que desgranaré a continuación, hay que reconocer que "Quirke" no es ningún prodigio argumental. De hecho, atraviesa su primer episodio una convencional trama de niños robados de la que se trata de escapar recurriendo a un retruécano final —casi un calambur— bastante ineficaz, por impuntual e incoherente. La intrascendencia que preside el tercero revela su empeño —escasamente convencido, por otra parte— en atar los cabos sueltos que pudiera haber dejado la naturaleza parcialmente autoconclusiva de los tres capítulos que vertebran la serie. Sí me ha gustado, y mucho, el segundo, correspondiente a "The Silver Swan". Sobre todo porque alienta en él la vigorosa sordidez que se les presume a productos de su pelaje, un resabio "pulp" que remite gozosamente a James Ellroy, maestro indiscutible del "hardboiled" contemporáneo.
La ambientación, marca de la casa BBC, es excelente. El plomizo Dublín de los 50 devora a sus hijos con la voracidad de un decadente Saturno goyesco. Los responsables del diseño de producción debían de tener en mente el axioma con que hará cuatro años me ilustró un airado taxista local: "en Irlanda no hay más que lluvia, viento y pubs. Y hay pubs porque dentro de ellos ni llueve ni hace viento". Tan cínico como acertado.
Otro punto fuerte en "Quirke" es la elección de Gabriel Byrne para encarnar al personaje que le da título. El de forense alcohólico aureolado de ínfulas detectivescas es un rol con numerosas papeletas para degenerar en burda caricatura. No obstante, Byrne aporta esa prestancia suya, hecha de miradas tristes y hombros derrotados, que lo reviste de una dignidad inopinada, componiendo un sólido centro de gravedad dramático y estético, ancla sin la cual se hubiera corrido riesgo serio de naufragio.
Carorpar
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6
6 de julio de 2013
11 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Libérrima transposición de la tragedia shakespeareana "El rey Lear" al universo cinematográfico del western.
En la dirección del represaliado Dmytryk late firme el pulso clásico que es de esperar en un autor de su nombre.El oscarizado guión de Richard Murphy contiene la densidad y el conflicto característicos del gigante de las letras en que esta película busca su reflejo. La belleza de los feroces exteriores en que se fotografía la fecunda hacienda de los Deveraux y una correcta banda sonora que no abusa del subrayado envuelven con mimo un producto ambicioso, consciente de sus enormes posibilidades. Por si fuera poco, la presencia de Spencer Tracy, una de esas bestias maravillosas que hicieron del cine la más bella de las artes, eleva cada escena a la que pone rostro, cuarteado y duro, irlandés y pendenciero, a la baqueteada, y aquí ineludible, categoría de lo sublime.
Lamentablemente, a "Lanza rota" se le ven las costuras cada vez que el maestro Tracy abandona el plano. Y es que cuando su incontestable lección se suspende y la cámara es obligada a chirriar sobre su eje para captar la bovina belleza de un Robert Wagner de cartón piedra, todo el, hasta el momento admirable, entramado se viene abajo con estrépito. Efectivamente, la sección joven del elenco se muestra a todas luces incapaz de mantener el tipo, y solamente el taimado Richard Widmark alcanza a esbozar una tímida réplica a la excelente interpretación de la madura pareja interracial que componen el infartado patriarca Spencer Tracy y su resignada "princesa" Katy Jurado.
En cuanto al edulcorado final, indigno de una tragedia como la que se apunta durante cerca de hora y media, cabe el discutible consuelo de creer que se trató de una imposición del todopoderoso estudio.
En fin, correcta cinta que pudo haber sentado cátedra a la que, sin embargo, unas pocas decisiones bastante desacertadas han condenado a un relativo olvido.
Carorpar
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7
27 de mayo de 2019
10 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Han pasado 25 años del “aggiornamento”, brillante y divertidísimo, que del eterno retorno nietzscheano nos regalaran Harold Ramis y Bill Murray con “Atrapado en el tiempo” (“Groundhog Day”, 1993). Precisamente el tiempo ha elevado el estatus de esa película, originalmente tratada como una comedieta intrascendente, de las muchas que protagonizara el Murray previo a “Lost in Translation” (ídem, 2003), hasta un punto tal que la propia expresión “día de la marmota” ha acabado mutando su significado original —la folclórica costumbre que el cínico reportero televisivo interpretado por Bill Murray se veía obligado a cubrir en riguroso directo— para describir la repetición “ad infinitum” de una situación más bien indeseada. Un cuarto de siglo después nos llega la reescritura en clave “millennial” de aquella elaboración posmoderna del mito y aunque cuesta imaginarla convertida en un icono cultural equiparable, a “Russian Doll” no la faltan la gracia ni un puñado de aspectos sumamente interesantes.
Su protagonista es ahora una mujer “empoderada” —siempre con perdón del cacofónico neologismo—, desarrolladora de videojuegos, profundamente neoyorquina y fumadora como un carretero, obligada a revivir —o “re-morir”— una y otra vez su trigésimo sexto cumpleaños y la fiesta que al efecto le han organizado sus amistades. Nadie mejor para encarnar un personaje tan lleno de posibilidades que la carismática y, a mi juicio, poco aprovechada Natasha Lyonne. Habitual en papeles de adolescente redicha —“Todos dicen I Love You” (“Everyone Says I love You”, 1996), “American Pie” (ídem, 1999)—, su nuevo rol en tanto adulta aquejada de un galopante síndrome de Peter Pan le sienta como un traje a medida, no en vano es una de las creadoras de la serie. Verla buscar explicaciones para su inaudita situación, recorriendo la noche con ese bamboleo suyo como de marinero en tierra mientras suelta tacos de asombrosa exuberancia morfosintáctica es, sencillamente, una delicia punk. Encontrará acompañante para su personal bajada a los infiernos en un personaje afroamericano que no podría estar más alejado del estereotipo, lo cual es de agradecer. Así, Charlie Barnett compone un entrañable inútil social, obsesivo-compulsivo del orden y él mismo atrapado en el bucle terrible del rechazo y la infidelidad de su novia.
Antes que a ningún hallazgo argumental digno de reseña, el guión fía su eficacia a una mordacidad dialógica abrasiva. La lengua viperina de buena parte del reparto raya en un intelectualismo cáustico que —me atrevo a aventurar— no resultará del gusto de todos los paladares. Con independencia del sentido del humor que impregna la historia —negro como la indumentaria de la protagonista, cruel como su destino pertinaz—, ésta transita de manera progresiva hacia un terror psicológico ciertamente sugestivo, alcanzando a inducir en el espectador una sanísima inquietud. Igualmente encomiable es que no se nos endosen subtramas de relleno, tal como sucede en otras series, obligadas a insuflar contenido a un número de episodios —y de temporadas— casi siempre excesivo. A ello contribuye la breve duración de cada uno de los ocho que integran “Russian Doll”, apenas veinticinco minutos donde no caben ni los excursos ni los subterfugios; si bien los dos últimos capítulos bordean ese precipicio con la melodramática muletilla del conflicto materno-filial irresuelto. No obstante, el conjunto se nos revela como una ristra de perlas de mala baba minuciosamente engarzadas. En fin, la insólita ocurrencia que han tenido Natasha Lyonne, Leslye Headland y Amy Poehler constituye una muy grata sorpresa, más si se la compara con la morralla de que se compone en gran medida la parrilla de Netflix. Definitivamente, “Russian Doll” anima a resistir la imperiosa tentación de cancelar una suscripción cuyas presuntas bondades de día en día se antojan más discutibles.
Carorpar
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