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Críticas de Andrés Vélez Cuervo
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Críticas 40
Críticas ordenadas por utilidad
8
10 de septiembre de 2015
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Empecemos por lo más obvio: el tremendo y provechoso experimento que Richard Linklater realiza al filmar durante doce años una película con los mismos actores ya es en sí misma una razón poderosa para que cualquier espectador mínimamente curioso por el séptimo arte salga corriendo a ver Boyhood. Ya Linklater llevaba un tiempo masticando esta idea del encuentro entre la temporalidad material y la cinematográfica de una manera más profunda que la mera conservación clásica de la unidad de tiempo; por allá en 1995 vio la luz Before Sunrise, en donde por primera vez viéramos a Jesse (Ethan Hawke) y Celine (Julie Delpy) en el despertar de una relación amorosa que luego se desarrollaría en un reencuentro nueve años más tarde en Before Sunset (2004) y una tercera vez en 2013 en Before Midnigth. Pero claro, una locura experimental tan llena de genialidad como esta tenía que ir más lejos, es por eso que este director tejano nos hace el inmenso regalo de doce años de la juventud común y silvestre de Mason (Ellar Coltrane), todo empacado a la perfección en solo 160 minutos.
Como una sucesión de parpadeos, vemos crecer a este niño hasta convertirse en un adulto, así como vemos el devenir de las vidas de todos aquellos que lo rodean, entre los cuales, por supuesto, está de nuevo el Sr. Hawke en el papel de un padre que deja la sensación de que la vida promete mucho. Como la vida misma, así sucede esta película en la que dramáticamente hablando no pasa nada pero pasa a la vez todo, porque así funciona la existencia humana (la mía, la de Linklater, la suya), en donde el tiempo nunca para e incluso los mayores dramas se van simplemente sumando al pozo del pasado que nos determina y que, en la mirada tan positiva de Boyhood, siempre nos enriquece. Esta película es una obra épica de la vida en su realidad más naturalizada “A moving 12 year epic”.
Cuando engolosinado vi esta maravilla no pude dejar de recordar aquella idea del Neorrealismo Italiano del “pedazo de vida” que en este caso cobra una relevancia tan notable. Linklater escoge la niñez y la juventud (la “boy-hood”) seguramente porque allí puede hallar la más profunda y generalizada capacidad empática en el espectador (¿hará algún día este director una “man-hood” y/o una “elder-hood”? Soñar no cuesta nada). Pero aquí el guionista y director encuentra una fórmula ganadora para jugar con esta idea y con su recurso de la vinculación entre el tiempo material y el cinematográfico. Cuando hiciera su trilogía amorosa basada en este mismo recurso escribió y filmó tres películas con una narrativa que podemos llamar “tradicional”, siguiendo una lógica muy comercial que hizo de las tres producciones, éxitos, mientras que en Boyhood se desprende, convencido de que no hay forma de que una obra maestra pase desapercibida, de la narrativa aristotélica, y se calza los zapatos brechtianos, dejándonos ver una vida que fluye en pantalla como fluye la vida real, en donde la causalidad no prima sobre la casualidad, en donde la expectativa dramática se va de paseo porque nunca hay cumplimientos perfectos a los antecedentes. Y lo más maravilloso es que por primera vez en la historia del cine (y esto lo digo con la boca llena) podemos ver una película en donde el uso de este tipo de narración verdaderamente tiene esto sentido. Tiene sentido aquí, todo el sentido, precisamente porque ese es el tema de la película; el devenir natural de la vida. Y como así es la vida, Boyhood consigue minuto a minuto, día a día, mes a mes, año a año aquello que todo aquello que se quiera llamar arte debe poder hacer: apelar al alma, tocarla, moverla, despertarla, azotarla y nutrirla, y lo hace sin grandilocuencia, lo hace con la sencillez de la cotidianeidad, esa sencillez que al final nos enseña que todo pasa… todo pasa.
Antes de que esto también pase, corra a gozar de Boyhood.
Andrés Vélez Cuervo
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Nanuk, el esquimal
Documental
Estados Unidos1922
7.6
7,455
Documental
9
10 de septiembre de 2015
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Nanook of the North fue desde su origen un gran espectáculo con el poder de quitar el aliento a través de su mirada de un naturalismo sangrante y una atención detallada a la efectividad estética. Lo fue cuando se estrenó en los años veinte y lo sigue siendo ahora que continúa vigente e impresionante al llevarnos como espectadores a un mundo mágicamente cruel y aterradoramente desconocido. Su director, Robert Flaherthy, consiguió con una aparente facilidad que hasta saca de quicio, crear una máquina que recorre el tiempo y el espacio metiéndonos en un hoyo del que no tenemos escape una vez arranca la película.
Para empezar, hay que señalar que este largometraje es hoy día conocido como el hito de nacimiento del documental propiamente dicho. Obviamente el cine mismo nació en el embrollo de la documentación de la realidad cuando los Lumiere plantaron su cámara frente a su fábrica en La sortie des usines Lumière (1895), pero solo con la película de Flaherthy se integra a la mirada documental el elemento narrativo, la impronta de deseo estético, la mirada voyerista y extranjera, el morboso interés de explotación y la maquinaria de la moción de las pasiones. Diré más: solo con Nanook el registro de la imagen en movimiento dedicada a la fotografía de la “realidad” se convierte en arte. Es precisamente por eso que allí tiene nacimiento el documental como lo entendemos hoy día.
Nanook of the North tuvo además la fortuna de cargar consigo el veneno dulce de la polémica, cosa que, como es común, ayudó en buena medida a que echara raíces en la historia del cine. Flaherthy fue uno de esos creadores con la magia de los titanes que, además, tenía siempre claro que el arte está mucho más allá de toda sumisión llorona a la ética, la moral, el pulcro y decente buen gusto burgués y la corrección política. ¿Dejó Fláherthy deliberadamente morir de frío a los pobres perros de Nanook?, ¿llevó al límite de lo descarnado alguna muerte animal como las de la morsa y la foca cortadas a cachos y comidas crudas y sangrantes frente a la cámara por los cándidos inuits, esos depredadores puros siempre en busca de comida y pieles? Pues francamente ni lo sé, ni me importa. Lo que verdaderamente es de rescatar, aquello por lo que en verdad este largometraje es lo que es y ha trascendido como lo ha hecho, es por su poder estético y emotivo, por esa fuerza que hace hervir la sangre en medio de la vastedad del desierto helado. En busca del arte, Flaherthy sin duda se permitió la licencia de flexibilizar la realidad y la ética para alcanzar el punto exacto de la imagen, hizo un rollito con la “neutralidad del ojo testigo” (ese concepto que poco y nada debería preocuparle al arte) y lo enterró bien hondo en la nieve donde nadie lo encontrara, para cumplir con un objetivo dramático logrado a cabalidad. Dudo mucho que alguien pueda ver Nanook of the North, quedar indiferente y que el corazón y la respiración no se le ralenticen de incomodidad y dolor al ver a esos perros al final del metraje rendidos al frío, cubriéndose de nieve bajo la tormenta, mientras la familia humana duerme, justo después de haberlos visto aullar con la idea de la melancolía del norte.
Todo crudeza, todo vida y muerte de la manera más natural, esta película es la primera y una de las más grandes joyas del cine documental.
Andrés Vélez Cuervo
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7
9 de septiembre de 2015
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Películas sobre la travesía de la inmigración ilegal para entrar a Estados Unidos en busca del American Dream se han hecho unas cuantas, incluso tenemos un ejemplo colombiano con Paraiso Travel (Simon Brand, 2008). En esta categoría están, por nombrar algunos, largometrajes como Espaldas mojadas (Alejandro Galindo, 1955), Las pobres ilegales (Alberto Mariscal, 1982), El norte (Gregory Nava, 1983), Sin nombre (Kary Joji Fukunaga, 2009), 7 soles (Pedro Ultreras, 2008) y La jaula de oro (Diego Quemada Díez, 2013). Como sea, no recuerdo ninguna película de este tipo que vibre y borbote como ¡Alambrista!
En esta ópera prima de Robert M. Young (ganadora con todo mérito de la Cámara de Oro del Festival de Cannes, en 1978) se vive, con una intensidad que pocas veces consiguen los cineastas que mezclan la ficción con el tono documental, la deprimente y miserable historia de Roberto (Domingo Ambriz), un joven apocado y simplón que abandona a su familia en México, mujer e hijo incluidos, para buscar, como ya lo hiciera su padre (un fantasma que nunca regresó), una vida más próspera en Estados Unidos, para lo cual, por supuesto, cruza ilegalmente la frontera con la ayuda de un coyote.
El sueño americano, esa gigantesca llama artificial alimentada por el fanatismo chovinista de los medios, hipnotiza a Roberto, como a tantos cientos de desgraciados, y lo llama con su canto pop de sirena para que se dirija a ella, polilla sucia y pobre, y se queme irremediablemente las alas a punta de hambre y trabajos forzados en el campo, que nadie quiere hacer, pero que son piedra angular de la agricultura yanqui.
Lo que empieza sembrando la esperanza de una emocionante Road Trip Movie, llena del vigor juvenil y el deseo de aventura, se convierte de a pocos en un sórdido relato sobre la miseria del inmigrante ilegal, que huele a sudor, tierra y mugre. En esta película hay una mirada única que logra retratar una esencia muy poco esplendorosa del monstruo del norte. La tierra a la que llega Roberto, lleno de esperanza, es un pequeño infierno lleno de vicio, indiferencia, persecución y muerte. Esa mirada cargada de un naturalismo visceral y oloroso es lo que hace única a ¡Alambrista! Aquí la ficción, la reportería y el documental se confunden en un caldo de patetismo que duele en el estómago.
Además de esto, la película de Young también hace toda una declaración narrativa con una música de pésimo gusto pero absolutamente acertada. A ritmo de corridos flojos se relata el heroísmo patético de Roberto en su aventura épica hacia la miseria. Así, la película se convierte, de alguna manera, en el testimonio de un bardo, que culmina con la canción de cierre en la que el protagonista se convierte en triste leyenda musical, después del fracaso de su empresa de inmigración y de ser testigo de un dantesco éxito que se encarna en el nacimiento brutal de un niño en el suelo puerco del lado próspero de la frontera.
En ese mundo, los olvidados y anónimos de espalda mojada, se convierten en los héroes de una guerra por la vida, que nadie declaró jamás.
Andrés Vélez Cuervo
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7
18 de septiembre de 2015
4 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hace algún tiempo, uno de mis más grandes amigos dejó atrás un significativo periodo de vida en Nueva York para probar suerte con su familia en otra aún más lejana latitud del planeta. Cuando mi buen amigo hablaba de la metrópoli norteamericana, se le llenaban los ojos de brillo y la boca de emoción y sincero cariño, sin embargo también señalaba que allí, si bien hay mucha belleza, mucha vida, mucho arte, mucha cultura, mucha oferta, también se comía mucha mierda. Yo nunca he vivido en Nueva York y ninguna de las ciudades en las que he residido puede siquiera compararse con semejante monstruo, sin embargo solo hace falta haber vivido en una ciudad como esta, Bogotá, para sospechar los peligros de la soledad, el aislamiento, la alienación, el estrés y la depresión que debe esconder la titánica Gran Manzana.
Pues bien, de esto trata Lonesome. Esta película cuenta la historia de un hombre y una mujer jóvenes que se pasan la vida entregando esa única posesión de valor que es su tiempo a trabajar para sobrevivir. Él, Jim (Glenn Tyron), se parte el lomo en una fábrica y vive en un cuartucho en una terrible soledad que no arranca las lágrimas del espectador de inmediato solo porque el tipo tiene una de esas caras sonrientes de optimista crónico, pero sufre su soledad con vergüenza. Ella, Mary (Barbara Kent), se deja la vida como tele-operadora y vive en otro cuartucho, en otra soledad terrible, sostenida por pinzas a punta de rutina. Esta es pues toda una reflexión cinematográfica sobre la ruidosa soledad del mundo industrializado. “No hay nada más difícil en la gran ciudad que vivir solo” es la sentencia que da inicio al largometraje.
El cuento de hadas de este mundo de la enajenación urbana es el de una vida en la que la soledad desaparece, donde tiene lugar el encuentro con el otro definitivo. ¿Y qué mejor promesa de ensueño aquí que el amor de pareja? La gran redención de conocer el amor, el retorno al paraíso perdido de los brazos del amante a un palmo de distancia aguardando a que el complejo reloj de la causalidad le permita revelarse.
Mary y Jim, esos dos solitarios resignados, un día se encuentran de manera improbable (como cuando casan solas, por azar, dos piezas de un rompecabezas recién sacado de su caja) dentro de la multitud ociosa, volcada para olvidar la rutina del trabajo, en la playa y en las atracciones mecánicas de Coney Island. Lo que viene después lo dejo para que usted lo descubra.
Tiene Pál Feijös entonces entre las manos un romance nacido en el microcosmos bullicioso y arrolladoramente cinético, pero sabe que no basta con la sola historia mágica de Jim y Mary para llegar hasta donde quiere, es por eso que se embarca en la aventura visual que verdaderamente hace tan memorable su película. ¿Que los personajes se montaron en una montaña rusa? Montemos con ellos a los espectadores para que vivan el vértigo de rodar sobre los rieles retorcidos y sientan una pizca del tenso frenesí del deseo entre los enamorados, así como la presión gravitacional de una ciudad imparable. ¿Que los protagonistas se divierten frente a espejos deformantes? Hagamos de la imagen un caleidoscopio para que los ojos del espectador tremolen en sus cuencas y sientan la pulsión de los tiempos modernos y la eléctrica potencia de la mirada empalagada de los amantes. La imagen en Lonesome se pone en crisis mediante el movimiento, la angulación, el foco, etc. para que se convierta en pieza maleable de la narración y su carga discursiva y emocional.
Pero no es solo a nivel visual sumamente inteligente esta película. El guion escrito por Edward T. Lowe Jr. y Tom Reed hace algo sencillo y brillante al encarnar la historia de amor en un par de trabajadores humildes y jóvenes. En Lonesome el amor pertenece por entero a los obreros, aquí no hay ni por asomo esa tensión de universos de poder estereotípica del género romántico en la que uno de los amantes está alejado de su objeto de deseo por la rígida barrera de su clase social; aquí la frontera la imponen la masa, el movimiento y la soledad connaturales a la urbe. El mismo Jim se sorprende al darse cuenta de que ha sido premiado con el privilegio del amor, convencido de que su condición no lo hacía merecedor a gozar de la narcosis romántica. Apela así a todos los espectadores democratizando un sentimiento encumbrado por las artes mil y un veces al territorio de los héroes.
Sobra decir algo más, las palabras se le dan mejor a alguien que quiero soñar vio esta película en un viaje de esos que marcan la vida, y que lo hizo sonreír:

“Los primeros que salen comprenden con sus huesos
que no habrá paraísos ni amores deshojados;
saben que van al cieno de números y leyes,
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto”.
Andrés Vélez Cuervo
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7
15 de enero de 2016
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Inicialmente Die Büchse der Pandora no fue especialmente bien recibida. Solo hasta los años cincuenta esta película tuvo reconocimiento crítico y fue encumbrada a la posición que hoy día goza en el canon de la historia cinematográfica, como uno de los clásicos del cine de la República de Weimar, compartiendo notable posición con monstruos mayúsculos como Das Kabinett des Dr. Caligari (1920) de Robert Wiene, Der Letzte Mann (1924) de F.W. Murnau, Metropolis (1927) de Fritz Lang, y Der blaue Engel (1939) de Josef von Sternberg. ¿Es esto mucho decir? Dejo que sea usted quien lo juzgue, no obstante es innegable que esta película es atrevida, desafiante y bella hasta de narices.
Este melodrama basado en las obras teatrales Erdgeist (1895) y Büchse der Pandora (1904) de Frank Wedekind cuenta la historia de Lulu (Louise Brooks), una bellísima mujer con una moral más que cuestionable, que vive su vida en la vorágine de los bajos fondos. De esta belleza liberal, ahíta de potencia sexual, con carita de picarona tierna se enamoran todos los hombres, y a todos ellos se los lleva al fondo del desastre, entre ellos un millonario, el Dr. Ludwing Shön (Fritz Kortner), quien llevado hasta el cogote por un amor patológico intenta matarla. Lulu es quien termina quitándole la vida a su amante y es así como se hunde aún más en la marginalidad destructiva y degradante en la que se convierte en poco más que una mercancía.
Una de las razones que han hecho a esta película tan relevante es el hecho de su avanzado tratamiento sobre la sexualidad femenina. Si bien la sexualidad de Lulu es destructiva y, cómo no, autodestructiva, también se presenta como llena de una voluntad y autonomía que dan cuenta de un personaje que rompe abiertamente con la convencionalidad e invita a la liberación. No es gratuito que Lulu se convirtiera en todo un punto de referencia para el modelo de la mujer moderna. Y el de Lulu no es el único personaje atrevidamente heterodoxo para su época, se considera que el personaje de la Condesa Anna, Gräfin Geschwitz (Alice Roberts) sea la primera lesbiana del cine; una mujer tan vulnerada por su atracción amorosa hacia Lulu como cualquiera de los hombres a los que la protagonista arrastra, pero al mismo tiempo recia, leal y auténtica.
A mí este asunto de la sexualidad no es lo que más me llama la atención en Die Büchse der Pandora. Me apela de forma más directa la degradación de los personajes. Abrir la caja de pandora ante esa belleza espectacular de Lulu implica aquí el deterioro progresivo de unos seres humanos que se van dejando ver cada vez más oscuros y miserables; todo jalonado por la fuerza centrípeta del maelstrom de belleza objetualizada de Lulu, que viene a ser, incluso a pesar de su poder, de su identidad y de su autenticidad liberal, nada más que una cosa alrededor de la cual se mueven intereses monetarios y carnales que empujan a la violencia y la maldad.
Andrés Vélez Cuervo
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