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España España · Zaragoza
Críticas de Paco Ortega
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Críticas 201
Críticas ordenadas por utilidad
9
22 de enero de 2009
21 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si usted va a Paris invierta una mañana paseando por el Canal de San Martín. A mitad de camino se encontrará con el Hotel du Nord. Siéntese en una mesa, pida un café y póngase a recordar las imágenes de esta película rodada en 1938 por Marcel Carné. Es posible que si está el dueño del lugar le proponga visitar la habitación dieciséis que se conserva bastante parecida a cómo aparece en ella.

No verá entrar por la puerta a Louis Jouvet, que por aquel entonces tenía 51 años, ni a Annabella, una hermosa joven de 29, supervivientes ambos de los respectivos naufragios de sus propias vidas. Tampoco verá a Jean Pierre Aumont, de 28, el suicida que se retractó de su suicidio, el asesino que no mató a su víctima. Los tres actores ya murieron, pero no el recuerdo de lo que fueron sus personajes, el furioso amor que vivieron los dos más jóvenes y el desencanto que precipitó al abismo al primero.

El Canal de San Martín conserva a la perfección el aire con el que aparece filmado: ambiente popular, plagado de artesanos, albañiles y modistas. La diferencia es que ahora todos llevan teléfonos móviles y antes para llamarse tenían que gritar por las ventanas. Porque “Hotel du Nord” describe a la perfección lo que fue ese París en que el amor desgarrado, el aliento del pueblo y la poesía estaban unidos de la mano. No en vano el guión lo escribió un gran poeta, Jacques Prevert, colaborador habitual del director.

Por todo ello me parece un exponente extraordinario de un cine a caballo entre la lírica más refinada y el costumbrismo más populista. También hay mucha densidad teatral en su interior. A veces Jouvet parece estar actuando en el escenario de la Comedie Française, componiendo un personaje con un infinito matiz de tristeza y desencanto que solo un gran actor trágico puede crear. A veces el desgarrado amor de los dos protagonistas se tiñe de tragedia shakesperiana en el molieresco corazón de París.

Todo eso lo puso en escena Marcel Carné, que a pesar de sus 32 años ya había mostrado su talento en “Drôle de Drama” (1937) y “Le Quai des brumes” (1938), entre otras películas, y que aquí preparaba el terreno de la excelencia que le llegaría en “Les enfants du Paradis” (1945), rodada en mitad de la ocupación alemana.

Imprescindible.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Paco Ortega
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9
14 de marzo de 2010
20 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Somos un resultado, un balance provisional.

El presente es una cara, un cuerpo, una cabeza llena de sueños, ilusiones y proyectos, una cuenta bancaria, una familia, un círculo de amistades... Y también un corazón gastado por las decepciones, las batallas ganadas, las perdidas. De ese material que somos nosotros mismos construyen los dramaturgos norteamericanos de los cincuenta sus mejores obras teatrales en donde encontramos personajes también inmensos en situaciones que limitan con su propia resistencia. Y todo ello en un contexto social también muy presente, muy influyente en los interiores de esos personajes, en donde una de las realidades es la inmigración y los conflictos interculturales.

Eso es el teatro de Tennesse Williams, el certero autor teatral nacido en 1911 y muerto en 1983: un choque de trenes, una explosión, con sus momentos anteriores y sus consecuencias posteriores. Hace falta magníficos actores que hagan creíbles esas excursiones a los límites de la realidad. Y siguen haciendo falta magníficos actores para llevar al cine lo que en principio fue concebido para verse sobre un escenario. Por eso, Elia Kazan, que sabía mucho de cine y de teatro y, en concreto, de esta obra que había ya montado en Broadway hacía escasamente tres años, no tiene dudas al asignar nuevamente a Marlon Brando el personaje de Stanley, el rudo inmigrante polaco, y a Viven Leight el de Blanche Dubois en esta versión cinematográfica de “Un tranvía llamado deseo”. A Marlon no le dieron el Oscar, pero a Vivien sí, y con éste ya llevaba dos.

Sin embargo Brando está extraordinario. Qué fuerza, qué técnica, qué calculo de energías para un actor de veinticuatro años, con tan poca experiencia a sus espaladas pero con una intuición y una sabiduría intuitiva fuera de o común. Algunos de sus momentos, compartidos con Vivien, o con Kim Hunter (Oscar a la Mejor Actriz de reparto), pertenecen ya a los mejores recuerdos del cine: la que Stanley grita desconsolado el nombre de su mujer, la de Stanley desmontando a Blanche su mundo de fantasía, la imagen de Stela clavándole los dedos a su marido en la espalda en un abrazo desgarrado, lleno de pasión y de amor...

Ese cine y ese teatro ya no pertenecen a nuestro tiempo, como tampoco pertenece a nuestro tiempo el teatro de Shakespeare. Lecciones intemporales de talento artístico, de cómo se escribe un guión, de cómo se dosifican los elementos racionales y emotivos de manera exacta para contarnos una historia desgarradora, posible, reconocible, de cómo se da vida a un personaje. Tal vez Nueva Orleáns no sea ya como aquí aparece, pero cualquier lugar en donde los celos, los fantasmas, el deseo y la crueldad forman parte de un mismo cóctel puede ser Nueva Orleáns.

Un decorado de teatro, que no se disimula a sí mismo, puede ser más evocador que todos los efectos especiales de Avatar. Porque en ese decorado nos sería posible situarnos si nos sentimos algo más que meros espectadores de lo que a los demás les ocurre.
Paco Ortega
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8
26 de febrero de 2009
19 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta película merecería verse solo para deleitarse con la interpretación que Jules Berry hace del personaje de Batalá, un editor corrupto que manipula a sus trabajadores y se aprovecha de todos lo que con él tienen relación, especialmente las jovencitas que sucumben a sus discutibles encantos. Hace una creación magnífica, llena de matices y que nos parece muy contemporánea, para nuestra desgracia. En cada país de Europa deben tener sus “caraduras” oficiales, y en España hay bastantes recientes y parecidos al que encarnó el actor francés justo el año en que empezó la guerra civil.

Berry que tenía entonces cincuenta y tres años era un actor con una sólida formación humanística y teatral, y en esta ocasión comparte reparto con el también excelente René Lefevre, que lleva el peso narrativo de la película. También es memorable el trabajo de la actriz y cantante Odette Rousseau “Florette” en el papel de Valentine, la novia de Lange.

Renoir maneja todo a la perfección, con una gracia y un talento incontestables. Convierte la historia de un crimen en una comedia, eso sí, con un pie puesto en la denuncia y otro en la crónica sociológica y política de una Francia en la que unos trabajaban intentando salir honestamente adelante y otros vivían del cuento sin el más mínimo de los escrúpulos. Eso se puede decir de muchas formas, y el gran director elige la más divertida y, tal vez, la más eficaz en ese momento.

Hay secuencias y planos magníficos, algunos de ellos con una concepción muy moderna. Recordaré siempre la mirada de la pobre muchacha a la que el canalla precipita en las manos de otro corrupto como él al que le debe dinero, para variar.

El guión, inteligente, delicado y hermoso, está firmado por el propio Renoir y nada menos que por el poeta Jacques Prevert.

Hay que verla: el mejor cine francés y, por ende, el europeo está naciendo aquí.
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Paco Ortega
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9
24 de febrero de 2009
19 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
A pesar de no ser uno de los títulos más conocidos de los años cuarenta, me parece una película magnífica. Es, sin duda, una de las mejores de las que protagonizara Bette Davis.

Vincent Sherman es un director que permanece archivado en el olvido y que murió en Junio 2006 a la edad de 99 años. A pesar de eso, todas sus películas tienen una enorme consistencia formal. El, que también fue guionista, le daba una importancia capital a este elemento, sin descuidar el resto. Era un artesano de la industria de Hollywood, de sólida formación teatral, y, por tanto, como director de actores. Fue uno de los profesionales represaliados en la caza de comunistas y eso le costó unos cuantos años de no trabajar en absoluto.

La Davis era ya una estrella del firmamento y no tenía que demostrar nada para seguir siéndolo. A diferencia de los que hicieron otras de su mismo nivel siempre estuvo ávida de aceptar personajes complejos que, en algún caso, precisaban de grandes procesos de caracterización y maquillaje. A ella esto no solo no parecía importarle sino que le gustaba, porque en su fuero interno adoraba su oficio. En esta película, cuyo desarrollo temporal abarca tres décadas, asistimos a su envejecimiento, al eclipse de una belleza que, en el fondo, era el origen de la desgracia del personaje. Son magníficas las escenas del final en las que, a diferencia de las del principio, director y actriz se complacen en una especie de calculado “feísmo”.

Los actores están soberbios. Bette Davis estuvo nominada al Oscar y también Claude Rains que hace un trabajo estupendo, tal vez un poco eclipsado por el de la actriz. Yo destacaría de manera especial la banda sonora compuesta por Franz Wasman, judío como Sherman. Me parece sencillamente magnífica, con momentos musicales sublimes y eficacísima a la hora de crear espacios de sentido cinematográfico. La música aquí no es una mera acompañante de lujo, sino un estímulo para la participación emocional del espectador. En ese sentido, es muy moderna y participa de un cambio de concepto.

Hay momentos sublimes: la conversación entre el padre y la hija, la visita de Fanny Trellis al siquiatra, etc. Solo un gran director de actores saca partido de esta manera de un guión magnífico procedente de la novela de la escritora australiana Elizabeth Von Arnim. Pero el final me parece toda una lección. La cámara se recrea en la inmensidad de las habitaciones, en la grandiosidad de las escaleras y la belleza oscura de las sombras. Todo se ha hecho desoladamente inmenso, como metáfora de la soledad interior de la protagonista.
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Paco Ortega
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8
17 de mayo de 2009
19 de 20 usuarios han encontrado esta crítica útil
John Ford era un hombre curtido en el cine cuando en 1935 rueda “El delator”, película con la que iba a ganar cuatro oscars, entre ellos al mejor director. Hasta ahora tenía recorrido y muchas películas mudas, pero escaso reconocimiento. A partir de aquí amanecerá el gran hombre de cine que todos conocemos.

El y el cine sonoro casi llegan de la mano. En el mudo se forjó, con el sonido se consolidó. Y de qué manera. En esta película ya muestra sus virtudes: dirige muy bien a sus actores, crea tipo reconocibles, construye situaciones y ambientes con un peso extraordinario y una enorme densidad dramática. En ese sentido, con “Las uvas de la ira” logrará la excelencia, pero aquí ya encontramos un mundo compacto y consistente, hecho de claustrofobia y represión, creado desde el concepto más que desde la escenografía o el efecto.

La película se rodó en apenas tres meses, lo que significaba que el director planificó de maravilla lo que tenía entre las manos: una historia que conectaba con sus orígenes familiares, un guión perfecto, apoyado por la música del incombustible Max Steiner y unos actores implicados y eficaces con los que ya había trabajado en bastantes de sus películas anteriores. Es por esto que la sensación final es la de empaste, de coherencia y de rigor.
Paco Ortega
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