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Críticas de Andrés Vélez Cuervo
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Críticas 40
Críticas ordenadas por utilidad
6
30 de diciembre de 2015
5 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Por muy Renoir que sea Renoir y por muy encumbrada que haya llegado a estar su película, yo no me voy a cortar para decir que Boudu sauvé des eaux es un largometraje insuficiente. No se trata de que esté pobremente ejecutado; la buena ejecución se da por descontado en un director de la talla de Jean Renoir. Esta película es insuficiente en la medida en que se entrega por completo al regodeo pintoresco en su protagonista y la reflexión crítica que este encarna ya desde su origen en la obra teatral de René Fauchois. El regodeo en este capricho antisocial resulta divertido y sin duda alguna empuja a una consideración contestataria frente a los modelos sociales del sueño burgués, sin embargo esta virtud es opacada cuando se da paso al desmadre desordenado que conduce a un final caótico que, si bien tiene el mérito de la provocación y la circularidad, no deja por ello de sentirse precipitado, improvisado e incluso inverosímil.
Boudu sauvé des eaux cuenta la historia de Boudu (Michel Simonun), un indigente ajeno a las leyes, modelos y protocolos del mundo, que vive como una hoja al viento, entregado libremente a sus pulsiones, como un animal o como un sabio –según se lo quiera ver–. Un buen día, Boudu pierde a su perro, el único ser vivo con quien al parecer tiene un vínculo, así que sencillamente decide lanzarse al Sena para morir. Es heroicamente (?) salvado por un librero bonachón y algo pícaro, Édouard Lestingois (Charles Granval), seguramente adoctrinado moralmente por la correcta conducta burguesa. El héroe en cuestión es entrañable sátiro y diletante atrapado entre la vida contemplativa de las letras y un matrimonio sexualmente vacío que suple en las carnes jóvenes de su cándida ama de llaves, Chloë Anne-Marie (Sévérine Lerczinska). Monsieur Lestingois acoge a Boudu y se convierte en su benefactor, disfrutando de sus trastadas con la tierna tolerancia que se tiene a las travesuras de las mascotas, hasta que el desastroso vago, el bon sauvage, se deja llevar por el deseo de su naturaleza hedonista e instintiva y mete las narices (y más) en el prohibido terreno de las mujeres del viejo intelectual. Cosa que para un letrado liberal como Lestingois, sumada a un inadmisible gargajo entre las páginas de la Fisiología del matrimonio de Balzac, ya es demasiado.
Boudu, ese desesperantemente atractivo personaje, paradigma desmadrado y visceral del carpe diem, llega a la vida de Lestigois y, puesto en el contexto de su culto y taimado hogar burgués, se convierte en un monstro cómico que con su actuar farsesco va echando abajo los telones de esa pequeña comedia.
Aparte de los aciertos de este querido monstruo tan bellamente interpretado y de los geniales diálogos que aquí y allá adornan la película, no encontré mayor interés o placer en el largometraje de Renoir, y me atreveré a decir que esta sensación proviene principalmente de ese guion que sin duda encuentro innecesariamente desbocado, sea o no que intente dar cuenta de la misma energía y pulsión del protagonista.
Quizá si yo fuera un espectador de la Francia de los años treinta me habría fascinado o escandalizado y me habría unido a la masa de indignados que cuentan se formaba en las salas de cine en las que se proyectó originalmente, pero por desgracia mis sentimientos al ver esta película estuvieron muy lejos de cualquier muestra de enardecimiento, quedándose, por el contrario, en el terreno de una indiferencia salpicada de decepción.
Andrés Vélez Cuervo
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8
9 de septiembre de 2015
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un velo de encaje cubre pobremente una pequeña ventana. Mientras se escuchan los estertores del moribundo que habita el cuarto, el velo se infla levemente con el viento, como los pulmones llenos de huecos, casi inservibles de ese pobre hombre. Adentro, ese futuro cadáver es un ancla que reúne por un corto tiempo a una familia rota; afuera, cae una lluvia de cenizas sobre un mar de caña.
Con esa escena, mi favorita sin parangón de La tierra y la sombra me bastó para saber que estaba viendo la película de un poeta con el corazón quebrado, migado, hecho polvo y ceniza. También con esa escena tuve claro una vez más que no solo “el amor se escribe con llanto” como canta el bambuco de Álvaro Dalmar durante el metraje, sino que también el arte se escribe con la misma tinta y que ese dolor es pasto nutritivo para el genio artístico.

Saltémonos lo obvio. Seguramente todos mencionarán la relevancia de la ópera prima de Acevedo para el cine nacional y de sus premios en Cannes. Hagamos por un momento el ejercicio de pensar que esos premios no hubiesen tenido lugar, que este fuera un largometraje como cualquier otro que llega a nuestros ojos y del que no tuviéramos noticia alguna. Hecho esto, es cuando podemos hablar de por qué esta es una gran película, porque los premios… los premios son solo una recompensa a la virtud de esta obra de arte, así que da igual si llegaron o no para juzgarla.

Para empezar, este largometraje es estupendo porque alcanza ese nivel poco habitual que hace que una obra humana se convierta en arte. Acevedo consigue que una historia sencilla se cuele lentamente en el pecho del espectador y repte allá dentro hasta morderle el alma. Seguro, como me pasó a mí, son muchos los espectadores que han visto La tierra y la sombra y han quedado desasosegados y con una tristeza cruel que ni siquiera otorga el consuelo de romper en llanto. Esta película va directo al interruptor de la melancolía y la nostalgia, porque, a fin de cuentas, de eso, en gran medida, es de lo que trata. Esta es una historia sobre una gran tragedia de nuestro país, pero también sobre una tragedia universal, la del desarraigo, la de esa necesidad de supervivencia que nos obliga a abandonar los espacios, los cuerpos y la tierra para mantenernos con vida, tanto física como espiritualmente. Es por esto que el breve regreso a casa del protagonista de esta historia es la visita al reino de las sombras, de los recuerdos que se han llevado el tiempo y el fuego. Se trata del retorno a todo eso que está encerrado y oculto, como ese hijo moribundo al que se protege del polvo y la ceniza mediante el más deprimente y oscuro encierro. Esa rotunda capacidad para inocularnos el dolor del desarraigo y la nostalgia, quebrando a machetazos la idea bucólica del campo como un paraíso, es seguramente lo que hace que esta película sea tan notable y única en su forma de mirar.
Pero también está ahí el poder audiovisual que despliega Acebedo, con unos planos compuestos con esmero geométrico en los que la cámara interviene llena de expresividad, como si quisiera mostrarnos que está haciendo una mueca de dolor y tristeza aquí, o una de suspirante sonrisa más allá. A esa cámara, además, le confiere un movimiento pausado y cadencioso como el de las hojas de los cañaduzales, estableciendo un ritmo lacónico que transmite ese peso existencial de los personajes e incluso la incapacidad de respiración de aquel hijo enfermo que ya solo vive para esperar la muerte.
Como si no fuera ya bastante, la película también hace gala de un manejo del color lleno de elegancia y sutileza que crea una extraña atmósfera de desolación desértica en medio de los verdes cultivos de caña que inundan el horizonte.
Luego está todo el andamiaje simbólico, soberbio, pero hecho como con ganas de pasar desapercibido: esos pájaros que el niño llama y aguarda pero que nunca descienden del árbol para comer, esa sábana que amortaja al hombre enfermo incluso antes de fallecer y bajo la que en más de una ocasión vemos también cubierto a su pequeño hijo, ese formidable caballo que se le cuela en la casa y en los sueños al protagonista, esa omnipresente ceniza que va cubriendo a los vivos de muerte, esa cometa colorida alzando vuelo para anunciar el fin de la vida, …
Hay más, el propio sonido y la ausencia del mismo están allí al servicio de esa melancolía que se mueve lenta y que parece inofensiva, pero que abre tajos, tal como lo hacen, una vez más, las hojas de caña.
Es justo también mencionar el trabajo de los actores, quienes salidos de esa realidad que retrata Acevedo, llevan consigo las marcas del doloroso amor por la tierra y la familia en un microcosmos en el que ambos se vuelven polvo.

La tierra y la sombra es un poema audiovisual y como tal debe ser visto, leído, sufrido y disfrutado. Cuando el 23 de julio esté disponible en cartelera, olvídese usted de ir a verla porque ganó, entre otros premios, la cámara de oro en Cannes, o porque hay que apoyar al cine nacional, o porque todo el mundo habla de ella y hay que estar al día. Vaya por usted mismo, por lo que el hecho de verla y entregarse a ella representará como alimento para sus ojos y su alma. Vaya a verla porque el contacto con una obra de arte con tamaña capacidad de vulnerarlo es una experiencia pocas veces disponible que no debe nunca tomarse a la ligera.
Andrés Vélez Cuervo
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7
28 de febrero de 2016
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Anna (Juana Acosta) es una madre soltera que ama apasionadamente a su hijo de diez años, Nathan (Kolia Abiteboul). Phillippe (Agustin Legrand), el padre de Nathan, pretende quitarle a Anna la custodia de su hijo, quizá con toda razón, porque ella sufre una patología mental que se niega a aceptar y medicar. Irracionalmente desesperada, Anna decide raptar a su hijo y viajar junto con su actual pareja, Bruno (Bruno Clairefond), de vuelta a su país de origen, Colombia. Allí inician un Road Trip con el objetivo de llegar a la costa y vivir un sueño de escape imposible, irracional y autodestructivo, de aquellos a los que nos aferramos a pesar de reconocer absurdos. En ese viaje, Anna será progresivamente dominada por su inestabilidad mental y emocional.
Esta ópera prima, con diez años de proceso de desarrollo a sus espaldas –tiempo que se le ve a una película que se siente reposada, reflexiva y pensada– es, entre otras cosas, la demostración de la valía como creador de Jacques Tulemonde Vidal, un realizador al que se le nota el saber hacer de la labor del cine y a quien hay que seguirle la pista. Su dirección es verdaderamente inteligente, en especial porque demuestra tener la rara capacidad de renunciar a la grandilocuencia estética en pos de la exploración emocional de sus personajes como elemento central, en una historia que lo necesita. Tulemonde se pone al servicio de sus personajes y pliega los deseos de la composición visual y quizá incluso narrativa a sus pulsiones y mutaciones, muy en la línea del documental; cosa rara en el cine de ficción y que aquí, por ser tan justificado, funciona a la perfección. El relato en Anna nace del interior de los personajes, imprimiendo así una carga de realismo emocional pocas veces vista con esa calidad en el cine colombiano.
En una narración sencilla que podría no parecer gran cosa, el ritmo en el guion, la dirección y el montaje, atendiendo al detalle con el ojo de un sastre curtido, consigue atrapar al espectador de forma poderosa y hacerlo sufrir en un proceso empático de impacto con los sentimientos de los todos los personajes. Constantemente estamos viviendo el ejercicio de ponernos en sus zapatos, y no solo en los de la protagonista, sino también en los de los secundarios, quienes son dibujados con una complejidad pasmosa, incluso si tienen una presencia mínima en pantalla. Se padece, pues, emocionalmente, porque es el recorrido de unos sentimientos muy cercanos de desarraigo, de desesperación, de separación, de miedo, de posesión, y se sufre dramáticamente porque la narración es tensa en esa contemplación impotente de la patología de la protagonista, siempre a punto de explotar.
Esto es posible no solo por el talento del director en su evidente profundización en la labor con los actores, sino también por el hecho de que el trabajo de los mismos es impecable, especialmente el de Juana Acosta, sin duda en su mejor papel a hasta la fecha. Ese papel de una madre insegura, llena de miedos, con un amor imperfecto y colosal, se torna jugosamente complejo en un juego naturalista entre la ocultación protocolaria y la explosión antisocial de sus miedos e inseguridades. Difícilmente la podrían alcanzar los demás intérpretes, aunque todos son francamente notables, en especial Bruno Clairefond, quien en esa relación de noviazgo con Anna sufre en carne propia el desarraigo, la impotencia y el miedo mientras a su vez se va convirtiendo en un segundo padre en actitud de íntima renuncia a sus propias necesidades y deseos. También de aplauso es la interpretación de Kolia Abiteboul, aquel niño que con los pocos recursos racionales a su disposición, que su corta edad le permiten, soporta, dúctil, una ola de emociones que amenaza con aplastarlo.
En definitiva, Anna es una película potente en esa aparente sencillez que en realidad oculta una profundidad emocional portentosa.
Andrés Vélez Cuervo
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7
24 de noviembre de 2015
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Qué le habrá pasado por la cabeza a Bill Roberts (Georges Brancroft) cuando saltó a salvar a Mae (Betty Compson), esa vagabunda suicida que se aventó al agua de los muelles de Nueva York?
A juzgar por lo que uno como espectador llega a conocer de ese personaje durante The Docks of New York, se podría ser muy ñoñamente positivo y asumir que una responsabilidad heroica se apoderó de su ser, pero también podría pensarse que fue una morbosa curiosidad casi infantil por la aventura y la carne femenina la que lo empujó al agua fría en su única noche libre. Yo quiero imaginar un milisegundo de vacilación entre dejar morir a la desconocida que realmente le importaba un pepino y salvarla porque, desde donde la veía parecía estar sabrosona, que terminó por la apuesta de sacarla del agua en un acto más egoísta que altruista (no es el lugar para divagar sobre si salvar a un suicida es un acto de loable bondad o de absoluta y majadera crueldad, pero por si alguien me lo preguntara, si yo hubiera sido Lázaro, habría usado mi segundo chance para vengarme de Jesús por resucitarme, así que se imaginará usted lo que pienso sobre el asunto de salvar a un pobre suicida). Como sea, ese acto es el que da lugar al relato de esta película, en la que Bill, un fornido y burdo fogonero de barco, tras salvar a Mae de morir ahogada, se la lleva de parranda y termina por casarse con ella al mejor estilo de los amantes locos en Las Vegas (¿vendrá de aquí esa tradición tan cinematográfica?).
Desconozco si von Sternberg era machista o todo lo contrario, pero lo que sí sé, por la evidencia de sus películas, es que le encantaban los personajes masculinos imponentes y cruelmente atractivos. Su protagonista en esta película es un ejemplo perfecto. Brancroft encarna aquí, con todo virtuosismo, a un protomacho que hoy día haría indignar hasta el bufido y el ojo entornado a los correctos ciudadanos de bien (no puedo evitar imaginarme cómo habría rodado una escena explícita de cama el genial von Sternberg con este personaje). De hecho, muy seguramente la historia que The Docks of New York cuenta sería hoy motivo de enconados enojos. Bill, ese bárbaro, que calificaré de itifálico, va por la vida como un colonizador que se abre paso a machete entre la maleza (“Are you goin’ to let me have a good time in my own quiet way, or am I gonna take this place apart?” suelta este bruto en algún momento en que no lo dejan hacer su santa voluntad). Convencido de ser casi que una fuerza de la naturaleza, este marinero sucio vive siempre en línea recta hacia el placer y se convierte en casual salvador de la (no tan) dama en apuros, sacándola de su abismo de miseria autodestructiva con su solo poder masculino, para luego ser, a su vez, transformado por el poder redentor del amor femenino que lleva su luz incluso al lumpen roñoso de esos muelles tristes.
El lector podría atreverse a pensar por mis palabras que yo desapruebo en alguna medida este la esencia de este guion de Jules Furthman (basado en la historia de John Monk Saunders, The Dock Walloper) así que, por si acaso, dejo claro que me parece una brutal, sincera y atrevida muestra de naturalismo cinematográfico de la que lo único que me choca es el ingrediente esperanzador (me declaro seguidor de la tragedia determinista) que termina por hacer que las resoluciones se sientan repentinas y los arcos de transformación débiles.
Además de ese guion tan sencillo como visceral, esta belleza ofrece un espectáculo repleto de composiciones simbólicas pintado en un blanco y negro rico en matices con unos negros profundamente expresivos (qué buen trabajo de fotografía el que hace aquí Harold Rosson), en el que se recrea uno el ojo como en el striptease de un burdel; con una mezcla de delectación, cargo de conciencia y una pizca de asquillo.
Andrés Vélez Cuervo
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7
30 de octubre de 2015
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
La primera vez que se presentó en Colombia la nueva película de José Luis Rugeles, había gente de esa de bien que se salía abochornada del Teatro Heredia en Cartagena. Alias María dio apertura, por allá en marzo, al Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias 2015 y, según parece, hubo quienes, en una impresionante explosión de miopía, vieron en la película una apología a la guerrilla, según luego me informaron los rumores de la ventolera cartagenera (otras teorías afirman que el público abandonaba la sala solo porque la silletería en refinado ángulo recto, solo apto para espaldas de petimetres, del histórico teatro es insufrible para ver cine, pero quedémonos con la primera versión que la segunda no tiene sustancia).
Rugeles nos cuenta aquí la historia de María (Karen Torres), una culicagadita de trece años a quien los caminos de la vida han llevdo a formar parte de la guerra, como pasa por miles en Colombia (22.000 según algunos). A esta chiquilla se le encomienda la misión de llevar sano y salvo al bebé de su comandante fuera del campamento y dejarlo en manos de unos civiles que se harán cargo de él, porque, claro está, en el bárbaro universo de la guerra en el monte, engendrar vida está prohibido. Como dice paradójicamente el médico simpatizante del grupo revolucionario (Julio Pachón), “no vamos a llenar esta selva de niños”. Y la tarea le cala hondo a María porque, cómo no, está ocultamente embarazada.
Alias María no es una apología de nada más que del antibelicismo y el respeto por el derecho de los menores a no tener que hacer parte de la guerra. Eso sobra decirlo, pero por si acaso lo dejo anotado. Lo que sí es esta película es una obra con coraje. Rugeles se da el lujo aquí de ser un pionero en el sentido de que por primera vez en la historia de nuestra cinematografía aborda el conflicto bélico nacional atreviéndose a poner el punto de vista en un bando históricamente satanizado por el monodiscurso nacional. Y lo hace de una manera muy interesante porque los personajes de esta historia, los niños de la guerra (y sabemos bien que en nuestra guerra “triangular” los hay en más de una punta, por no decir que en las tres), son a los ojos del espectador, inevitablemente, víctimas. Eso sí, tengo que decirlo, me quedé yo con las ganas (por perversiones del gusto, quizá) de ver la otra cara de esas víctimas, pues a fin de cuentas, la guerra, incluso cuando toca a los niños, crea también victimarios, y la historia nos ha enseñado que un niño puede ser también un monstruo.
Obras como estas son las que tienen una capacidad profunda de inocular duda y crisis reflexiva. Cuando la vi la primera vez me hizo recordar aquella vez en que estando al otro lado del Atlántico un buen amigo conmemoraba alegremente una efeméride del EZLN mexicano. En ese momento caí por primera vez en cuenta de la manera eficaz y sistemática como me habían formado en Colombia para entender el conflicto armado de nuestro país de manera maniquea y sesgada, siempre con un único discurso oficial y taimado que nos priva de toda posibilidad de duda. Es en medio de ese discurso normativo en el que se nos ha enseñado que los guerrilleros son los antagonistas (los “malos” de nuestra película, como si la cosa fuera tan sencilla) en donde Rugeles se atreve a poner el punto de vista en ese actor del conflicto y hacer que el ejército y los paramilitares sean fuerzas enemigas peligrosas y fantasmales para los protagonistas. De los “patiamarados” de las fuerzas armadas legales nacionales solo tenemos noticia lejana y a los “paracos” los vemos pasar como a las langostas devoradoras, casi como monstruos de cuento que tranquilos después de una masacre cantan una canción infantil ominosa para imponerse como fuerza de terror frente a una María a punto de mearse en los pantalones.
En fin, Alias María demuestra la suficiente sensatez como para hacer ver que en últimas en esta historia no hay realmente bandos, solo unos pobres condenados a muerte, almas en pena que solo siguen órdenes como forma para malgastar el tiempo hasta morir, y lo hace con el realismo y la crudeza necesarios para que los mojigatos se molesten y huyan, pero a la vez con la suficiente sensibilidad para que sintamos una pena incómoda y culposa por lo que vemos y sabemos que sucede con tanta constancia y cercanía.
Ese solo ejercicio valiente de cruzar la línea “enemiga” para escudriñar una problemática como la del reclutamiento de menores y dar testimonio de otra cara de las numerosas que tiene el poliedro de nuestro conflicto nacional es de por sí mérito suficiente para que los espectadores acudan a ver esta película. Pero hay más que eso. También es de reseñar, por ejemplo, el hecho de que, a diferencia de lo que pasa en alguna reciente producción nacional sobre el conflicto armado y su violencia que prefiero no nombrar, en Alias María se evidencia un proceso de investigación e inmersión responsable para, aquí sí, dar una mirada novedosa y justa, cosa que se comprueba, además, al saber que detrás de este largometraje hay toda una iniciativa social de talleres actorales con niños en zonas del país con diferentes índices de riesgo.
Este largometraje se cimienta, pues, en la premisa de que “Ningún niño debería saber cómo luchar una guerra”.
Voy a ser franco: existe la posibilidad de que usted experimente con esta película una rara sensación de sospechosa monotonía en cierto punto, pero si se sobrepone a ella, se dará cuenta de que es una astuta trampa de Rugeles, quien reconstruye en su película un mundo de repetición infinita que se vuelve una cárcel agobiante. Imagínese usted por un segundo lo que debe ser vivir la vida entre cambuches en la selva, con el temor del plomo constante en la nuca. Intente ir más allá de eso y tome atenta nota de las bellas composiciones que recorren el largometraje de principio a fin.
Andrés Vélez Cuervo
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