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Críticas de Fco Javier Rodríguez Barranco
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Críticas 149
Críticas ordenadas por utilidad
4
18 de septiembre de 2019
26 de 44 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una de las señas de identidad del Festival Internacional de Cine de Toronto (TIFF: Toronto International Film Festival) es el enorme protagonismo del público en la entrega de galardones, lo que probablemente le convierte en el certamen más democrático del mundo.
Sin embargo, uno no puede verlo todo en este inmensa y multicultural ciudad, que se convierte en el epicentro del cine durante los once días que dura el festival. Las colas son enormes, las distancias de uno a otro centro de proyección son significativas y las entradas no son baratas, al menos desde un punto de vista castizo.
Por ello, asistí a cuatro películas y una deliciosa proyección de cortometrajes realizados por alumnos locales de cine, lo que permite que directores y actores se sienten metamorfoseen entre el público, lo que, una vez más redunda en lo democrático del evento.
El primer largometraje que vi, por orden cronológico fue Heroic Losers (La noche de los giles, en su título original), película argentina dirigida por Sebastián Borenzstein, a quien ya conocíamos en España por la reciente a la par que mediocre Kóblic (2016) y la algo más afortunada Un cuento chino (2011), ambas con Ricardo Darín, como protagonista, al igual que el filme que ahora nos ocupa, basado en la novela de Eduardo Sacheri La noche de la usina, premiada en España por la editorial Alfaguara.
En el coloquio posterior a esa película, el director reconoció lo respetuoso que había sido con el libro de Sacheri, que es coguionista del largometraje a la par que el mismo Sebastián Borenzstein y uno no ha leído aún el texto narrativo, pero sí le queda la sensación de que su versión para la gran pantalla es bastante decepcionante.
La acción se sitúa en el contexto del “corralito” de 2001, pero no basta con acudir a un tristísimo período social argentino, no basta con basarse en un texto literario premiado internacionalmente y no basta con contar con un elenco de actores excepcional, encabezado por el ya mencionado Darín y, sobre todo por Luis Brandoni hacia quien siento una especial admiración: una película que pretende aguantar una acción, debe sostener dicha acción, captar el interés del público de manera casi permanente, pero la historia decae en numerosas ocasiones y uno se sorprende a sí mismo deseando que acabe la proyección.
Como muestra, dos botones: la película se nos presenta como una magnífica muestra de humor inteligente, pero dicha supuesta comicidad se basa en algunos (no demasiados gags inconexos e incluso forzados, pues pretender, por ejemplo, que nos riamos con la estupidez de dos personajes que son incapaces de comprender que la mitad de los números telefónicos son pares y la otra mitad impares es exigir demasiado de los espectadores. Pero es que tampoco la tragedia cuando llega es tal tragedia, sino un hito insípido, que se diluye dentro de una historia muy mal construida y, definitivamente, muy poco verosímil.
Por ello, habida cuenta que uno de los actores, Chino, es hijo de Ricardo, a uno le queda la perversidad de pensar que esta película sirve para continuar la saga Darín.
A todas luces, por lo tanto, un producto fallido.
Del impertinente tono de las respuestas de Ricardo al público durante el coloquio posterior a la proyección prefiero guardar un discreto silencio.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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5
20 de octubre de 2023
16 de 24 usuarios han encontrado esta crítica útil
Muy decepcionante Erice en esta película. Erice es capaz de escribir un guion acerca de la evanescencia y rodarlo, pero ‘Cerrar los ojos’ demuestra su total incompetencia para escribir y rodar una película con argumento factual.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Fco Javier Rodríguez Barranco
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7
24 de septiembre de 2017
12 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo malo que tienen las historias reales es que son reales, como su propio nombre indica. En ocasiones, estos filmes que se inspiran en episodios de las vidas de las personas de carne y hueso se refieren a sucesos favorables, como Maudie (2016), de Aisling Walsh, por citar un caso recientísimo, que tampoco es una comedia en sentido estricto. Sin embargo, lo habitual de las cintas que ahora nos ocupan es que aborden situaciones muy duras del cotidiano devenir, como Spotlight (2015), de Thomas McCarthy, galardonada con el Oscar a la Mejor película, o la que ahora nos ocupa, 55 Steps (2017), de Bille August, un realizador danés distinguido asimismo con el Oscar a la mejor película en habla no inglesa en 1988, por Pelle, el conquiastador, por no hablar de La mujer del animal (2016), de César Gaviria, también ampliamente premiada.

Dentro del sintagma “película basada en hechos reales”, quiero empezar a comentar el final, es decir, “basada en hechos reales” y ya analizaremos luego el concepto película, porque ese buscar en las circunstancias de las personas el fundamento de los guiones me parece un buen ejemplo de los tiempos en los que vivimos donde, salvo grandiosas excepciones como La forma del agua (2017), de Guilllermo del Toro, y todo Guillermo del Toro, en general, el argumento en el cine de nuestros días tiende a desaparecer, oscurecido por circunstancias de una u otra índole, como la supremacía de la construcción del personaje sobre la acción, la adaptación de textos literarios o escénicos y la base en hechos reales. Me refiero, naturalmente, al cine de calidad, es decir, al cine.

El guion primero perdió la tilde con arreglo a las reglas de la Real Academia Española, que, por cierto, ya era hora de que lo suprimiera, y ahora ha perdido contenido, porque desde luego los guiones con gran número de eventos encadenados, los guiones factuales, son rara avis: la imaginación se contrae, pero afloran otros elementos propios de los filmes, como la fotografía o la banda sonora, particularmente importantes en el trazado de los personajes, por ejemplo. Quizá el cine necesita ser más inmediato que las novelas, cuya existencia siempre precede a los filmes y nunca a la inversa, que yo sepa; o quizá es que cada disciplina artística goza de su característica manera de narrar.

Dentro de ese contexto, llega 55 Steps, de Bille August, como ya mencionamos, que se incluyó en la Sección Masters dentro del TIFF, con las portentosas actuaciones de Hillary Swank y Helena Bonham Carter, y que, rodada en inglés, ofrece al espectador la lucha en los tribunales de San Francisco en la segunda mitad de la década de los ochenta por permitir a los pacientes con enfermedades mentales decidir sobre su propia medicación en coordinación con el médico que les esté tratando y prohibir, por lo tanto, la administración de psicofármacos sin el consentimiento del paciente, de manera bastante brutal en ocasiones, con todos los efectos secundarios asociados a ese tipo de medicinas.

Nos situamos, pues, en una película de demanda judicial, cuyo desenlace no voy a desvelar porque viene en la prensa de la época y porque no quiero estropear el final al espectador.

Quiero concentrar mi comentario en la manera de acceder de August a una cuestión con un contenido humano tan profundo como el que se despliega en 55 Steps y ésa es ya una primera clave de aproximación a esta película: la inmensa ternura que emana sin que se despeñe por el abismo de la sensiblería epidérmica: esto no es una filmación para la televisión en las sobremesas de los fines de semana, sino una reconstrucción rigurosa de una situación que nos duele en esa inestable región donde se gestan los sentimientos.

El título del filme alude a los 55 peldaños que ha de subir penosamente la enferma para llegar a la corte donde se determina su caso, pero con ser una historia de tribunales y hospitales, esos dos contextos apenas ocupan la mitad de la cinta, porque lo que de verdad importa a August son la vida privada de Colette Hughes, la abogada, interpretada por Hillary Swank, y las maravillosas inquietudes de Eleanor Riese, la, digamos, enferma, encarnada por Helena Bonham Carter, así como las interacciones personales entre ambas mujeres.

Por cierto, que para el papel de Robert, pareja de Colette Hughes eligió Bille August al actor belga Johan Heldenberg, lo que sorprende en una película tan marcadamente norteamericana, y yo ya no sé si es que en verdad el compañero de Collete es de origen europeo, o si el director danés quiso darle ese toque en recuerdo de su viejo continente.

Realmente, y creo que éste es el principal mérito de esta película, en 55 Steps no se busca angustiar al espectador al suspense de unas decisiones judiciales. Tampoco se pretende conmover a la audiencia recreando la inhumanidad de una situación hospitalaria más propia de la Edad Media que de una ciudad liberal y aperturista como es San Francisco: no podemos olvidar que en esta ciudad encontró su paraíso natural la Beat Generation. Ni se buscan planteamientos sencillos que aseguren la complicidad del público.

Lo que August busca en este largometraje es profundizar en la psicología de las dos mujeres y en eso radica a mi modo de ver su principal mérito: en no limitarse a reproducir los hechos, sino aspirar a comprender el sufrimiento y la motivación de las dos mujeres: cuando se inicia el pleito, 150.000 enfermos padecían el mismo trato clínicamente degradante en hospitales psiquiátricos.

Por ello en esta producción los caracteres no son planos sino que conocen las mismas dudas, errores, contradicciones y temores que cualquier ser humano.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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7
3 de marzo de 2020
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hace tiempo que el cine escandinavo reflexiona sobre la familia. Hasta donde las limitaciones de la memoria me permite vislumbrar, quizá el antecedente próximo (o relativamente próximo) más ilustre es Cara a cara (1976), de Ingmar Bergman, que luego dirigió Fanny y Alexander (1982), también con el tema de la familia como eje central, en un contexto de oscuridad luterana, si bien en este caso el realizador sueco sitúa la acción a principios del siglo XX. Producciones más recientes, ya en nuestra centuria (o casi) , han sido la danesa Celebración (1998), de Thomas Vintenberg, En un mundo mejor (2010), de Susanne Bier, que plantea un interesantísimo contraste entre las sociedad africana y la europea septentrional, o la islandesa Buenos vecinos (2017), de Hafstein Gunnar Sigurösson, donde las malas vibraciones de dos familias diferentes son limítrofes, el sentimiento de culpa en la noruega Thelma (2017), de Joachim Trier. Pues bien, en esa línea acaba de llegar a las pantallas la también danesa Reina de corazones (2019), de May el-Toukhy. Podríamos mencionar también, sin querer ser exhaustivos, el hilo conductor de la filmografía del finés Mika Kaurismäki en filmes como Divorcio a la finlandesa (2009), que combina comedia y drama, pero vamos a centrarnos en Reina de corazones.
Y la familia, pues eso. Es lo que hay. La familia es esa vocecita que nos acompaña durante toda la vida. Un vínculo perpetuo a algo que puede ser de cualquier manera. Hombre, sorpresas, lo que se dice sorpresas, no suele haber muchas sorpresas en la vida familiar, todo los miembros suelen comportarse con arreglo a lo esperable de cada cual, y eso, oye, parece que no, pero es muy relajante. Sin embargo, seamos sinceros: tan sólo los compañeros de trabajo son peores que la familia…, y no siempre. Pero vamos a lo que vamos.
Nos hallamos así en el largometraje de Toukhy con una familia guay, que lleva una vida guay, en una casa guay, en un paraje guay, cuyo matrimonio ha sido bendecido por dos hijas guays. El padre, Peter (interpretado por Magnus Krepper) es un científico reputado y la madre, Anne (interpretada por Trine Dyrholm) una activista jurídica que se implica personalmente en la defensa de la causa de adolescentes violadas o malos tratos paternos, pero mira tú por dónde en ese entorno idílico aparece Gustav (interpretado por Gustav Lindh), un adolescente conflictivo hijo de Peter de una relación anterior y lo que sucede entonces, tal y como parece transmitir el cartel anunciador de la película, es una recreación contemporánea del afamado complejo de Edipo, pues no es la madre biológica quien mantiene relaciones con el hijo, sino la madrastra, es decir, Anne.
No voy a destripar el argumento, pero sí quiero llamar la atención acerca de que en esta versión escandinava del mito griego, nada sucede por un capricho determinista del destino, sino que es la mujer quien busca con plena consciencia al menor de edad y tampoco voy a entrar en consideraciones morales, pero esta situación poco favorece la desorientación de la edad en el chico, pero menos encomiástica resulta aún en cuanto a la actitud de la madrastra dado que, recordemos, se dedica a defender a los menores de edad en los tribunales.
De manera que la hipocresía personal es uno de los focos desde los que observar esta cinta, pero también la hipocresía social, pues Sara, amiga personal de Anne, descubre casualmente el pastel y, si bien se siente internamente horrorizada, poco o nada hace al respecto.
Todo lo anterior, y esto me parece muy interesante, podría haber desembocado en un melodrama bobalicón o en un thriller simplista, pero entonces Reina de corazones no habría sido la película ganadora del Premio del público en el último festival de Sundance, uno de los epicentros del cine independiente mundial.
La película, desde luego, se salva. Se asoma al abismo de la sensiblería epidérmica, pero se salva y ello es gracias a dos cuestiones desde mi punto de vista: el magnífico trabajo actoral de Trine, que se mueve con impecable soltura en el filo de la navaja de las emociones domesticadas y las sutilezas del guion de Maren Louise Käehne y el propio director May el-Toukhy, que nos ofrecen una radiografía inmisericorde, pero sin aspavientos, de la familia escandinava, porque al final se cuenta todo de manera tan normal, que a uno le parece estar asistiendo a una escena estándar de la vida cotidiana en una determinada región del mundo. De hecho, quizá la principal sorpresa argumental es que no haya tal sorpresa. No hay nada del tipo “Tachán”, he aquí la prueba irrefutable que descubre la identidad del victimario. Una grabación, un regalo indebido, un comentario, un despiste. No sé. Algo. Lo anormal del caso es que todo se desarrolla con normalidad.
No se trata de un retrato colectivo intergeneracional del tipo La familia (1987), de Ettore Scola, ni de poner en solfa a una prole impresentable, según narra Gabriel Drak en La culpa del cordero (2012), sino de profundizar en unos determinados sentimientos que tienen de todo, menos ternura. Pero no es el drama por el drama lo que la película que estamos analizando nos ofrece, sino una sombra de humanidad o, por mejor decir, de deshumanidad. Humanoides desapasionados vestidos para la ocasión, por supuesto. Políticamente correctos. Impecables. Sin perder la compostura.
Particularmente cáustico, habida cuenta del título del filme y de su temática, es ese pequeño detalle de la lectura recurrente de Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll, en Reina de corazones, de May el-Toukhy. Una reinterpretación bastante personal del mítico libro teóricamente infantil, muy próxima a la ironía negra.
Familias con pies de barro en el cine escandinavo o algo huele a podrido en Dinamarca, según todos conocemos: al fin y al cabo, tampoco puede decirse que la imagen que Guillermo Chéspir, el bueno de William, nos legó en Hamlet fuera precisamente el de una familia demasiado estructurada.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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7
26 de agosto de 2016
8 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
La primera película sonora fue El cantor de Jazz (1927), de Alan Crosland, y la primera entrega de los Oscar tuvo lugar el 16 de mayo de 1929: con esos antecedentes tan próximos, no es de extrañar que la década de los treinta fuera la de la consolidación del cine como industria. Pues bien, es precisamente a la década de los treinta en Hollywood adonde nos traslada Woody Allen en su película de 2016 Café Society.

La década de los treinta en Hollywood vio también la llegada a la meca del cine de dramaturgos españoles de la talla de José López Rubio y Enrique Jardiel Poncela para ejercer labores de guionistas en español.

De su etapa hollywoodiense nos dejó Jardiel una serie de aforismos que han sido recogidos por su nieto Enrique Gallud Jardiel en El cine de Jardiel Poncela, publicado a finales de 2015 por Ediciones Azimut. Veamos algunos de esas opiniones en frases cortas, según aparecen en este libro:

EN HOLLYWOOD...
En Hollywood, todo el mundo viste como quiere, y no hay opinión ajena.

HORARIO
En Hollywood se trasnocha como en Madrid y se madruga como en Burgos.

TRABAJO Y DESCANSO
En Hollywood trabaja todo el mundo y todo el mundo parece no hacer nada.

EL AMOR
En Hollywood el amor es gratuito.

MONUMENTOS
En Hollywood no se alzan más que dos monumentos: el uno, que representa un ángel de pie, inmortaliza a Rodolfo Valentino, y el otro, que figura un guerrero a caballo, es el anuncio de una farmacia.

URBANIZACIÓN
En Hollywood hacen calles nuevas todos los días y, cuando os invitan a una fiesta en alguna casa particular, los anfitriones se ven obligados a enviaros, además de la invitación y de las señas, un plano a lápiz del sitio donde está emplazado el edificio.

Particularmente interesante, a mi modo de ver, esta última cita, puesto que la película que nos ocupa se inicia, precisamente, con una fiesta.

Dicho lo cual, lo que Woody Allen nos ofrece en Café Society una historia de folletín: chico conoce a chica y se enamora de ella, pero chica está enamorada de un hombre casado, que además es su jefe. ¿Una historia de folletín? Hmmmmm, quizá necesitemos un segundo visionado de este filme, porque en él, tenemos las grandes obsesiones del cineasta neoyorquino: el amor, el sexo, el judaísmo, la muerte, que son algo así como sus dobles parejas preferidas, si hablamos en términos generales.

Y si hablamos en términos particulares, observamos en Café Society la parodia de la frivolidad hollywoodiense, como en Hollywood Ending (2002): todo el supuesto glamour se fue al garete el día que Peg Entwistle se suicidó en 1932 cuando tenía 24 años arrojándose desde la letra H de HOLLYWOOD en la famosa colina.

Comprobamos también en Café Society relaciones matrimoniales cruzadas, como en Maridos y mujeres (1992). En Café Society se da también la duda acerca de si la chica de la que me estoy enamorando milita en el mismo partido que yo, una broma que recuerda otra similar de Todo lo demás (2003). En Café Society aprece una historia gansteril, como en Balas sobre Broadway (1994), si bien en este caso con mucho mejor desarrollo. En Café Society se recuerda la infancia en un barrio periférico de Nueva York, como en Días de radio (1987). En Café Society se rechaza la prostitución de modo parecido a como ya se hiciera en Poderosa Afrodita (1995). En Café Society se compara el judaísmo con el cristianismo, como sucediera previamente en Hannah y sus hermanas (1986). En Café Society se observa Manhattan con mirada poética exactamente igual que en Manhattan (1979), incluso hay un mínimo momento George Gershwin. En Café Society se sufre el mismo espanto por el paso del tiempo, simbolizado en una fiesta de Nochevieja, que en Si la cosa funciona (2009). Pocas veces ha utilizado Woody Allen un alter ego tan similar a sí mismo, como en Café Society. Y bueno, seguro que se me han escapado otras muchas referencias a películas previas, pero creo que las anteriores son suficientes para que nos replanteemos la pregunta anterior: ¿Verdaderamente es Café Society una película de folletín?

Es Woody Allen, en definitiva, quien se nos muestra tal cual es, con mayor sinceridad que nunca, con mayor claridad que nunca. Y por ello, no me parece ocioso que la acción de gran parte de la película se desarrolle en Hollywood, uno de los ecosistemas menos valorados por el director de Manhattan: porque necesita una perspectiva desde la que observarse a sí mismo. Por eso no me parece fútil que lo que no sucede en Hollywood acontezca en Nueva York: porque Woody necesita también reconocerse a sí mismo.

Con todo, hemos de convenir, que todas las referencias a películas previas del mismo autor que hemos enumerado más arriba están bastante más deslavazadas de lo que estamos acostumbrados con este creador. Falta algo así como la lechada que los albañiles ponen a los azulejos para que el conjunto sea más coherente y no parezca el resultado final algo así como un goteo de posibilidades que no terminan de constituir un todo armónico.

Y quiero finalizar ésta con lo que para mí es el principal logro de Café Society: el desdoblamiento o la dualidad de posibilidades, muy evidente en Melinda y Melinda (2004), pero es que en Café Society las dos protagonistas femeninas se llaman igual: Verónica, familiarmente Vonnie una de las dos.

Además de lo anterior, la estética de la dualidad podemos observarla en los dos escenarios básicos: Hollywood y Nueva York; la doble del productor casado, interpretado por Steve Carrell; los dos amores de Vonnie y los dos de Bobby, el protagonista masculino; los dos contextos esenciales de la acción: el familiar y el gansteril; y la gran mentira de la fábrica de sueños, donde el glamour es el maquillaje de crueldad.

Constituye Café Society, por lo tanto, como un diagrama con dos coordenadas sobre las que se van colocando cada uno de los grandes temas de Woody Allen, incljuido él mismo..
Fco Javier Rodríguez Barranco
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