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España España · Salamanca
Críticas de La Maga
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Críticas 190
Críticas ordenadas por utilidad
8
2 de abril de 2007
43 de 53 usuarios han encontrado esta crítica útil
Roger Avary (Pulp Fiction) provoca, retrata, acierta, y sobre todo, no deja indiferente.
En aquel éxito rotundo de taquilla y premios que consiguiera el peculiar Quentin Tarantino por la vanguardista Pulp Fiction, mucho tuvo que ver la labor de su guionista, Roger Avary, que debutó en la dirección con Killing Zoe (1994), una obra hiperviolenta que todavía permanecía muy apegada a su predecesora. Con Las reglas del juego, Roger Avary pule su estilo, disecciona una realidad actual bastante evidente y abandona sus defectillos en aras de una mayor preocupación por la historia y sus personajes.
Bret Easton Ellis
Si hay un escritor capaz de describir y machacar el denominado american way of life, ése es Bret Easton Ellis. Sus héroes no se encuadran precisamente en el eje del bien, sino que son un producto de las alambicadas rutinas y excesos del mundo capitalista, en el que el dinero y la satisfacción de los placeres son la primera y única aspiración. Ahí están Golpe al sueño americano (1987) y American Psycho (2000), adaptaciones cuando menos interesantes. En la última que nos ocupa, Las reglas de la atracción, vuelve a darle un nuevo giro de tuerca a sus temas, esta vez pasados por el filtro universitario.
Triángulo amoroso
El realizador utiliza diversos re cursos, unos de cosecha propia (retroceso y vuelta a empezar de las secuencias...) y otros (pantalla dividida en dos, imágenes veloces...) provenientes de, en efecto, ese nuevo tipo de cine que está empezando a perfilar y afianzar algunos de sus rasgos. Las sensaciones son variables, desde las reminiscencias de La naranja mecánica (1971) y Pulp Fiction (1994), hasta Réquiem por un sueño (2000) o el lirismo de Las vírgenes suicidas (1999). Con todo este arsenal de virtudes, ante todo, se nos llama la atención, se nos golpea y hace reflexionar a la salida de la proyección.
La fiesta del culo del mundo, Vístete para que te follen o La fiesta del fin del mundo son los escenarios de nuestros tres protagonistas: Sean Bateman, un moderno gigoló, desalmado, perverso, que ya no se identifica con los va lores tradicionales y renace cuando el amor se cruza por su camino; Paul, un gay preocupado por dar una imagen seria, provocadora y seductora, pero que en el fondo necesita de emociones tan primitivas como el cariño; y Lauren, la representación de la pureza, y la justificación de la libertad. El resultado, una disección escalofriante y verosímil del vacío absoluto de la juventud.
La Maga
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8
19 de mayo de 2007
47 de 62 usuarios han encontrado esta crítica útil
Catherine Hardwicke debuta en la dirección después de su labor como diseñadora de producción en Tres Reyes, 2 días en el valle, Tombstone o Vanilla Sky. Precedida de un premio a la Mejor Dirección en el pasado Festival de Sundance -, Thirteen sigue ahondando en la problemática de los adolescentes y la dificultad que entraña su paso a la edad adulta. Para ello, a la hora de realizar el guión, la directora ha contado con la colaboración autobiográfica de Nikki, una de las protagonistas.
A Tracy le gustan las muñecas, tiene dos buenas amigas, y viste calcetines de ositos, pero sus treces años comenzarán a cobrar otra dimensión cuando conozca a Evie, la chica más popular del instituto por su simpatía, belleza, estilo, admiradores... Poco a poco, en un intento por descubrirse a sí misma, encontrar respuestas, y conocer toda clase de experiencias, Tracy acabará siendo engullida por una bacanal de drogas, sexo y violencia. Si queda alguna luz al final del túnel, dependerá mucho de su capacidad de reacción y del apoyo de su madre, que también tiene sus problemas en forma de un ex-marido que desatiende sus tareas de padre, un alcoholismo ascendente, un trabajo asfixiante e insuficiente económicamente, y un intento por alcanzar una relación estable.
Thirteen recoge las virtudes de Elephant (no muchas), Las reglas del juego, Criaturas celestiales y Kids, o sea, una cámara persecutoria dispuesta a transmitir la ansiedad de buena parte de los adolescentes actuales, un montaje bien estructurado, no por ello falto de detalles, una disección patológica, y un fiel acercamiento a la inconsciente autodestrucción, el callejón tortuoso al que muchas veces los jóvenes se ven abocados por una falta preocupante de sentido y dirección en sus vidas.
Ni siquiera un abuso de la estética de video-clip, ni algunos huecos de guión que provocan el abandono de ciertas tramas y personajes, consiguen desviar este dardo envenenado lanzado a la memoria y conciencia del ciudadano global (occidental), ya sea padre, educador, político, o joven. Thirteen nos hace reflexionar acerca del mal funcionamiento de alguna pieza clave de la sociedad en el desarrollo personal de los creadores del mañana. En algo nos estamos equivocando, las vías de comunicación padres-hijos se están deteriorando, y no es consecuencia de obstáculos visibles, sino de fricciones afectivas y tendencias solitarias. Holly Hunter (sin duda, la mejor interpretación de las nominadas este año a actriz secundaria), Jeremy Sisto (habitual del cine independiente que está pidiendo oportunidades a gritos, visto en May y A dos metros bajo tierra), y las dos niñas protagonistas, componen una historia de desarraigo y desgarro en la que la amistad se confunde con la mitomanía, la curiosidad con la falta de criterio, y la independencia con el egoísmo. Una escena inolvidable por su dureza: Nikki desorientada automutilándose con una hojilla de cromo; una madre impotente lamiendo sus heridas.
La Maga
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9
12 de enero de 2007
39 de 46 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Quién dijo que detrás de una buena película siempre hay un mejor guión? Stephen Chow abandona el ritmo habitual de producción made in Hong Kong (7 proyectos de golpe) para demostrar todo lo contrario a cualquier purista o incrédulo que se precie. El reto, conquistar Hollywood, o por lo menos, la expansión de unas fronteras que los distribuidores se obcecan en abrir. Hacía mucho que no me divertía tanto en el cine, y aseguro que no fui el único (lo ideal para ver Kung Fu Sion es ir acompañado de un buen puñado de amigos). Si en Shaolin Soccer, nos tronchamos de risa con los Oliver y Benji de carne y hueso, en esta ocasión, Chow coproduce, dirige y protagoniza su cabriola más surrealista, tanto delante como detrás de la cámara.

Olvídense de los gags obvios, estúpidos y gruesos. Que la acción flojea y el pintoresco doblaje autonómico (andaluz, catalán, gallego y madrileño) desvirtúan la recepción, no le den demasiada importancia. La grandeza de Kung Fu Sion reside en su esencia: una declaración de amor al cine de género a través de la sublimación de la tecnología y la sabiduría popular. Junten a los cartoons de la Warner, las comedias de Terence Hill y Bud Spencer, y una parodia épica de las artes marciales, y tendrán cine puro desde el primer minuto hasta el último a cargo de un Tarantino de ojos rasgados.

Maestros con bata, rulos y chancletas; tríadas, gángsteres y asesinos en la Shangai prerrevolucionaria de los años 40; coreografías de Yuen Wo Ping (Matrix), inimaginables en occidente a no ser con una buena dosis de peyote; tortazos, collejas, sopapos, hematomas, chichones, brazos en cabestrillo, sangre cuando tiene que haberla; humor amarillo, osadía, brío visual y falta de vergüenza; hachas, instrumentos musicales asesinos, delirios místicos y muchos guiños y homenajes al imaginario colectivo (El resplandor, El padrino, Gangs of New York, Astérix y Obélix, Bruce Lee, Jackie Chan, Tarantino…). En definitiva, mafiosos de ferretería y budistas de rellano llevados en volandas por una plasticidad de irrepetibles emociones en un delirio que recuerda a los tiempos del cine de barrio.
La Maga
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8
29 de marzo de 2007
35 de 38 usuarios han encontrado esta crítica útil
A Enrique Urbizu se le recuerda por ser el director capaz de sacar a relucir otros registros distintos a Antonio Resi nes en Todo por la pasta (1991). Más tarde, Ricardo Franco los acentuaría en La buena estrella (1997), y de nuevo aquí, en La caja 507, Urbizu le regala la posibilidad al actor es pañol de afianzarse como actor dramático.
La caja 507 es la prueba palpable de dos asuntos de cierta importancia: el primero de ellos hace referencia a que el cine español goza de pequeños talentos, ocultos y desbordados por los encargos y las directrices que rigen en el mercado, que no están disponiendo de la suficiente confianza para dar rienda suelta a su imaginación y sus posibilidades; el segundo nos deja bien claro que el cine patrio aún no ha asentado sus señas de identidad actuales y sigue perdido en las comedias huecas, campechanas y con tufo a lo cine de barrio, además de en historias demasiadas veces ambientadas en la España rural y franquista. El director demuestra que disponemos de material suficiente para convertir en imágenes los problemas que azotan al mundo, y que tienen la forma en nuestro país de corrupción política, delincuencia, malos tratos, terrorismo, paro, mafias internacionales, narcotráfico, ajustes de cuentas, dinero negro, incendios provocados... y ya es hora, de que filmes como La caja 507 supongan un punto de inflexión para directores y productores, sobre todo para estos últimos. Con guiones como el escrito por Enrique Urbizu y Michel Gaztambide, de esos que funcionan apegados a la realidad uniendo cabos sueltos, se nos presenta el retrato exacto de dos personajes antagónicos, y como en muy pocas veces, el de un héroe anónimo que no diferencia el bien del mal. No se alejan mucho los negativos de la frialdad y la violencia de Don Siegel en Harry el sucio (1971), del objetivismo y la distancia de Sidney Lumet (Tarde de perros), o de la facilidad para narrar una trama, propia de los submundos, de William Friedkin en French Connection (1971). Sólo hay que prestar atención a frases tan contundentes como las dedicadas al mundo de la prensa o a las que salen de la boca de José Coronado (excelente, la mejor interpretación de su carrera) para tratar de paliar las borracheras de su compañera sentimental Goya Toledo.
Con pulso firme, repleto de seguridad, tal vez un poco falto de ritmo en algunos momentos, el director consigue una obra notable, seria, verosímil e impactante, que quedará en la retina de los espectadores durante mucho tiempo, y servirá de guía para próximas comparaciones.
La Maga
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9
18 de diciembre de 2012
35 de 39 usuarios han encontrado esta crítica útil
De un tiempo a esta parte, sigo con curiosidad el cine proveniente de Canadá. Reconozco que mi deseo sigiloso de averiguar más procede de la grata impresión que me produjo, hará ya diez años, aquel título lleno de mala baba y desencanto lúcido llamado Las invasiones bárbaras. Su director, Denys Arcand, hizo que pusiera en mi mapa cinéfilo una chincheta más, y desde entonces, de vez en cuando la modesta industria canadiense me regala una buena sonrisa, de esas que me produce el cine clásico cuando deseo fervientemente recuperar mi idilio con el cine, sitiado y putrefacto últimamente, en aras de una renovación mal entendida.
Pues bien, gracias otro año más a la inestimable programación del festival internacional de Tallinn (Estonia), mi relación con la cinematografía canadiense se hace cada vez más estrecha. En esta ocasión, el culpable en cuestión recibe el nombre de Laurence anyways, y se me antoja que dará mucho que hablar de aquí a un tiempo, dado su potencial de película de culto al instante, icono seguramente de minorías y producto revisionista y nostálgico de un cine apegado a realidades en ocasiones denostadas.
Xavier Dolán ya tenía dos trabajos anteriores. Mientras que en I killed my mother (2009) diseccionaba la relación subyugante entre una madre y su vástago, debutando a la increíble edad de diecinueve años, en Les amours imaginairies (Heartbeats) (2010) continuaba haciendo lo propio con un triángulo amoroso. Pocas veces un director llega a una madurez en su tercer proyecto, y hacerlo con veintidós años debería centrar nuestras miradas. Y lo hace a lo grande, sin miramientos, sin miedo al qué dirán, con un exceso tan seguro de sí mismo que otras obras similares palidecen en el mayor de los ridículos frente a ella. Casi tres horas de metraje hechas en sazón, llenas, al igual que su protagonista “masculino”, de determinación, con un despliegue tan envolvente que aúna lo mejor del cine europeo y USA a partes iguales, esquivando al mismo tiempo todos sus defectos.
Laurence anyways tira de audacia, estética videoclipera (sobre todo de los ochenta) y técnicas publicitarias para elaborar un cóctel explosivo, pero sorpresivamente, no se queda en la mera pose, en la fachada, ni se desinfla al poco de despegar, como le suele suceder a este tipo de productos, que acaban optando por un amarillismo a todas luces resultón, facilón y a la postre vacío. No, Laurence anyways va más allá, no sólo se sostiene en su discurso, sino que lo engrandece a medida que transcurre, llevándolo a cotas pocas veces transitadas con asuntos como el que trata, a saber, la búsqueda de una identidad sexual.
Es como si juntáramos en una misma cinta varias tendencias artísticas muy reconocibles a los ojos de los cinéfilos, en su mayoría de los últimos treinta años. Xavier Dolán recurre a un estilismo desaforado – con reminiscencias al cine de Wong Kar-Wai o el mismísimo Pedro Almodóvar, apuesto que ferviente seguidor de esta cinta -, y a un cariño inusitado por personajes sexual y amorosamente desorientados. Mas lo que la hace particularmente singular es la profundidad y lucidez de su relato, no exento de una vertiente ensayística que lo podría emparentar con dos polos diametralmente opuestos. Me refiero, por una parte, a la capacidad analítica en cuestión de relaciones amatorias del cineasta sueco Ingmar Bergman, y por otra, a la aptitud transgresora de los límites contemporáneos, abordados por el radical, a la par que refrescante, director de culto John Cameron Mitchell.
Lo que Dolán parece decirnos es que ha llegado la hora de derribar tabúes, tal vez consciente de que la sociedad, ahora sí, parece más pertrechada para acercarse a una existencia que, por otro lado, no deja de ser otra cosa que una gran historia de amor, quizás del amor a uno mismo, por encima de todas las cosas, y de todas las personas, por mucho que las queramos. Generalmente, este tipo de largometrajes tienden a dar por perdido a gran parte del público, no aquí, ya que el verdadero y enorme triunfo de Laurence es conseguir hacernos partícipes a todos de su odisea, engancharnos sea cual sea nuestra orientación sexual o el límite de nuestros prejuicios sociales. Porque esta hermosa película no sólo trata de identidad sexual, sino de la búsqueda de uno mismo, de la autenticidad, del precio que hay que pagar para no ser uno más del rebaño, a trancas y barrancas, encarando los obstáculos, aun a costa de renunciar al amor. Laurence cree en un alma gemela, lucha por estar junto a ella, sin embargo, todo tiene un coste. ¿Triunfará el amor de pareja o prevalecerá el amor a uno mismo? Dilemas actuales en medio de una sociedad contemporánea que esclaviza hasta nuestros sentidos, y por ende, nuestros sentimientos. Como dijo Calderón de la Barca: “Que cuando el amor no es locura, no es amor.” Disfruten de este clásico de culto en potencia.
La Maga
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