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España España · Zaragoza
Críticas de Paco Ortega
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Críticas 201
Críticas ordenadas por utilidad
8
25 de enero de 2009
25 de 28 usuarios han encontrado esta crítica útil
La película está basada en una obra teatral del autor noruego Hans Wier Jensen, inspirada a su vez en acontecimientos reales sucedidos en el siglo XVI en Dinamarca. Esa procedencia teatral está presente a lo largo de toda la película.

Theodor Dreyer crea una historia de una enorme densidad dramática. Con una sobriedad máxima, filma el trabajo interpretativo de los actores que llevan el peso fundamental de la película. Actores excelentes, por cierto, que realizan su trabajo con ese estilo inconfundible del que participan, por ejemplo, los que habitualmente utilizaba Bergman en sus propias películas y que también provenían del mundo de los escenarios. La actriz Lisbeth Movin, en concreto, realiza un trabajo excepcional, componiendo el personaje de joven esposa con una mezcla de inocencia y sensualidad que sintetiza a la perfección las contradicciones ideológicas y sociales de ese momento.

Las miradas y las expresiones de todos ellos definen los contornos de un mundo en el que los remordimientos, la culpa y el pecado se han convertido en los elementos protagonistas de los comportamientos sociales. Los valores positivos parecen como haber desaparecido en esa maraña de tristeza y opresión. En ese claustrofóbico contexto, la persecución de las brujas y su ajusticiamiento se ha convertido en algo tan natural como respirar y comer. El demonio existe, está en todas partes, y hay que buscarlo de manera implacable. Al final todos terminan siendo sus víctimas.

A Dreyer le obsesionaba este tema por razones personales y biográficas, y en muchos de sus trabajos está presente este conflicto que no es otro que el de la intolerancia y el fanatismo religioso. En “La viuda del pastor” (1920), “Los estigmatizados” (1921), y especialmente en “La pasión de Juana de Arco” (1928), filmada en Francia, ya había abordado el tema, pero aquí resume sus inquietudes de una manera más concreta.

Como es costumbre y estilo de la casa, la cámara se mueve con extrema eficacia buscando encuadres que potencien el juego actoral, huyendo del efectismo gratuito. La fotografía es de una gran belleza, y todo el conjunto transpira simplicidad y perfección.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Paco Ortega
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9
10 de enero de 2009
27 de 33 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta película, dirigida en 1940 por William Wyler, roza la perfección. Todos sus componentes –guión, fotografía, actores y dirección-, están a una enorme altura, y componen un puzzle armónico y extraordinariamente convincente. Todo ello para vehicular una historia compleja, en donde adivinamos varios niveles de lectura. En cualquier caso, sería muy recomendable que la vieran cuantos principiantes sientan el deseo de dedicarse a este maravilloso lenguaje porque no hay plano gratuito, no hay frase que sobre, o no hay gesto que nos desvíe de su sentido profundo.

Pido perdón por este comienzo a caballo entre el paternalismo y la profunda admiración a un trabajo bien hecho, maravillosamente hecho, porque creo que nos encontramos con una de las cimas del séptimo arte, que ha sido bien valorada siempre por la mayoría de los críticos a lo largo de estas siete décadas, los mismos que, sin embargo, han puesto las cimas en otros títulos en mi opinión menos valiosos.

La interpretación es sencillamente prodigiosa. Bette Davis, Herbert Marshall y James Stephenson componen unos personajes complejos, que luchan entre sus sentimientos y su raciocinio, entre sus pasiones y sus papeles sociales. Lo hacen con contención e intensidad, sabiamente dirigidos por un profesional exigente y que en todo momento quiere contar lo que quiere contar y no otra cosa.

Hay momentos en donde el ambiente que crean sus miradas y sus acciones se podría cortar con un estilete.

El final es previsible, el desastre está prácticamente anunciado, pero es tal el nivel de coherencia en los comportamientos de los personajes principales que eso, en lugar de ser un demérito, es una de las mejores virtudes. Al final, el sentimiento de culpa, aliado con un concepto de la justicia que ralla con la venganza, hace que los acontecimientos se precipiten hacia el peor de los finales posibles y que en nuestro interior sintamos una contenida emoción.

La fotografía es irreprochable, de una gran belleza estética y de un simbolismo extremadamente convincente. Todo está cuidado para contar una historia que no pierde el interés en ningún momento y que no renuncia a adentrarnos en la dudosa materia de la que está formado nuestro interior, tanto en su aspecto emocional como en el de los valores éticos. El trabajo de los actores, como digo, hacen transparente la contradicción que en muchas ocasiones nos encontramos entre los diferentes planos que conforman nuestra realidad como seres humanos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Paco Ortega
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9
17 de febrero de 2009
24 de 27 usuarios han encontrado esta crítica útil
Buñuel al comienzo de “Abismos de pasión” (1953), inspirada en la novela “Cumbres borrascosas”, dice algo así como que su película intenta ser fiel a su autora, la escritora francesa Emily Brontë. Nada dice en “Nazarín” sobre homenajes y fidelidades a Benito Pérez Galdós, autor de la novela homónima. Es fácil deducir porqué.

Estamos en la película de toda su producción en donde mejor ahonda sobre su creencia de la imposibilidad de ser bueno en un mundo de malos, valga la expresión un tanto pueril. Para ello se centra en el mismo sacerdote de la novela, pero situándolo en el contexto en donde los demás están tan definidos como él. En todo caso, el personaje central es una especie de contrapunto en un mosaico en donde el egoismo encubierto o descubierto es una moral de subsistencia y la mejor defensa es un ataque a tiempo. Un mundo de fieras, en el que unas se devoran a otras. No es, por tanto, una película de inspiración cristiana, sino más bien todo lo contrario.

A Cristo se le descompone su beatífico rostro y adquiere tintes esperpénticos. No solo pasa esto aquí, en donde la parodia tiene un nivel de sutileza que parece imperceptible para algunos. Jocosamente Buñuel lo comenta en sus memorias: “(Nazarín) fue bien recibida, no sin ciertos equívocos que se referían al verdadero contenido de la película. Así, en el Festival de Cannes, donde obtuvo un Gran Premio Internacional creado especialmente para esta ocasión, estuvo a punto de recibir el Premio de la Oficina Católica. (…) El equivocó continuó. (…) Un día tras la elección de Juan XXIII, recibí una visita en Máxico. Se me pedía que fuese a Nueva York, donde un cardenal, sucesor del abominable Spelmann deseaba entregarme un diploma de honor por la película. Naturalmente, me negué.”

Paco Rabal, con quien Buñuel trabaja por primera vez, está extraordinario en la construcción de Nazario, un personaje que va sufriendo lentamente una metamorfosis interna y a quien los golpes van transformando minuto a minuto. Tiene la profunda habilidad de exteriorizar ese proceso interior con procedimientos actorales de un enorme nivel. Pero las excelencias del trabajo interpretativo hay que repartirlas. Marga López, Rita Macedo, Ignacio López Tarso, Ofelia Gulimain, y todo el conjunto, hacen un trabajo irreprochable, que demuestra, además, que Buñuel era ya un magnífico director de actores y que sabía transmitir lo que quería también en este territorio.

La película es una obra maestra: precisa, como ninguna otra, que la bondad en una sociedad deformada por la codicia, puede llegar a ser contraproducente para quienes la practican. Un criminal le confiesa a Nazario: “Usted para el lado bueno y yo para el lado malo. Ninguno de los dos servimos para nada”. Por tanto es valiente, sincera y su ausencia de tesis o moraleja la convierten en moralmente turbadora.
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Paco Ortega
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8
16 de marzo de 2009
23 de 26 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuenta Luis Buñuel que para preparar el rodaje de esta película hizo previamente un estudio profundo acerca de la historia de las herejías, estudio que se había iniciado hacía años con la lectura de “Historia de los heterodoxos españoles”, de Menéndez y Pelayo. A lo largo de ese periodo, el maestro y su fiel guionista y ocasional actor, Jean Claude Carrière, no pararían de reírse a carcajadas. Porque “La vía láctea” es, por encima de todo, una película de humor.

En realidad es la que quiso hacer siempre Buñuel. Por eso, él mismo se sorprende de que el productor aceptara pagarle una gamberrada y de que el público y la crítica la recibieran después de manera bastante entusiasta. En las anteriores, un cura atraviesa una escena, los personajes se encuentran en el interior de una iglesia, un sacerdote dice una misa, etc. En todas hay una pincelada de sátira sutil, casi en grado cero, de la iglesia católica y de sus ilustres representantes. No hace falta ponerle a un clérigo unas orejas de burro para que su aspecto de clérigo sea ya absurdo, anacrónico y ridículo. Por eso, en esta película los impostores son los protagonistas, empezando por los jefes y siguiendo por las divisiones inferiores.

Y no solo los ortodoxos, también los herejes, tan impostores como los primeros pero con la valentía al menos de plantar cara a los que mantienen el negocio.

Crítica, pues, de alto calado. En un restaurante todos hablan de Jesucristo. Camareros y clientes sostienen una refinada conversación sobre la naturaleza del hijo de dios. Si el hijo de dios se presenta de pronto y pide un pedazo de pan lo despedirían seguro porque sus ropas no son las correctas para estar en ese mismo restaurante. Buñuel conocía bien este tipo de hipocresías sociales: las había visto en el colegio en donde tuvo la desdicha de estudiar el bachillerato.

Todo este material en manos de un director sin talento resultaría, en todo caso, una broma privada de mayor o menor nivel. En sus manos, se convierte en una feroz diatriba, rebosante de humor y de inteligencia cinematográfica.
Paco Ortega
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9
26 de abril de 2009
21 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
Catorce años más joven que Bergman, Harriet Anderson y el director sueco mantuvieron durante el rodaje de esta película una relación amorosa que, finalmente, se transformó en una amistad indeleble. Lo cierto es que, según cuenta Bergman en su autobiografía “Linterna Mágica”, el rodaje duró bastante, entre otras cosas porque un problema técnico echó a perder muchos metros de celulóide. De esa circunstancia pocos se lamentaron: el equipo vivió en una especie de libertad salvaje durante semanas que propició las relaciones y los encuentros entre sus miembros. Y creo sinceramente que esa es una de las claves para entender esta magnífica película.

Pesimista, por cierto. Pesimista sobre la perdurabilidad del amor. De eso supo mucho en vida su creador, que cambió de pareja, y le cambiaron, bastantes veces. Volveremos mucho tiempo después a diseccionar comportamientos de dúos en “Secretos de un matrimonio”, de pareja consolidada, y, en el fondo, putrefacta. Ahora lo que se pone delante de la cámara son dos jóvenes hermosos e inmaduros, encarnados por una esplendorosa Anderson, y por un magnífico Lars Ekborg.

En una hay dos películas, o dos partes de una misma historia. La primera, la que narra los momentos en que la relación entre ambos es un universo de esperanzas, a pesar de que Bergman nos muestra las diferencias entre ellos de una manera sutilmente magistral. Ante la misma proyección en un cine de barrio, ella llora y él bosteza indiferente... La segunda, en donde aparecen las diferencias, convertidas en simas de distancia incalculable. Se acabó la poesía y la aventura: las lágrimas y los bostezos son la descarnada realidad que se impone con imágenes demoledoras, como la del tren llegando a Estocolmo, o la del chico, desolado, negándose a entrar en su domicilio.

El conjunto es magnífico. La fotografía, que se detiene parsimoniosamente en el paisaje que enmarca la historia pasional. La cámara que recoge medio minuto de mirada directa de la joven, abstraída, preguntándole cosas al espectador y preguntándoselas ella misma. Esa mirada que iba a fascinar a Godard y a los jóvenes de la “Nouvelle Vague”, y que rompía, sin alharacas ni grandilocuencia, los moldes de hacer cine. Un cine que a partir de ahora nos mira a nosotros directamente.

Estamos, tal vez, ante la primera genialidad de Bergman. Aquí están contenidas todas las pistas de su cinematografía, están abiertos todos los caminos que después transitaremos agarrados a sus ojos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Paco Ortega
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