Equivalente australiano del spaghetti western, igual pero a la vez diferente, con regusto a déjà vu, pero a la vez a jamais vu.

Los aborígenes sustituyen a los indios, aunque siendo diezmados y explotados de igual forma. Individuos poco escrupulosos y harapientos. Polvorientos pueblos que evocan al clásico pueblo fronterizo, un cruel oasis en mitad de un implacable e interminable desierto. Crueldad por bandera, violencia desmesurada. Se podrían destacar varias escenas, pero la más impactante quizás sea el encuentro del protagonista con los aborígenes, tan inesperada como brutalmente violenta, que deja boquiabierto y ojiplático hasta al más veterano espectador cinéfago.

Una propuesta (valga la redundancia) de lo más interesante, que deja con ganas de más, con la necesidad de un subgénero oscuro y selecto, un subgénero que bebe del spaghetti y de aquello conocido como crepuscular, el “kangaroo western”.

El cine Paraíso, en un lugar de Italia, es testigo de excepción del transcurrir del tiempo, de épocas tristes y otras no tan tristes, de historias trágicas, cómicas o románticas, de los peculiares espectadores que acuden en busca de magia. Un momento de evasión, donde la realidad se deja de lado para dar paso a la fantasía, a lugares exóticos, a emocionantes aventuras, a romances con final feliz, a la risa, a las lágrimas.

Una expresión artística que provoca sensaciones, bien por identificación, bien por distar de lo cotidiano, impregnado por la música de Ennio, culmina en el esperado beso. No es inmoral. El destinatario del beso es el propio cine. Un beso que cura las heridas que se le han infringido. Un beso por su contribución a otorgar otra dimensión a la vida. Un beso por evocar en nosotros una complicidad emocional que nos haga ser partícipes de lo que es percibido no solo por vista y oído, sino con todo nuestro ser, como lo percibe Alfredo aun estando rodeado de tinieblas. Un beso por unir a todos bajo un común denominador, por una empatía obligada. Un beso de cine.

Pinhead y su pandilla de engendros interdimensionales regresan por sexta vez siguiendo la fórmula de la quinta y acertada entrega, aunque sin llegar a alcanzarla. Otra trama cíclica y retroalimentada con explicación final, que aunque pierde el factor sorpresa, consigue mantener cierto interés. De nuevo se reduce el nivel de gore en favor del nivel de sesera, con el regreso de la protagonista de las dos primeras partes de la saga, y con un protagonista amnésico y sufriendo pesadillas y alucinaciones que son piezas de un rompecabezas que recuerda al de la entrega anterior “Inferno”. Apropiada para una tarde de domingo, o quizá de sábado; se deja ver.

Brutal, cruel, desmedida, visceral, enfermiza…

Tal vez uno de los thrillers más retorcidos y salvajes jamás rodados. En tono documental con buenos detalles, como cuando el técnico de sonido baja por la escalera hasta que llega a la escena mientras el psicópata habla sin que se le oiga hasta que aparece el otro con el micro; tiene sus pros y sus contras, como toda creación humana.

La ácida crítica a la nueva era de la información, ya plasmada en otros films como “Asesino natos” de Oliver Stone, se lleva aquí hasta el extremo de lo desagradable, sentando al espectador como un puñetazo en el estómago. Se abre así paso entre las películas que con mucho gusto recomendaría a mi peor enemigo, pero yo preferiría quedarme con el recuerdo que con una futura re-experimentación.

Lucio Fulci vuelve a la carga con otra de zombis, pero esta vez es más chungo de lo que estamos acostumbrados, porque se trata de zombis fantasmagóricos, que aparecen y desaparecen a su antojo y arrancan cerebros con la mano. Efectivamente, su modus operandi consiste en aparecer por detrás y, con una mano, arrancar de cuajo el cerebro de la sufrida víctima.

La historia (que está mas o menos esbozada) gira en torno al fantasma-zombi de un sacerdote que murió ahorcado y tal cual se aparece, para posteriormente matar a sus víctimas con su sola presencia, haciendo llorar sangre y vomitar las vísceras (sí, sí, como suena) creando un festival gore de proporciones escandalosas, contribuyendo a su estatus de “culto”.

Hablando en serio, una película de serie Z que posee una atmósfera tenebrosa, consiguiendo meter miedo por momentos, tiene un mérito enorme, por muy cutre que sea. Si se le añaden las escenas de gore de lo más cafre (atención al tipo que le taladran la cabeza, sin mucho sentido, todo hay que decirlo), tenemos una película de terror bastante decente para ser tan putrefacta. A propósito de putrefacto, salen gusanos hasta decir basta. Cuando veían a Fulci aparecer por la casquería y la tienda de cebo le tiraban pétalos de rosa por donde pisaba.

Recomendada para amantes del gore y mentes retorcidas en general.