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Polonia Polonia · Suena Wagner y tengo ganas de invadir
Críticas de Normelvis Bates
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Críticas 185
Críticas ordenadas por utilidad
8
23 de mayo de 2010
30 de 41 usuarios han encontrado esta crítica útil
Amigos, siento mucho romperos el corazón, pero alguien tiene que abriros los ojos: la abeja Maya no existe. No sólo es falso que las abejas hablen, tengan pelo (y no digamos escarolados ricitos amarillos), vayan a la escuela y jueguen con saltamontes o moscas con antiparras, sino que el país multicolor de Maya, sus flores, sus colmenas, sus hermosas y bucólicas charcas, lejos de representar fielmente la realidad, no es más que un decorado torpemente pintarrajeado sobre un papel. Más todavía: las arañas, por si no lo sabíais, ni se cubren la cabeza con un pañuelo ni tocan el violín. Sé que es duro admitirlo, pero pensé que teníais que saberlo.

Siento que debo unirme a esas almas nobles y desinteresadas que abundan por aquí, siempre dispuestas a denunciar tergiversaciones, héroes de la fidelidad al rigor histórico, que viven convencidos de que el cine debe ser un espejo de la vida y no un artificio artístico más o menos logrado. Me uno a los lúcidos y los idealistas, a los que guían a la masa ciega y aborregada hacia la verdad. Sabedlo, hermanos: los piratas no eran como Errol Flynn, El Cid era un fascista y un intolerante, Marco Antonio (según las últimas investigaciones) nunca tuvo la cara de Marlon Brando. Todo eso es falso.

Fijaos en el western, ese vehículo del imperialismo que justifica la expulsión de los indígenas americanos de las tierras que tanto les había costado a sus antepasados arrebatar a los pueblos rivales. Qué asco nos da este género a los dueños del secreto. Como todo el mundo sabe, la vida entre los nativos, hasta la llegada del invasor blanco, era dulce y descansada, tanto en el norte como en el sur de América, donde los desconsiderados españoles acabaron salvajemente con culturas como la maya, la azteca o la caribe, con el amor con que habían conquistado y esclavizado a sus vecinos, con lo entretenidos y pintorescos que eran sus sacrificios humanos, con lo ricas que estaban las carnes de sus enemigos. Es cierto que no fueron los españoles quienes en pleno siglo XX les mantuvieron esclavizados en minas, fincas o caucherías, pero no nos desviemos del tema: de lo que estábamos hablando era de disparar a los ojos del cadáver de John Ford.

(¡Ah, por cierto! “La legión invencible” no es una de las mejores pelis de Ford. Es cierto que su fotografía es maravillosa, que John Wayne ofrece una de sus mejores y más conmovedoras interpretaciones, que reflexiona acerca del paso del tiempo, la vejez o la muerte, que destila tristeza y melancolía, que su ritmo pausado encaja como un guante con su aire crepuscular, con su olor a cenizas y derrota, que bastaría para justificar la carrera de cualquier pelacañas más fiel que él a los hechos históricos. Pero hablamos de John Ford, poco menos que el inventor del cine tal y como lo conocemos, aunque esa es una opinión acerca de su grandeza artística que a los puros de corazón, los justicieros, los que empuñamos pedruscos por estar libres de culpa nos importa un par de rábanos. Como mucho.)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Normelvis Bates
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4
4 de agosto de 2010
80 de 142 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay películas cuya visión uno evita o aplaza en función de sus circunstancias personales. En mi caso, durante los años en los que entré y salí varias veces del paro mientras ejercía de temporero de la enseñanza, recolector de fruta, comercial de una revista que nunca existió o patoso instalador de vidrio y aluminio, me negué en redondo a ver “Los lunes al sol”. Ya tenía bastante con el repaso diario de la sección de demandas o la consulta de las listas de interinajes, las entrevistas, las esperas interminables junto al teléfono, las expectativas frustradas, la insidiosa sensación de ser un estorbo andante. Lo último que necesitaba era que nadie me diera una palmadita en la espalda y me explicara, acto seguido, trágicas historias de desempleados para que me sintiera aún más desgraciado, de modo que el DVD de la aclamadísima y multipremiada peli de Fernando León ha dormitado pacientemente en un cajón hasta que he decidido verla.

No me había perdido gran cosa, la verdad. Desde las primera imágenes de enfrentamientos entre obreros y policías, bien aliñadas con una música insufriblemente ñoña, uno sabe que va a asistir a algo más parecido a un mitin sensiblero que a una auténtica película, nada extraño, de hecho, teniendo en cuenta quién está detrás de la cámara. Lo realmente extraño es que la historia de estos tíos fuertes y bregados y en edad de dar lo mejor de sí mismos, que no mueven un músculo si no es para tomarse copa tras copa (“Ponme otra” es, de largo, la frase que más se repìte a lo largo de la peli), jugar a las tragaperras o la primitiva, echar algún kiki o tontear con quinceañeras, pasear en ferry y tostarse al sol no parece la obra de quien gasta ese aire de apóstol iluminado de la progresía, sino de algún empresario cabrón decidido a mostrar el mal fondo de sus empleados, lo vagos, indolentes y desagradecidos que pueden llegar a ser, el morrazo con que derrochan el subsidio de paro mientras lloriquean, pobrecitos, porque ningún querubín alado desciende de los cielos para ofrecerles el trabajo con que siempre han soñado. “¿Te imaginas vivir así todo el año?”, le pregunta uno de estos jetas a otro mientras le gorronean a una hormiga mala su whisky y su piscina y le limosnean 3000 pelas a una cría. Como si hubiera mucha diferencia.

Lo peor de “Los lunes al sol”, en todo caso, no es su tonillo paternalista y tendencioso, ni el modo demagógico, simplón y fatalista con que expone el drama del paro, sino que es fea, torpe y tristona. Está mal hecha. La fotografía es un asco y el técnico de sonido, con el debido respeto, es carne de INEM. Es tan interesante como una olla de acelgas hirviendo. Es aburrida que te cagas. Si hay dos momentos en los que logras esbozar una sonrisa, date por satisfecho. El problema de León, me temo, es que no es ni una cigarrita alegre y desenfadada ni una laboriosa y metódica hormiguita. Qué pena. “¿Qué día es hoy?” Me lo habré preguntado una docena de veces. Es lunes, joder. El día más largo.
Normelvis Bates
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8
17 de noviembre de 2012
21 de 24 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay ciertos géneros condenados a ser considerados menores. Están bien como divertimento, pero no cabe, se nos viene a decir, buscar en ellos nada más allá de eso. El hecho de poseer, al menos a priori, unas reglas de juego bien establecidas y de ceñirse a un fin unívoco (asustar, hacer reír) han convertido a géneros como el terror o la comedia, al menos a ojos de algunos críticos, en meros subproductos de la industria cinematográfica, válidos como carnaza para el gran público pero indignos de figurar en la primera línea del cine como creación artística.

En el caso concreto del cine de terror, los directores de los últimos lustros parecen haberse empeñado en darles la razón a sus detractores. Las carteleras llevan años llenas de sobresaltos baratos, violencia explícita y vísceras sin cuento, y sometidas a una sobrepoblación de anodinos psicópatas movidos por bobas coartadas pseudomorales. A fuerza de intentar ser originales a cualquier precio, las actuales cintas de terror han acabado convertidas en los artefactos más previsibles y tediosos que ha dado de sí un género reducido a la categoría de franquicia de golpes de efecto y casquería.

Comparada con cualquier película de terror actual, “El horrible secreto del doctor Hichcock” sale ganando en prácticamente todos los aspectos. Y lo hace, curiosamente, asumiendo plenamente su condición de peli de género. Riccardo Freda no sólo no pretende ser original, sino que muestra pronto sus cartas y resigue sin complejos un terreno que enseguida le resulta familiar tanto al espectador como al lector de autores como Poe: criptas, ataúdes, gatos negros, espectros femeninos paseándose por decrépitas mansiones… Igual de reconocibles que su ambientación gótica y tenebrista son los múltiples guiños que, desde el propio título, Freda lanza a Hitchcock y a varias de sus obras, como “Rebeca”, “Sospecha” o “Atormentada”.

Lo más interesante de esta peli, sin embargo, es el tratamiento formal que Freda da a un asunto en principio consabido, y su sabio empleo de recursos estrictamente cinematográficos para trasladarle al espectador la personalidad dual de un hombre (espléndido Robert Flemyng) escindido entre su trabajo como salvador de vidas y una pulsión mórbida que lo empuja a la necrofilia. Freda opta por la elusión y el laconismo, sugiriendo más que mostrando, sin dar más explicaciones que las necesarias y dejando a su cuidada escenografía y su atmósfera malsana y opresiva la labor de conducir al espectador hasta las paroxísticas y antológicas escenas finales, tanto mejores cuanto más desmelenadas.

A pesar de un par de molestos zooms, de unas transiciones algo torpes entre escenas y de un desenlace algo pedestre, el trabajo de Freda es encomiable y logra el milagro de bordear el ridículo sin llegar a caer en él, paseando sobre su línea como el mismísimo doctor Hichcock, el enamorado de la muerte. Mérito nada pequeño, dicho sea de paso, para la peli de un autor desconocido y de un género supuestamente menor.
Normelvis Bates
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4
14 de junio de 2010
19 de 20 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es posible que ahora vaya por ahí dándomelas de intelectualito y de finolis, pero la verdad es que no siempre he sido tan remilgado. Muchos años antes de fingirme fan irredento de santones franceses como Bresson o Truffaut, los únicos platos gabachos que podía engullir sin atragantarme eran las pelis de gendarmes de Louis de Funès, alguna de Fantomas y las de Belmondo, cuando iba de golfo especiado con cuero y gasolina y no de marioneta existencial en las manos de Godard o Melville. De la dulce Italia no me apetecían por aquel entonces las fragantes y sutiles delicias de Visconti o Antonioni, sino los suculentos barreños de pasta que cocinaban Alvaro Vitali, Bud Spencer o la divina e inolvidable Edwige Fenech, con su grasienta y picante salsa de tetas estratosféricas, cachetones y chistes guarros. Ni Kurosawa ni Mizoguchi eran nombres que me sonaran por aquellos años. Lo oriental sólo entraba en mi dieta en forma de luchadores saltimbanquis, preferentemente tullidos o borrachos, que se ponían de lo más farruco cuando les llevaban la contraria y montaban, con la excusa más burra, un cristo de aquí te espero.

La culpa no es del todo mía, sino del viejo cine del pueblo en que crecí, donde cada domingo completaba mi dieta semanal de clásicos televisados con un festín de pipas y pepsi-cola y un doble programa para todos los públicos en el que no podían faltar el sexo cerdo o la violencia extrema y gratuita. Me atiborré de sangre y domingas y tragué mucho polvo de Almería antes de ser el tiquismiquis altanero que habla de Mitchell Leisen como si hubiera compartido con él dry martinis en el bar del Hotel Plaza, y si he de ser sincero, a veces no tengo muy claro si lo uno habría llegado sin lo otro, si toda la caspa tóxica que tragué en aquellas butacas mohosas no me inmunizó contra lo cutre y lo feo y me proporcionó, a cambio, la indulgencia y la paciencia necesarias para degustar platitos más finos, de esos que queda fetén citar entre nuestras más exquisitas apetencias, pero para los cuales es necesario muchas veces tener un estómago bien curtido.

Le debo a ben wade el nombre del género al que pertenece esta peli (¡“soja western”!), cazada por casualidad en la tele, en la que un chino peleón corre al Oeste para recuperar el tesoro que salvará a su familia de la muerte y cuya secreta ubicación está cifrada en el culito (“esa gran manzana que sirve para sentarse”) de cuatro chicas estupendas. Con la ayuda de un astuto forajido, el chino irá destapando culitos y descifrando ideogramas, mientras reparte hostias como panes y se defiende de un memorable predicador con iglesia móvil que es, de largo, lo mejor de una función tan rancia como encantadora que hace aguas por todas partes y cuya desfachatez, sin embargo, me ha divertido un rato largo. Es mala, que nadie se engañe, pero si algo tengo claro es que si un día llegué a “Ran” o “Hasta que llegó su hora” es obra, en buena medida, de haberme zampado antes cosas como ésta, y de estarles agradecido.
Normelvis Bates
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7
30 de agosto de 2010
18 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
De los cinco hermanos Marx, hubo dos que pensaron alguna vez en el futuro, y fueron, curiosamente, los dos más jóvenes. A Gummo no le gustaba actuar, nunca llegó a participar en ninguna película y se dedicó a la moda y a la representación de artistas. Zeppo sí apareció en las cinco primeras pelis de los Marx, siempre como el soso contrapunto de sus tres hermanos mayores. Tras el fracaso comercial de “Sopa de ganso”, sin embargo, les echó en cara que su humor estaba agotado y que no iban a ninguna parte. Saltó también del barco. Fue socio de Gummo y dedicó parte de su tiempo a la invención de múltiples e ingeniosos aparatos que hicieron más fácil la vida de sus conciudadanos, como las utilísimas argollas que sujetaban la bomba atómica que arrojó el “Enola Gay” sobre Hiroshima. Como el cerdito sensato del cuento, ambos construyeron sus casas con ladrillos y cemento.

En las catorce películas que rodaron, Groucho, Chico y Harpo siempre fueron ellos mismos, invariablemente ceñidos a los personajes que habían creado. Nunca dejaron de ser artistas de variedades, los cómicos de vodevil que antes de entrar en el mundo del cine se habían pateado toda América, actuando en villorrios en los que, en palabras del propio Groucho, no aceptaría ser enterrado aunque el sepelio fuera gratis e incluyera una lápida de regalo. No hay un solo atisbo de evolución, nada parecido a la exploración de sus posibilidades artísticas. No parece haber en ellos el deseo de pasar a la posteridad con una obra maestra. No tienen, como Chaplin, ninguna farsa antifascista coronada por un solemne discurso de paz y amor. No hay, como en Keaton, emoción y melancolía bajo la máscara del payaso. Hay una fórmula. Los Marx hacían siempre la misma peli. Como los dos cerditos tarambanas del cuento, vivían al día. Construían sus películas con paja y maderas viejas, amontonando chistes, canciones y situaciones absurdas, y echaban a bailar y a cantar y a correr detrás de rubias platino sin dar demasiada importancia a lo que pudieran decir de ellos el día de mañana. Y eso es precisamente lo que los hace grandes, lo que hace sus películas únicas, inimitables e irreemplazables. Son pura alegría.

Eso ocurre sobre todo en su primera época, la más salvaje y desbocada. Películas como “Plumas de caballo”, con su argumento descosido y todas las taras que os apetezca recontar, son un irresistible chute de veneno que disuelve los grises contornos de la realidad cotidiana y la convierte en una fiesta, por su falta absoluta de trascendencia, su vitalidad, su irreverencia, su sana e incendiaria capacidad para poner el mundo patas arriba y revelar lo absurdo y ridículo de las convenciones sociales sin darse sin embargo ninguna importancia. “Sea lo que sea, me opongo”, canta aquí Groucho. Ahí está todo, amigos. Entended esta frase y amaréis a los hermanos Marx por encima de casi todas las cosas. Y sobre todo, lobitos, tened clara una cosa: soplaréis, soplaréis y la casa no derribaréis.
Normelvis Bates
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