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Críticas de alvaro
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Críticas 82
Críticas ordenadas por utilidad
6
17 de abril de 2020
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Enmarcada entre las películas que nunca deben ser versionadas -la lista es mía- se encuentra “M” de Fritz Lang, no solo por unos logros técnicos que cimentarán la estética del cine de dos décadas e influirán escénicamente hasta el presente sino porque como realización alcanza la sinomorfia perfecta entre los recursos del rodaje (picados, fuera de campo, elipsis, iluminación) y lo narrado en un lenguaje que cinematográficamente recrea a la perfección la filosofía existencialista, irreal, funámbula del expresionismo convertido a la vez en proyección física y moral tanto del espacio como de los protagonistas que lo moran.

Cuesta ser displicente con “El vampiro negro”, remake rodado más de veinte años después por el uruguayo Viñoly Barreto porque el esfuerzo técnico es loable y fílmicamente está bien construido, pero no añade nada nuevo; es más, el guion argentino, aún siendo fiel, cancanea la historia al distender los personajes con caracteres melodramáticos que debilitan no tanto la trama -que también- como la atmósfera siniestra y malsana que fluye en el original donde, salvo en las niñas, ronda un aire de sospecha sobre perseguidos y perseguidores.

Más allá de lo inquietante, la presencia catatónica de Lorre carece de paragón. Actor y personaje fusionan una interpretación de escalofrío, la expresión de torpor criminal, de sanguinaria inocencia y de estupefacción está ausente en la réplica argentina que ofrece un psicópata al uso consciente de su desdicha.

Digna y entretenida, como también lo es la otra versión de 1951, pero prescindible frente al canon del año 31. Las obras maestras no deben ser remedadas.
Álvaro
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alvaro
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6
21 de diciembre de 2019
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Recortada y desfigurada adaptación de la novela de Maupassant, uno de los escritores más penetrantes del realismo-naturalismo francés, maestro de una agudeza flaubertiana para disecciones del alma humana y que, más allá de la concreción de su época, alcanzan validez atemporal. Ahí está "Bola de cebo".

Lamentablemente la película adolece de tal profundidad quedándose en la peripecia, amena pero escamoteadora de matices esenciales en relación al juego de intereses, intríngulis y dobleces de los personajes, resultando el más perjudicado el protagonista, Duroy, reducido a un intrigante narcisista que produce el (falso) efecto de trocar en víctimas a los de su círculo cuando en realidad resultan tan insidiosos como él.

Se puede argumentar aquello de “basada libremente”, pero seamos coherentes; para eso, se escribe una historia original y luego se guioniza.

No obstante, Lewin desenvuelve bien la historia (insisto, alejada del origen) donde destaca George Sanders que llena la pantalla, aún haciendo de sí mismo.

Un apunte. Tal vez Ophüls…pero Visconti jamás de los jamases hubiese usado las transparencias paisajísticas que nos endiña Lewin.

Álvaro
alvaro
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6
18 de octubre de 2019
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Acabas de conocer a una mujer, estás a un paso del mejor sexo de tu vida, pero después de seis semanas de conocer a la mujer, te culparán por un crimen que no cometiste y terminarás en la cámara de gas y mientras te atan las correas y esperas respirar el cianuro estarás agradecido por las semanas que pasaste con ella y por tu propia muerte”.

Esa puntera y socarrona definición de James Ellroy basta para cribar la médula del cine negro de toda la filmografía periférica que se le asocia, film gris, cine gangsteril, suspense, cine de tribunal, subgéneros honrosos y fértiles en sus fusiones con el noir y, desde luego, proveedores de títulos mayores, pero que deslustran los cánones intocables que han hecho del film noir el cine con mas obras maestras por metro de rollo (incluida alguna de la entrañable serie B).

Y esto porque la quintaesencia del asunto son los cuatro escaques en los que bailan todos los personajes: la ciudad, la noche, el destino y la fatal (nada más, hasta la pistola de Godard sobra); los tres primeros, paisaje de fondo, y la última, protagonista absoluta y absolutista. Una criatura de doblez misándrica provista con la ambigüedad de una sensualidad frígida y viperina y un porte de inaccesibilidad que solo parece capaz de doblegar el canalla de Dan Duryea. La lista es larga, pero la esencia permanece: las Phyllis, kathie, Alice, Ellen…pero entre ellas no está Billie Nash.

Billie no es una mantis, es una buscona de estación con el aire, entre despampanante y desamparado, que le confiere la cheesecake Beverly Michaels apenas con estrategia de carterista dispuesta a engatusar a viajeros palurdos en las kilométricas trailways. Le falta casta y le faltan artes, porque la mantis no viaja, no incurre en la servidumbre de la deambulación ni de la persecución; al contrario, posee una residencia arácnida desde donde expande las redes de sus tejemanejes y adonde entrará entregado su abnegado admirador. La Billie de estación de autobuses, inquilina de cuchitril, seductora de babosos, camarera de rijosos es un retrato espurio de la hembra bífida, ofidia y glacial que te diría “Bésame, antes de morir”. Dicho cual, la película entretiene, con pocas pretensiones y menos presupuesto, y con el que Russell Rouse escenifica más que filma un melodrama (falta noche, claroscuro y fatalidad para ser noir) casi amable.
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alvaro
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7
21 de marzo de 2016
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Pierre Chenal, desconocido, por injustamente olvidado, pese a ser el realizador de un puñado de títulos del mejor negro francés, entre ellos la primera adaptación cinematográfica en 1939 de “El cartero siempre llamada dos veces” de M. Cain, además de ser capaz de conciliar una modesta producción con un resultado interesante como lo demuestra en esta “Feria de las quimeras”. Con aires del denostado realismo poético y ecos de la Bella y la Bestia y del mito de Eros y Psique, la película rezuma esa atmósfera insana e irreal que solo en los cuentos posibilita el entrecruce de la ingenuidad y lo perverso, ambiente muy logrado por Chenal a través de una iluminación expresionista y encuadres wellesianos -en particular en el tramo final-, donde Von Stroheim clava su papel de monstruo patético, redentor de una feriante lisiada encarnada por la gélida Madeleine Sologne. En una suerte de corte de los milagros, nadie es quien parece: los benefactores, los indefensos, los inocentes, los ciegos y los videntes juegan un lance ambiguo a favor de sus intereses que en sí mismos se tornan equívocos y fatídicos para ellos mismos. Tan interesante descubrirla como difícil de encontrar.
alvaro
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6
24 de mayo de 2024
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“La rebelde” es una historia de trianguló confinado. Con ecos, lejanos, de Tabu de Murnau y de la Monica bergmaniana y desde luego sin alcanzar las excelencias de “El cuchillo en el agua” (1962) “The chasers” (1959) o Jules et Jim” 1962, la película nos introduce en un argumento que discurre entre el drama costumbrista y el cuento a lo Perrault. Iniciada como una (falsa) rebeldía juvenil que se resuelve en una huida más agreste que bucólica, la peripecia se complica con la irrupción de ese elemento conocido como tercero en discordia.

Pero si narrativamente la película está bien construida, no ocurre lo mismo con el desarrollo caracterial de los personajes y con la dinámica psicológica a que podría haber dado el juego triangular entre los personajes
Calmar se apresura a definir inicialmente estos personajes, quizá estereotipados en exceso -como el bueno el feo y el malo-, sin otra alternativa que hacerlos una y otra vez insistir en un rol que acaba por renunciar a la expectativa y a la expectación y redirigirnos hacia un inesperado, por convencional, desenlace.

En conjunto, planea sobre el film una sensación de historia impostada toda vez que la rebeldía no es tal sino más bien el trasunto de las taras de los personajes, el romanticismo bobalicón y cegato del enamorado, la intrigante hospitalidad del sicalíptico anfitrión, la fingida moral de los interesados padres y, sobre todo, la “rebelde” Gerd (Liv Ullmann), una díscola exenta de conciencia de clase, de estatus, de género y cuyas inconstancias insinúan una personalidad entre lo bipolar y la personalidad límite: escapadas, robos, alcohol, sexo…y la inquietante escena del cuchillo.

Y si cierto es que estamos en 1957 y la moral (sí, sí, también la nórdica) modulaba los excesos reconduciéndolos hacia cauces de normalidad, no lo es menos que ya cuatro años antes el vecino Bergman había fascinado y escandalizado a Europa con la audaz y naturalista “Un verano con Mónica” (1953), más explícita pero también más honda.

En definitiva, la cinta pasa de lo sugerente a lo previsible, de lo transgresor a lo convencional y de prometerse interesante a resultar entretenida. Como aliciente extra valga una veinteañera y esbelta Liv Ullmann en su primer papel protagonista antes de recalar en la factoría Bergman.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
alvaro
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