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Críticas de Álvaro Navarro
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Críticas 48
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
9
10 de diciembre de 2018
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si a día de hoy me preguntaran quién es, en mi opinión, el director español que más cine de calidad ha aportado en el último lustro o década, mi respuesta no requeriría mucho tiempo de reflexión. Para mí no hay debate. Ese es Rodrigo Sorogoyen.
Desde su debut en la gran pantalla con la sorprendente, inteligente y elaborada Stockholm (Idem, 2013, España) -con unos Javier Pereira y Aura Garrido brillantes-, su crecimiento como autor ha sido exponencial. En 2016 ya compitió con algunos de los grandes realizadores nacionales como Alberto Rodríguez, Pedro Almodóvar o Juan Antonio Bayona por los principales premios del año, con un thriller de ritmo trepidante como Que Dios nos perdone (Idem, 2016, ESP), con algunas similitudes -salvando las distancias- con Se7en (Idem, David Fincher, 1995, USA). Solo un año después, se alzó con su primer busto de Goya con su terrorífico cortometraje, Madre (Idem, 2017, ESP), rodado íntegramente en un solo plano secuencia.
Probablemente, uno de los grandes atractivos de El reino, sea el oportuno momento en el que ha llegado. La corrupción es el pan de cada día en la prensa nacional -el caso Bárcenas, la trama Gürtel, los ERE de Andalucía- y poder vivir desde tan cerca cómo se gestan todos esos escándalos de los que tanto eco se hace en los medios es una auténtica experiencia muy meritoria que nos ofrece el realizador. La maquinaria de robar en las arcas públicas está tan desarrollada y evolucionada que su engranaje no echa en falta la ausencia de una de sus piezas. Y eso es lo que viene a representar el lema con el que se vende esta película: "los reyes caen; los reinos continúan".
Analizando un poco más en profundidad este intenso thriller, uno se percata de que no hay ningún personaje bueno. Todos son villanos y buscan salvar su propio pellejo o alcanzar la gloria personal a costa de otros. Nadie se salva en la criba. La soberbia, la avaricia, la ira, la gula, la envidia, la lujuria... Sus personajes bien podrían ser la personificación de todos y cada uno de los pecados capitales y esto está magistralmente representado por su brillante e interminable lista de intérpretes de primer nivel, partiendo de un sublime Antonio de la Torre en el papel protagonista, seguido de Nacho Fresneda, Josep Maria Pou, Ana Wagener, y sin olvidar las apariciones estelares de una gélida Bárbara Lennie y un descomunal Luis Zahera -quien por cierto será protagonista de uno de los mejores diálogos de la película-.
Desde el punto de vista técnica, llama la atención desde las primeras escenas esa incesante y taladrante banda sonora repetitiva que irá poniendo a prueba los nervios de acero con su ritmo de martillo pilón. Una fotografía bien estudiada, con muchos planos secuencia posteriores, efectos especiales que poco tienen que envidiar a los de la industria estadounidense... Pequeños detalles que si se van sumando, hacen pensar en que El reino estará a la cabeza de todas las quinielas para hacerse con un gran número de estatuillas en la próxima gala de los Goya en febrero de 2019 -que, por cierto, este año se desarrollará en Sevilla-. Un "must-see".
Álvaro Navarro
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8
10 de diciembre de 2018
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Entrado el siglo XXI, Tomm Moore sigue apostando por la tradicional manera de hacer animación en el cine. En un sector dominado por la informática de Pixar, Dreamworks y Walt Disney, da gusto comprobar que aún existen puristas de la animación que logren hacer frente al imperio hegemónico de las grandes productoras estadounidenses.
La mitología, aquellas historias que siempre han maravillado a los niños y creado incertidumbres en los adultos, es el preámbulo utilizado para construir un universo lleno de seres y leyendas del folklore de las culturas nórdicas (gaélica, feroés, islandés, escocés, etc.) perfectamente elaborados e introducidos en una historia que integra a las mil maravillas el mundo real con el de los cuentos y los sueños (o eso es lo que queremos creer).
Otro de sus grandes alicientes es ser consciente del placer que uno está sintiendo deleitándose con el estilo artesanal tan personal que tiene Tomm Moore de crear animación. Trazados sencillos pero muy cuidados, un gran surtido de colores y luces que harán de La canción del mar una experiencia maravillosa, entrañable y emocionante lleno de seres e historias que serán difíciles de olvidar.
Mis palabras no deberían ser en absoluto sorprendentes o inverosímiles, pues están más que respaldadas por los numerosos premios que ha ganado en la categoría de animación -Premios del cine Europeo, Festival de Gijón, Satellite Awards- además de las múltiples nominaciones a muchos otros galardones internacionales. Una ruta de festivales a la que ya se ha hecho asiduo Tomm Moore si le sumamos los éxitos cosechados con su opera prima, El secreto del libro de Kells (The secret of Kells, 2009, IRL).
Prepárate para sumergirte en un apasionante mundo mitológico lleno de color, seres inimaginables y toneladas de imaginación sin límites, del que no querrás salir nunca.
Álvaro Navarro
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9
10 de diciembre de 2018
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El cine nórdico siempre se ha caracterizado por la frialdad, crudeza y dureza con la que trata los temas de sus producciones. Incluso a la hora de desarrollar el género cómico, este suele tender generalmente hacia la sátira, cargada de un humor negro, con temas con los que para según quien es cuestionable bromear. Claramente se difiere de otras vertientes de cine europeo -principalmente las de los países mediterráneos- al no intentar hacer un cine fácil ni comercial, sino que pretende narrar historias humanas, verosímiles y trascendentales. Estos tres adjetivos cuadran perfectamente con la película de Joachim Trier.
El inexorable paso del tiempo ha sido un tema recurrente en las artes -¡ay! Juventud, divino tesoro- y el cine no iba a ser menos. Anders -interpretado por Anders Danielsen Lie-, un joven treintañero, acaba de salir de un centro de rehabilitación donde ha pasado los últimos años intentando recuperar la senda de su vida después de caer en el mundo de las drogas cuando estaba en el momento más álgido de su vida. Un chico inteligente, con un gran futuro profesional por delante, una pareja estable con la que planificaba el porvenir, un familia pudiente dispuesta a apoyarle en lo que hiciera falta... Como en el caso de muchas otras vidas anónimas, las drogas truncaron esa proyección. Los mejores años de una vida se esfumaron. Y uno vuelve al mundo real siendo consciente de todo lo que se ha perdido durante esos años desperdiciados y de que hay aspectos que ya son irrecuperables. El tiempo no espera a nadie.
Todo ha seguido su curso. Todo menos él. La gente ha continuado su vida. Nada se ha parado. Las calles y parajes sí son los mismos, pero sus amigos ahora tienen un trabajo y una familia. Su novia no quiere saber nada de él. Las reflexiones son inevitables y los monólogos y diálogos bien lo reflejan, con constantes referencias a los textos de Proust -autor de En busca del tiempo perdido-. En tan solo unas cuantas horas de un día 31 de agosto -la fecha no es aleatoria, sino que representa el final del verano- el espectador podrá darse cuenta de que por muchos esfuerzos que realice Anders, volver a encauzar su vida -tanto en lo personal como en lo profesional- con esos antecedentes será harto complicado. Nadie está dispuesto a arriesgar su actual estabilidad por alguien con un expediente con tantos tachones, independientemente de cómo sea esa persona ahora. El pasado pesa mucho.
Pero la culpa no es solo de todo lo de su alrededor. Anders ha perdido la capacidad de disfrutar de las cosas. Es un día de verano, con buen tiempo, en una ciudad preciosa, tiene una entrevista de trabajo, se va a reencontrar con sus amigos... Y, aún así, no es capaz de conectar con toda esa belleza que le rodea. Es esa sensación de vértigo al pensar en vivir. Cada paso es bordear el abismo.
Es cierto que, si uno quiere, puede ver en Oslo, 31 de agosto una película densa, que induce constantemente a la reflexión, resultando una mera apología de la filosofía en forma de ensayo visual. Todo eso es cierto. Y hay a quien le encanta -yo me incluyo en ese grupo-. Pero también es cierto que esa reflexión no es obligatoria y que si se esquivan esas entradas en el existencialismo, también se puede disfrutar desde muchos otros aspectos. La belleza de sus planos rodados íntegramente en 35 milímetros, la naturalidad de sus intérpretes, la sencillez de su transcurrir, son otras de las virtudes de esta obra ya considerada de culto que, guste o no, se quedará grabada en el subconsciente.
Álvaro Navarro
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8
10 de diciembre de 2018
2 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Avalada por las buenas críticos y los premios logrados en el Festival de Málaga (mejor película, dirección y actriz), me aventuré a entrar en una de las pocas salas que apostaron por proyectar esta pequeña gran joya del cine español moderno, cuyo mayor mérito es realizar un diagnóstico generacional cuasiperfecto.
Este objetivo no es algo nuevo en la -hasta ahora, corta- filmografía de la directora catalana, Elena Trapé, quien ya ocho años atrás intentó reflejar -aunque de forma algo menos exitosa- una generación adolescente actual en la época tecnológica y de las redes sociales, mediante su debut en la gran pantalla con Blog (Idem, Elena Trapé, 2010, ESP). En esta ocasión, en Las distancias se agradece una mucho mayor profundización en el aspecto psicológico de los personajes.
¿Qué significa la amistad hoy en día? Esa es una de las preguntas que se intenta responder durante el metraje. Un grupo de cuatro amigos vuelve a reunirse años después de finalizar la universidad. Aparentemente la amistad y la confianza entre ellos se halla completamente intacta. Poco a poco, la realidad irá saliendo a la superficie. El resultado es devastador.
Un elenco es capaz de transmitir la naturalidad necesaria para hacer que la obra sea trascendental por su carácter humano, con el que es fácil empatizar. Destaca por encima de todos, una magnífica Alexandra Jiménez encarnando a una embarazada con los sentimientos encontrados y un carácter cambiante e imprevisible. Acompañan el listado un Miki Esparbé que, a pequeños pasos, se va abriendo hueco y haciendo nombre en el panorama nacional del séptimo arte, y otros nombres algo menos conocidos -aunque no por ello de menor calidad- como Isak Férriz y Bruno Sevilla.
En definitiva, Elena Trapé ha logrado su propia versión española y actualizada de la Pequeñas mentiras sin importancia (Petit mouchoirs, Guillaume Canet, 2010, FRA) -que, aprovechando la ocasión, también recomiendo fervientemente- que arrasó en su momento en los cines franceses. Como pasa en muchas ocasiones, probablemente este título caerá en el olvido y no logrará los reconocimientos que posiblemente merezca; hecho imprescindible para poder ser etiquetada como "pequeña joya" que nombraré a cada persona que me pida una recomendación.
Álvaro Navarro
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7
10 de diciembre de 2018
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si juntamos las palabras "cine de terror" y "silla de ruedas", es inevitable que se te venga a la mente esta obra que a pesar de estar cerca de cumplir los cuarenta años desde su estreno, ha envejecido muy bien. Un clásico del género que funciona mejor como thriller que como terror.
Álvaro Navarro
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