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Críticas de Fco Javier Rodríguez Barranco
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Críticas 155
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
21 de enero de 2015
0 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ya es oficial: más allá de Lars von Triars existe vida cinematográfica en Dinamarca. Podría argumentarse que la magnífica película En un mundo mejor, de Susanne Bier Oscar a la mejor película extranjera en 2010, no es de Triars, sin embargo, gran parte de la crítica coincide en que Bier sí pertenece a la escuela cinematográfica que el director de Melancolía representa en su país.

La historia de Secuestro (2012), de Tobias Lindholm, como su propio nombre indica, es la historia de un secuestro, concretamente en el Océano Índico de un barco danés por piratas somalíes, lo cual es un fenómeno relativamente reciente y que hasta ahora no ha dejado mucha huella en el cine. De hecho, he buscado títulos en internet sobre ese tema y tan sólo he encontrado la norteamericana Capitán Phillips (2013), de Paul Greengrass, que es un año posterior a de Lindholm, lo que permite a Secuestro la frescura de una opción nueva.

Antes de esta película, Lindholm había rodado R, que se trata de un drama carcelario, de donde cabe inferir su predilección por las situaciones límite.

Con todo, la acción de Secuestro es bastante limitada: ni siquiera se ofrecen imágenes del abordaje del barco capturado. Básicamente toda la película consiste en la negociación que se establece para liberar a los rehenes y barco, porque hacia donde el director dirige su cámara es a los perfiles psicológicos de los dos principales protagonistas: Mikkel, el cocinero del barco, y Peter, el director ejecutivo de Orion Seaways, la empresa a la que pertenece la embarcación.
Pero particularmente interesante me parece la dinámica de contrarios, de la que ya hemos mencionado la primera: Mikkel y Peter. Pero hay otras muchas oposiciones, como la básica de los mundos a los que pertenece cada una de las partes actuantes: la opulencia burguesa en Copenhague y la miseria absoluta de los secuestradores; el calor del matrimonio en el caso de Mikkel frente a la frialdad del de Peter; los secuestradores y los secuestrados; el negociador danés, Peter, y el somalí, Omar; la diferencia entre los secuestradores, en sentido estricto, y su negociador, que nunca se considera un pirata más, sino un traductor; el negociador danés y el experto en este tipo de negociaciones, que le asesora; la negociación con unos empresarios japoneses y la negociación con los secuestradores africanos; los sentimientos humanitarios frente a la voracidad mercantilista; la libertad y el secuestro; la esperanza y la desesperación, la cordura y la insania; la serenidad del mar y la angustia de los capturados; el colegueo ocasional, sí, sí he dicho colegueo, de los secuestradores con los secuestrados; la tierra firme y el mar; etc.

Toda la película, pues, se construye sobre un entramado de dualidades, que es lo que verdaderamente le interesas destacar a Lindholm, intensificado todo ello por la elocuencia de unas escenas que te cuentan muchas cosas en imágenes. El final, por ejemplo, que no voy yo a desvelar aquí ahora, es todo un ejemplo de narración fotográfica.

Y quiero destacar, por último que acostumbrados como estamos a los hombres excepcionales que resuelven las situaciones más imposibles por sí solos en el cine más comercial anglosajón, la película de Lindholm se desarrolla en las márgenes de lo creíble, lo cual se agradece bastante, y sin hacer concesiones a las emociones de escaparate. Hondura en los sentimientos, más bien.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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8
17 de enero de 2015
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hace algún tiempo escuché a Andrés Aberasturi comentar en radio que All That Jazz (1979) de Bob Fosse es una de esas películas que no le dejan a uno indiferente, que cuando uno sale de verla piensa: “Caramba, yo no soy el mismo. Yo he cambiado”. Y es que el monumental largometraje de Fosse somete al espectador a una experiencia que trasciende con mucho el mero placer estético que la música de calidad produce.

Y es probable que en ese momento Fosse no fuera consciente de ello, y lamentablemente no pudo comprobarlo en vida, quizá desde su paraíso de jazz haya podido asistir a ello, pero a partir de su película, los cineastas fueron acercándose a la música con una actitud diferente, con un enfoque mucho menos edulcorado de lo que había sido habitual hasta entonces.

Amadeus (1984), de Milos Forman, nos ofrece una imagen totalmente iconoclasta de uno de los nombres por excelencia de la música clásica: nada menos que Wolfgang Amadeus Mozart, quien era tan pobre, que sólo tenía sinfonías. Sin embargo, ha sido el siglo actual, del que acabamos de iniciar el decimoquinto año, el que no está dejando una lista relevante de filmes en los que la música pierde ese carácter idílico que le ha caracterizado secularmente y, en ese sentido, parece que el piano goza de particular predilección entre los realizadores.

Así, en La pianista (2001), de Michael Haneke, conviven con total naturalidad la exquisitez interpretativa de una profesora de un conservatorio con la pasiones más escatológicas; El pianista (2002), de Roman Polanski, regresa al horror del holocausto nazi; La última nota (2006), también conocida como La pasadora de páginas, de Denis Dercourt, es un thriller en toda regla: la historia de una venganza calculada con el virtuosismo con que se interpreta a Chopin, por ejemplo; Cuatro minutos (2006), de Chris Kraus, se desarrolla en una ambiente carcelario, con una violación paterna como telón de fondo. Y he mencionado hasta ahora sólo directores europeos. También hemos asistidos a comedias durante estos años, como Los niños del coro (2004), de Christophe Barratier, o El concierto (2009), de Radu Mihaileanu, pero esa visión desmitificadora de los grandes iconos de la música clásica me parece muy significativa de que una nueva mirada se extiende sobre ella, al menos desde el así llamado Séptimo Arte.

Si cruzamos el Atlántico, el cine en habla hispana nos ofrece dos magníficos ejemplos de la música utilizada para otros fines, como la mejicana El violín (2006), de Francisco Vargas, donde dicho instrumento se convierte en un instrumento guerrillero; o la película colombiana Los viajes del viento (2009), de Ciro Guerra, en la que la habilidad para tocar el acordeón e improvisar coplas constituye una auténtica maldición.

Llegamos así a los EE UU, entre cuyas producciones de los últimos años destacan dos a los fines que persigo en este artículo: Copying Beethoven (2006), de Agnieszka Holland, donde el gran monstruo de la música clásica se nos muestra como lo hubiera visto su ayuda de cámara, si es que el compositor de Claro de luna, hubiera tenido un ayuda de cámara, es decir, totalmente desmitificado, y humillando además a Anne Holz en su deseo de convertirse en compositora, un personaje que ha suscitado dudas acerca de su existencia real. Esta peli, al menos, se cierra con la tesis de que la música es la lengua que utiliza dios para hablar a los hombres, si es que dios existiera. Mucho más descarnada, y mucho más próxima a la trama de Whisplash, es Cisne negro (2010), de Darren Aronofsky, donde el afán de perfección de una bailarina clásica se resuelve trágicamente.

Todo un glosario de acercamientos osados a lo que se considera la música culta, la música equilibrada, la música perfecta, al que ha querido incorporarse Whiplash (2014), de Damien Chazelle, ambientado esta vez en el swing de una banda de jazz. Ay, ay, ay, con lo placentero que resulta siempre escuchar a las big bands de Duke Ellington o Count Basie.
Pero nada que ver con el duque o con el conde Terence Fletcher, el director interpretado por J. K. Simmons, cuya crueldad pedagógica, muy poco didáctica, por tanto, se autojustifica en la búsqueda de la perfección y más allá, padecida en este caso por el jovencísimo Andrew Neiman, interpretado por Miles Teller.

Con todo, resulta curioso que, girando todo como gira alrededor de una banda de jazz, lo que verdaderamente se pretende es conseguir la sublimidad individual y por ello nombres como Louis Armstrong, pero sobre todo Jo Jones, Charlie Parker y, por supuesto, Buddy Rich, apodado “El monstruo” son las referencias constantes en este filme, plenamente justificado el último puesto que se trata de un batería el protagonista del largometraje de Chazelle, y se construye la trama sobre el tema “Caravan”, un argumento que, por otro lado, no es excesivamente complejo, sino que, una vez más, lo que verdaderamente interesa es la construcción de los personajes, que en este caso se hace mediante el duelo interpretativo entre Fletcher y Neiman.

Mucho negro y tonos metálicos en la fotografía para intensificar las situaciones y una pregunta le surge al espectador: ¿cuánto de creatividad o de enfermedad hay en esa obsesiva búsqueda de algo que excede con creces la mera perfección? Dos son la palabras que más daño han hecho a la música, en opinión del Fletcher: “buen trabajo” (“good job”, tal y como se escucha en la versión original).

Osadía en el planteamiento: nada menos que emociones desgarradas sobre la suavidad de un swing teóricamente amable; y fiereza en las actitudes en Whipash. Intensidad, dramatismo y hasta ahí puedo afirmar, porque para la pregunta que acabo de plantear, yo desde luego no tengo respuesta.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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9
15 de enero de 2015
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me permito citar a Monterroso en un conocidísimo relato hiperbreve: “Cuando despertó el dinosaurio, todavía estaba ahí”. Imposible mayor concisión. Ahora bien, ¿y si las cosas fueran realmente así? ¿Y si los dinosaurios siguieran vivos en otra realidad que no sea otra, sino ésta misma? Quizá ellos se sintieran igual de impresionados al ver un ser humano, que nosotros al ver un saurio gigante.

Poco más o menos eso es lo que se plantea en Coherence, sin dinosaurios, claro: sólo seres humanos. Se trata de un filme norteamericano de 2013 dirigido por James Ward Byrkit, con guión suyo y de Alex Manugian, galardonado precisamente en esta categoría, Mejor Guión, en el Festival de Sitges de 2013. En todo caso, magnífica la actuación del elenco de actores, y de manera especial Emily Baldoni.

Yo creo que todos conocemos la experiencia de un cuarto de espejos en el cual las imágenes de uno mismo se repiten hasta el infinito. Son muy corrientes en los probadores de ropa. Ahora bien, ¿y si no todas las reproducciones de uno mismo fueran idénticas? ¿Y si existieran diferencias en cuanto a los colores, por ejemplo? ¿Y si no todas las repeticiones de ese ser humano que soy yo mismo guardaran entre sí una relación de atracción-repulsión, es decir, que no todas las imágenes congeniaran entre sí? En el mundo donde creemos vivir sería imposible. Pero únicamente en el mundo en que creemos vivir, pues tan sólo sería necesario un cometa lo suficientemente próximo a la Tierra para que se rompiera la coherencia, para que se desbaratara esta ficción de realidad, valga la redundancia, en la que necesitamos vivir. Ficciones de realidad. Ficciones de seguridad. Para mayor credibilidad, los personajes en la película tienen los mismos nombres que en la vida real.

Y no quiero arruinar más el disfrute de ciencia-ficción, con más dosis de ciencia que de ficción. Espejos rebeldes, en definitiva, que desautorizan los postulados de la Física clásica.

Pero si nos movemos en el ámbito de los cuartos de espejos, la referencia a Jorge Luis Borges es preceptiva. Recordemos, por ejemplo, "El jardín de los senderos que se bifurcan", dentro del libro Ficciones, y que consiste en una narración donde se enfrenta al lector con la noción de infinito o eternidad que se articula sobre la ilimitada repetición de los hechos: “El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado”.

El futuro, por lo tanto, como repetición infinita del pasado, imagen uno del otro sobre un punto especular, al que hemos de considerar como el presente de todas las acciones, y así lo colegimos del propio texto: "Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora". De este modo, alcanzamos dos de los grandes temas del pensamiento borgiano: el tiempo y los espejos, que en pocos relatos como éste aparecen tan directamente relacionados: el futuro no es más que la repetición infinita del pasado, gracias a la sucesión ilimitada de los momentos del presente, de la misma manera que la imagen de un objeto o una persona situada en un cuarto de espejos se repetirá infinitamente.

Y si de la coexistencia de realidades diferentes hablamos, resulta igualmente inevitable recordar al gran compañero de Borges en sus iniciativas literarias, Adolfo Bioy Casares, quien en “La trama celeste”, dentro del libro homónimo, plantea la pluri-realidad, o multiplicidad de posibilidades, dado que asistimos en este relato a una situación en la que un aviador, el capitán Morris, realiza una serie de acrobacias aéreas que azarosamente coinciden con los pases: “Abrí el diccionario de Kent; en la palabra pase, leí: "Complicadas series de movimientos que se hacen con las manos, por las cuales se provocan apariciones y desapariciones". Pensé que las manos tal vez no fueran indispensables; que los movimientos podrían hacerse con otros objetos; por ejemplo, con aviones”.

Morris y su avión despegan de un Buenos Aires, digamos, estándar, realizan una serie de movimientos en un determinado esquema y aterrizan en otro Buenos Aires de otro mundo, donde, por ejemplo, "no existía Gales y donde existía Cartago". De este modo, nos hallamos en una dinámica que se explica en L'Eternité par les astres, de Blanqui: "habrá infinitos mundos idénticos, infinitos mundos ligeramente variados, infinitos mundos diferentes. Lo que ahora escribo en este calabozo del fuerte del Toro, lo he escrito y lo escribiré durante la eternidad, en una mesa, en un papel, en un calabozo, enteramente parecidos". Infinitos mundos iguales, ligeramente diferentes, porque quien sucesivamente aparece y desaparece en el relato de Bioy de ese Buenos Aires, al que por simplificar denominaremos normal, no es exactamente el mismo Morris: "En varios mundos casi iguales, varios capitanes Morris salieron un día (aquí el 23 de junio) a probar aeroplanos. Nuestro Morris se fugó a Uruguay, o al Brasil. Otro que salió de otro Buenos Aires, hizo unos "pases" con su aeroplano y se encontró en el Buenos Aires de otro mundo".

Descartemos, pues, la soberbia de creernos únicos y atrevámonos a considerar otras imágenes diferentes de nosotros mismos conviviendo en esta realidad ¿Por qué no? Al fin y al cabo, no todos los días pasa un cometa tan cerca de la Tierra que nos sitúe enfrente de otros yos, no necesariamente agradables.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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10
13 de enero de 2015
4 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
La gran belleza, Oscar en 2014 a la mejor película en habla no inglesa, sitúa al espectador ante todo un glosario de posibilidades estéticas, como la fotografía, el teatro, la pintura, la escultura, etc. Pero sobre todo lo que subyace es una mirada escéptica, melancólica, acerca de la caducidad e inconsistencia de la vida o las opiniones humanas. El protagonista, Jepp Gambardella, magníficamente interpretado por Toni Servillo escribió un ambicioso libro hace 40 años, El aparato humano, y desde entonces ha conseguido un altísimo nivel de vida como periodista en una prestigiosa revista de arte, entendido el arte en su acepción más extensa. Desde esa primera novela juvenil, Jepp ha querido, infructuosamente escribir la gran novela sobre la nada. Se consuela pensando que Flaubert también se lo propuso y fracasó, lo que nos sitúa ante una referencia literaria, entre otras muchas que podemos hallar en La gran belleza: Proust, Turgeniev, Dostoievski, D’annuzio o el mismísimo Shakespeare, además del ya mencionado Flaubert. Jepp Grambella, deambula, pues, junto al Tíber u observa la vida desde su lujoso ático en la proximidad del Coliseo con actitud escéptica, pero escepticismo con un toque irónico: descreimiento burlón. “Tan sólo este menú es importante”, comenta en un restaurante Jepp a Ramona; o en esa misma cena, cuando Ramona le pregunta lo popular que él es, responde que eso es una receta segura para la infelicidad. “¿Por qué?”, insiste ella, “Por qué soy decepcionante”, asegura el escritor.

Pero no sólo el ser humano nos sorprende con su realidad, sino que todo eso acontece en la ciudad eterna, una de las ciudades más bellas del mundo, si no la más, pero “Roma es decepcionante”, afirma con toda intención Romano, cuyo nombre, obviamente tampoco es casual, justo cuando acaba de conocer el éxito como autor teatral. “Todo es truco” afirma un mago, capaz de hacer desaparecer una jirafa. Todo es falso, intrascendente, relativo.

En La gran belleza encontramos la soledad del hombre ante otros seres humanos o en su compañía, incluso compañía bulliciosa. La soledad del hombre ante el arte. La soledad del hombre ante la degradación, física o moral. La soledad del hombre ante el sexo, cuando el sexo es uno de los grandes alivios para la acedia insana, según sostuvo Robert Burton en Anatomía de la melancolía, un manual de principios del siglo XVII. La soledad del hombre ante las grandes preguntas. “Me encantan estos trenecitos”, afirma Jepp refiriéndose a las cadenas de bailarines, habituales en las fiestas y celebraciones de todo tipo. “Porque no llegan a ningún lado”, culmina su comentario. Y por supuesto, muchísima añoranza de la juventud y sentimiento de vejez en la actualidad.

La presencia del río, como gran metáfora del paso del tiempo, donde sin duda los ejemplos más conocidos son el todo fluye, de Heráclito, o las coplas dedicadas a la muerte de su padre, del castellano Jorge Manrique, es crucial. Por eso, no son escasas las apariciones del río, en particular, o del agua, en general, pues abundan las escenas ambientadas en el mar, lo cual vincula La gran belleza con la iconografía milenaria sobre la melancolía, donde el agua, efectivamente, es símbolo habitual de la tristeza mórbida, de lo que existe numerosa bibliografía y entre ella muy destacable es el estudio de Klibansky, Panofsky y Saxl, Saturno y la melancolía. No en vano, Jepp cree ver el mar en el techo de su habitación: cuando está acostado se imagina que se halla bajo la superficie del agua y lo mismo intenta que consiga Ramona: incluso los títulos de crédito, diseñados como un paseo fluvial bajo los puentes del Tíber.

Por otro lado, si esta producción se erige como compendio de actividades creativas, no podía estar fuera de ella el cine entre cuyas referencias destacan: Visconti, y concretamente su magistral Muerte en Venecia, que se hallan en el tono decadente general de la obra de Sorrentino y en la mirada apenada a la infancia: “Todos necesitamos que alguna vez nos recuerden el niño que fuimos”, manifiesta la directora de la publicación donde trabaja Jepp; el surrealismo de Buñuel, que puede detectarse en la presencia de una enana, la recién citada jefa de Jepp, así como en una bandada de flamencos que, de repente, hace escala en el ático de Jepp, con el Coliseo como telón de fondo; y el magisterio de Fellini, que rodó Amarcord para recordar su niñez, es muy evidente, hasta el punto que la película de Sorrentino ha sido considerada como una versión contemporánea de La dolce vita. Así, podemos apreciar en La gran belleza, por ejemplo, el descerebramiento de las relaciones humanas que inunda el filme del realizador de Rimini, o el tono anticlerical en detalles como un cardenal, papa in pectore, cuyos principales méritos parecen ser las recetas culinarias y a quien también vemos columpiarse infantilmente en la soledad de la campiña. Por fin, otro detalle que apunta a Fellini es la presentación de una futura santa, una misionera de 104 años, que recibe el homenaje de los representantes de todas las confesiones religiosas, incluidas las animistas, sentada en un butacón de mimbre, que recuerda al utilizado por Sylvia Kristel en Emmanuelle.

“Tú y yo ¿nos hemos acostado alguna vez?”, pregunta Jepp a Steffania, una revolucionaria de reality shows, casada y madre de cuatro hijos. “No”, reponde ella. “Estupendo. Asi tenemos algo interesante que hacer en el futuro”. Lo que me parece una perfecta síntesis de todo lo que he comentado más arriba: nostalgia, decadencia, escepticismo, vacío, perennidad, pero endulzado por comentarios ingeniosos en una inagotable sucesión de imperecederos diálogos. Y es que la película de Sorrentino, aunque rezuma melancolía por todos sus poros, siempre constituirá un bálsamo estético.

La gran belleza de la soledad, pues, o quizá la vida consista precisamente en regresar a la soledad original.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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6
11 de enero de 2015
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con lo que me gusta a mí el mes de julio, precisamente por el calorcito y por algunos cumpleaños especialmente queridos que se celebran en él y ahora viene Jim Mickle y dirige una película, basada en la novela homónima de Joe R. Lansdale. Al menos el filme se deja ver.

Así, Frío en julio, aunque formara parte de la sección oficial del Festival de Sitges, es un thiller, un género que alcanzó su momento de esplendor en los ochenta y primera mitad de los noventa. A nadie se le escapan títulos como Instinto básico (1992), de Paul Verhoeven, Falso testigo (1987), de Curtis Hanson, Malicia (1993), de Harold Becker, Fuego en el cuerpo (1981), de Lawrence Kasdan, o Atracción fatal (1987), de Adrian Lyne, entre un larguísimo etcétera. Particularmente interesante me parece la novela Prisioneros del cielo, de James Lee Burke, de la que se hizo una película homónima en 1995, con Alec Baldwin en el papel del atormentado detective Dave Robicheaux, al fin y al cabo, como he leído en alguna ocasión, los buenos de la novela negra norteamericana son malos que se han cansado de serlo. Pero esta película, si se ha distribuido en España ha debido ser de manera muy tímida, puesto que no recuerdo haberla visto en nuestras carteleras. La novela sí que la he leído. Incluso Christopher Lambert se permitió un pinito en Jaque al asesino (1992), de Carl Schenkel, que tiene su puntito breathtaking, he de reconocerlo. Tan sólo aceptable, sin embargo, me parece Labios ardientes (1990), de Dennis Hopper, con Don Johnson, del que hablaremos luego.

Pero un buen día los trailers de las películas dejaron de ser interesantes y poco más o menos a partir de ese momento, el thiller decayó, al menos en Estados Unidos, y otro género afín, el cine de terror, de alguna manera recogió el testigo, puesto que ha conocido en las dos últimas décadas un desarrollo espectacular. Así, de 1995 a nuestros días, quizá se salve Killing me softly (2002), de Chen Kaige, hemos de buscar buenos thrillers en otras sensibilidades con largometrajes como Tesis (1996), de Alejandro Amenábar, La desconocida (2006), de Giuseppe Tornatore, y por supuesto, El secreto de sus ojos (2009), de Juan José Campanella.

Por eso, y a pesar de que ofrece una versión subversiva del mes de julio en el hemisferio norte, es muy de agradecer una película como la de viene Jim Mickle, que me dispongo a comentar en este momento, como último botón de muestra de lo que durante muchas décadas ha sido una de las principales manifestaciones cinematográficas.

Adolfo Bioy Casares, un escritor argentino al que no me canso de leer, y que dirigió junto con Borges una colección de novelas policiales en la editorial Emecé, mantenía que la principal diferencia entre la novela policial británica y la americana es que aquélla es más, digamos, sutil, algo así como un desafío a la inteligencia, con muertes, que si pueden ser no sanguinarias, mejor que mejor, lo cual no sucede, desde luego en la escuela norteamericana donde las más bajas pasiones se dan cita, y por ello alcohol, asesinatos sangrientos y sexo son denominadores comunes de estas novelas. Con otras palabra, y si bien Bioy prefería la escuela británica, considero que la textura de la norteamericana es mucho más humana, desde el punto de vista menos edificante, por supuesto. El lado oscuro de la humanidad, también llamado thriller, pues en definitiva se trata de esto.

Y ya que mezclamos novela y cine negros, que se reclaman mutuamente, me resulta muy curioso el escaso prestigio de esa narrativa entre los eruditos de la literatura y la veneración de esos largometrajes entre los cinéfilos. De lo segundo me alegro, de lo primero no tanto.

Pero a lo que vamos, Frío en julio comparte con ese género las situaciones límite de los protagonistas, que les llevan a posiciones psicológicas extremas. Son pasiones, grandes pasiones humanas, las que dirigen los movimientos: la vida y la muerte (violenta) de los sujetos que aparecen en el filme. No menos thríllica es la posición ambigua de la policía, así como la encarnadura analógica en que se desarrolla la acción, puesto que, como todo se desarrolla en 1989, es muy gratificante la recuperación de la tecnología predigital: el VHS, los teléfonos fijos y de monedas, los coqueteos iniciales con la telefonía móvil mediante esos aparatos de gigantescas baterías que no cogían nunca cobertura, etc.

El inicio de la película, asimismo, podría también adscribirse a lo esperable, pero luego el argumento cambia de rumbo constantemente y todas las convenciones sobre este tipo de largometrajes se desmoronan. Por lo tanto, una vez establecidos los primeros compases, nada será lo que parece, y de ahí que la posición de unos personajes con respecto a los otros experimente significativas variaciones de rumbo.

Si nos estamos moviendo en el tipo de película que nos estamos moviendo, el sexo ha de ser un elemento esencial en el desenlace de la acción, y en efecto lo es, pero no voy a decir aquí cómo, sino tan sólo señalar que las derivaciones sexuales de esta película no son las habituales del género.

De hecho, tres son los hombres sobre los que se construye la historia, interpretados por Michael C. Hall, a quien hemos visto en Dexter y A dos metros bajo tierra, que interpreta a un padre de familia en cuya casa entra un ladrón; Sam Shepard, con una dilatadísima carrera, que interpreta a un ex-convicto que ve enterrar a su hijo; y el ya mencionado Don Johnson, que interpreta a un detective privado made in Texas y hace de Don Johnson, si bien en esta ocasión añade a su hieratismo habitual algún registro cómico, según ya apuntaba en Django desencadenado, dentro de una carrera jalonada por grandes paréntesis.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Fco Javier Rodríguez Barranco
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