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España España · Barcelona
Críticas de polvidal
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Críticas 348
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
4 de marzo de 2015
10 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
7 vidas. Aída. Fuera de carta. Que se mueran los feos. Nacho García Velilla está tan ligado a la comedia como lo está a Javier Cámara y Carmen Machi, dos de sus actores fetiche. En Perdiendo el norte pasan a un segundo plano, como padres de un protagonista obligado a emigrar a Alemania en busca de una oportunidad laboral. Dejan hueco a otros nombres, como los cabezas de cartel Yon González y Julián López. Pero se les echa de menos, como también se echa en falta el humor disparatado y gamberro que define la filmografía de Velilla y que aquí también da paso a otros géneros menos logrados, el de la crítica social y el drama.

La intención de denunciar el lamentable estado de nuestro país a través de la comedia es muy loable. Con el paro juvenil por las nubes, la inversión en investigación bajo mínimos y un retorno a la emigración como medio de subsistencia, el retrato de la llamada generación perdida se hacía necesario. Y más utilizando el recurso inteligente del humor. Pero el mensaje en Perdiendo el norte es tan evidente, tan poco sutil, que pierde fuerza. No hacía falta poner en boca de los personajes lo mal que lo está haciendo el gobierno o el retroceso histórico que está sufriendo nuestra sociedad. La trama hilarante debería hablar por sí sola.

El otro gran género todavía más incrustado con calzador es el que protagoniza José Sacristán. Sus recuerdos y la evolución del personaje introducen una subtrama dramática que desentona por completo con el tono que debió perseguir la cinta, convirtiéndose así en una comedia a medio gas que busca llegar a un público familiar. Justo lo que lo que persiguen ciertas telecomedias, tan del agrado de una cadena para todos los públicos como Antena 3, productora de la película.

Lástima que ese gusto cada vez mayor por llegar a una audiencia más amplia rebaje la mordacidad de una comedia que podría haber encadenado carcajadas sin problema. Material no le faltaba. Todos y cada uno de los actores cumplen sobradamente con su cometido. El esfuerzo de rodar en una ciudad como Berlín queda recompensado con preciosos planos de situación. Incluso el argumento plantea grandes situaciones de enredo, diluidas en cierta manera por esa búsqueda incesante del carácter amable.

Aún así, Perdiendo el norte guarda un par de escenas desternillantes –como la que protagonizan un par de cuernos de asno- y emocionante –el beso frente al muro de Berlín-. También alguna que otra vergonzosa –ese momento caca, culo, pedo, pis-. Un mejunje de chistes más o menos ingeniosos que recuerda en cierta manera a otra cinta de humor descafeinado –y gran hit de la temporada pasada- como Ocho apellidos vascos. Dos dignos esfuerzos por revitalizar la comedia romántica española pero que no han logrado superar en audacia y talento a la que sin duda es la obra cumbre del género en nuestro país: 3 bodas de más.
polvidal
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6
2 de marzo de 2015
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sobre el hombre pesa una enorme responsabilidad dentro del imaginario familiar. La sociedad le presupone unos atributos –protección, entereza, valor- ante los cuáles sólo cabe responder sacando pecho. Sin flaquezas. Derrochando hombría. Rara vez se invierten los papeles. Todavía hoy, el sexo masculino sigue acatando por imperativo social un rol que enaltece su virilidad, que enorgullece su propio ego. Pero, ¿qué ocurre cuando el varón no responde a los cánones preestablecidos, cuando se muestra incapaz de asumir esa carga de seguridad y de estabilidad emocional en la pareja?

Es la hipotética situación que materializa el sueco Ruben Östlund en Fuerza mayor y que incluso en pantalla resulta inaceptable. ¡Un hombre abandona a su mujer y a sus hijos pequeños para refugiarse de un alud! Inadmisible. Intolerable. Bochornoso. Cobarde. Resulta casi instintivo ponerse en la piel de la pobre y afligida esposa, víctima de un marido que, ante una situación de emergencia, reacciona a la contra, poniendo en entredicho sus sentimientos y desestabilizando por completo la estructura de su hogar. Un refugio donde el derrumbamiento no es opción para hombres.

La cinta plantea un debate en platea que todos y cada uno de los personajes van desmigajando durante el metraje. Los hay que lo verbalizan directamente –como la propia afectada-; los que prefieren ocultarlo –evidentemente, el marido-; los que desenfundan las excusas –como el esforzado amigo- y, mucho más interesante, los que exteriorizan sin mediar palabra. En la figura de los dos pequeños, con un instinto inmejorable para interpretar la realidad, y del señor de mantenimiento del hotel, con esa mirada condenatoria, se ejemplifica perfectamente el gusto del director por los detalles.

Porque Fuerza mayor no es una película en la que un hecho en principio banal desencadena un desenfrenado conflicto verbal –como ocurre, por ejemplo, en Un dios salvaje, de Polanski- o una batería de inesperadas reacciones –como en la serie The slap-. Aquí los acontecimientos se suceden a ritmo de quitanieves y de Vivaldi, con la misma mirada hipnótica con la que uno observa descender los copos de nieve. Con un halo de misterio que vaticina tragedia, planos asépticos y fijos que marcan distancia, que sugieren más clímax de los que la cinta finalmente proporciona.

De ahí que cuando estallan los sentimientos, en uno de los pocos arranques del filme, la escena resulte un poco chocante, incluso grotesca. Tantos esfuerzos visuales para recrear un contexto gélido y claustrofóbico, con magníficos planos a vista de esquí o entre la niebla, deberían haberse invertido también en la construcción de un protagonista que, finalizado el metraje, todavía desconocemos si merece nuestra empatía o todo nuestro desprecio. Desconcertante planteamiento sobre el que el director prefiere no adoctrinar.
polvidal
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8
25 de febrero de 2015
132 de 153 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hace una semana, se estrenaba en Antena 3 Bajo sospecha, la que prometía ser una de las series de la temporada, a juzgar por las alabanzas de buena parte de la crítica. Comparada con producciones del mismo género como Broadchurch o The Killing, el piloto enseguida denotó las mismas flaquezas que suele arrastrar la ficción televisiva española: planteamiento inverosímil, errores flagrantes de casting y una puesta en escena mediocre. Un producto correcto, decente, pero sin ningún tipo de ambición internacional.

Una semana más tarde, TVE decidía enfrentar el éxito de Antena 3 con su gran apuesta de ficción para este año, El ministerio del tiempo. Y en ese momento, expuestas las dos en el prime time de los martes, se produjo el milagro, la reacción espontánea, unánime y entusiasta del público en las redes sociales. Por fin una serie española decidía arriesgar en su argumento sin provocar vergüenza ajena. Por fin una ficción patria de la que sentirse orgulloso. Al fin la mirada puesta en un horizonte más lejano que el del espectador perezoso y conformista.

Los viajes en el tiempo son un recurso tan explotado en las series de medio mundo que El ministerio del tiempo corría el grave peligro de morir por comparación. Sin embargo, Javier y Pablo Olivares, los creadores de esta valiente osadía, han conseguido que la fusión entre ciencia ficción e historia resulte novedosa y entretenida, sin imponerse los límites propios de nuestra encorsetada ficción y arriesgando con una mezcla de géneros que, sorprendentemente, ni chirría ni avergüenza.

Saltar del chiste garbancero a un humor más inteligente no es tarea fácil, y más en un contexto ambicioso que quiere abarcar tantos géneros sin morir en el intento. Pero cuando el personaje que interpreta Salvador Martí, uno de los altos cargos de este inédito ministerio, suelta la frase “Somos españoles, ¿no? Improvisen”, enseguida nos descubrimos ante un panorama distinto, capaz de unir un támpax o un teléfono móvil con el siglo XIX sin obligarnos a apartar la mirada del televisor.

Pero para que un guión tan insólito luzca como se merece hacía falta un buen reparto que lo dotase de la credibilidad necesaria. Encomiable la labor de casting, que ha huido de los rostros de moda y ha conseguido un grandioso trío protagonista: Rodolfo Sancho, Aura Garrido y Nacho Fresneda. Hasta un fichaje tan cuestionado como el Cayetana Guillén Cuervo acalla las bocas y adopta a la perfección el tono de la serie, que tan fácilmente podía haber caído en la parodia.

La serie parece que ha optado por un sistema procedimental. Cada semana viajaremos a un episodio distinto de la historia de España. Lo que en un principio podría provocar pereza, una estructura previsible y fotocopiada, lo solventan sus creadores con tramas seriadas muy estimulantes, como esa alteración de los acontecimientos para salvar la vida de la novia del protagonista o la presencia de una perfecta villana: Natalia Millán.

Pero si El ministerio del tiempo quiere huir de lo predecible, conviene que siga la estela del piloto, plagado de sorpresas y giros. La aparición repentina de una puerta que permita viajar al futuro o la llegada de una nueva orden ministerial que autorice a modificar hechos traumáticos del pasado son posibles vueltas de tuerca que enriquecerían, sin duda, el rumbo de la serie. Porque, aunque algunos directivos de RTVE seguramente opinen lo contrario, la historia de España sí podría mejorarse.

Con una parrilla pública amordazada desde primera hora hasta el late night, ¿se atreverán los guionistas de El ministerio del tiempo a abordar hechos históricos más recientes y peliagudos como la guerra civil, el terrorismo etarra o el 11M? Si la serie quiere volverse más compleja y sugerente, debería hacerlo. De momento, nos conformamos con el mérito de haber proporcionado un gran soplo de aire fresco a la historia de la ficción televisiva española.
polvidal
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5
20 de febrero de 2015
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Existe el cine bélico –o antibélico-, que describe con más o menos distanciamiento el fragor de una batalla, y, por otro lado, un subgénero mucho menos imparcial, claramente partidista y adoctrinador, que es el cine propagandista. Es el que utilizaban con descaro los regímenes totalitaristas pero también es el que siguen empleando de manera más sibilina las pequeñas, medianas y grandes potencias para justificar sus intervenciones militares. Es muy fácil de identificar. En su planteamiento sólo existen dos bandos, el de los buenos frente a los malvados. Sin excepciones ni medias tintas.

Clint Eastwood se ha convertido paradójicamente en el vivo ejemplo de estas dos maneras diametralmente opuestas de representar la guerra en el cine. Hace nueve años, Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima formaban un magnífico díptico en el que cada uno de los dos bandos de una batalla de la segunda contienda mundial tenía su propia voz. Un ejercicio admirable de empatía y a la vez de distanciamiento frente a un conflicto histórico. Esa objetividad se ha roto en mil pedazos en cuanto el director ha querido reflejar una guerra mucho más cercana, todavía abierta, como la que mantiene su país (y el nuestro) con Irak. El francotirador apunta directamente al mundo islámico y sin flaquear. Son el enemigo a batir.

Este cambio de rumbo tan radical en su ideología nos hace temer por la bipolaridad de Eastwood o, lo que es aún peor, que el que hasta ahora considerábamos como un director comprometido nos mantuviera engañados y en realidad nunca haya experimentado la sensibilidad que destilan algunas de sus obras. Porque nada que ver con Los puentes de Madison o Million Dollar baby tiene esta cinta desalmada y patriótica, ejecutada con la misma frialdad que el adoctrinamiento militar.

La historia real de Kris Kyle, el marine con el dudoso honor de haberse convertido en la máquina más letal de Estados Unidos, discurre entre los cuatro despliegues en Irak que lo convirtieron en La leyenda y su complicada conciliación de la vida militar con la familiar. Salvo la primera escena, en la que el protagonista apunta a sus dos primeros objetivos -una mujer y su hijo iraquíes-, las secuencias de acción funcionan de manera impecable pero sin mantener al espectador pegado a la butaca. Ni siquiera la rivalidad que mantiene con un francotirador enemigo se explota de la forma más impactante. Su otro eje fundamental, el drama, flaquea todavía más desde el momento en que los conflictos de pareja y la tortura psicológica se tratan de la manera más burda y elemental posibles.

¿Estaría El francotirador nominada al Oscar de no contar con la batuta de Clint Eastwood? Es evidente que no. Lo que resulta más sorprendente es que su hueco en las nominaciones desbancara a la que sin duda es la cinta bélica norteamericana del año, Corazones de acero. No sólo rehúye la propaganda y mantiene la tensión en todo momento sino que además cuenta con un protagonista, Brad Pitt, mucho más perfilado y oscarizable que Bradley Cooper. En todo caso, el patriotismo de las barras y las estrellas ha encontrado en la cinta de Eastwood, batiendo récords en la taquilla estadounidense, su nueva razón de ser.
polvidal
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3
16 de febrero de 2015
38 de 42 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Recuerdan esa mítica escena en la que Antonio Banderas y Rebeca de Mornay fornicaban como animales en una especie de jaula? Pertenecía a Nunca hables con extraños, de 1995. ¿O El cuerpo del delito, otro thriller erótico en el que una calenturienta Madonna derramaba cera caliente sobre el cuerpo desnudo de Willem Dafoe? Se estrenó en 1993. Veinte años más tarde, ya en la actualidad, se convertiría en fenómeno la historia de amor sadomasoquista entre un joven magnate y una inocente estudiante. La prueba palpable de que, en materia sexual, la industria de Hollywood (y por ende toda la sociedad occidental) no sólo no ha avanzado hacia la modernidad sino que ha desandado el camino recorrido hacia la más pretérita mojigatez.

Increíble que un argumento tan escueto y sencillo, resumible en una sola frase, haya nutrido más de 1.500 páginas de una trilogía que ha arrasado entre más de 100 millones de mujeres (y algún que otro hombre). Es de suponer que tanta polvareda y excitación entre el público femenino proviene de una descripción tórrida y minuciosa de los encuentros sexuales. Detalles al milímetro que la adaptación cinematográfica de Cincuenta sombras de Grey ha decidido pasar por alto para servirnos una versión pulcra y beata, acorde con los más de 80 millones de dólares con los que la cinta ha dado el taquillazo en su primer fin de semana.

A Christian Grey, ese que no hace el amor sino que folla (y bien duro), apenas le vemos el trasero y un asomo de vello púbico. Algo más generosa se muestra la directora con los desnudos de Dakota Johnson, como si al público potencial de la película le importaran un pimiento los pechos de la hija de Melanie Griffith. Cada plano está perfectamente calculado para evitar la explicitud, utilizando los mismos obstáculos visuales que imperan en las películas pseudoeróticas de ciertas televisiones locales. Una cinta sexual sin sexo. Para entendernos, es como si en Salvar al soldado Ryan no apareciera ni un solo fusil o en Titanic se obviara la existencia del iceberg.

Descartado el reclamo sexual, sorprende también que una historia de amor tan descafeinada y retrógrada triunfe entre las mujeres. Puede achacarse a los nulos conocimientos del hombre sobre la sexualidad femenina, pero de entrada dice bien poco sobre ella que a estas alturas siga embelesando el prototipo de amante opresivo y ultraprotector. La sumisión de Anastasia ante situaciones tan superadas como la independencia económica o la propia libertad individual (el tal Grey se pone como una moto cuando se entera de que viajará sola para ver a su madre), es mucho más vejatoria que cualquier penetración anal.

Menos mal que todo este entramado comercial, que pretende ser un exponente de liberación sexual de la mujer cuando en realidad pregona sumisiones y dependencias del pasado, tiene un sello femenino. No quiero ni pensar en las furibundas reacciones que tendrían muchas de las mujeres que hoy acuden en masa al cine si quién estuviera detrás del proyecto fuera un hombre. Porque lo firme quien lo firme, Cincuenta sombras de Grey es ya el exitazo más machista de la historia del cine.
polvidal
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