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España España · Aranda
Críticas de Larrory
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Críticas 26
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
5
9 de febrero de 2019
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La Joconde desapareció del Louvre un día de cierre del museo, el lunes 21 de agosto de 1911. La policía elucubró sospechas sobre Picasso, hasta encarceló al poeta Guillaume Apollinaire. Dos años después Vicenzo Peruggia fue detenido en Florencia con la obra maestra en su poder. Pese a que intentó venderla, arguyó para su defensa que quería restituirla a su país de origen, Italia.
Nuestra película se hace eco de algunos pormenores reales, ya que el tal Vicenzo, pintor de brocha gorda y cristalero, participó en la colocación de vidrios protectores en cuadros del Louvre. Asombrosamente, también se basa en la realidad el modo de introducirse en el museo y de escapar tras perpetrado el robo, lo cual da idea de la desenfadada despreocupación que cundía por aquel entonces acerca de la seguridad en el Louvre.
La estrafalaria hipótesis que se barajó sobre la supuesta intervención en el asunto del falsario argentino Eduardo Valfierno (hipótesis novelada en 2004 por Martín Caparrós en El enigma Valfierno), que se mentía marqués, está sugerida de refilón a través de Golden Boy, el autor del robo en la película, que igualmente se nos presenta como marqués.
Todo lo demás es pura invención de un guión que asume sin complejos su naturaleza de desaforado híbrido entre las aventuras de Tintin y las andanzas del caco gentilhombre Arsène Lupin.

Lástima que toda la sal del saltarín e ingenioso planteamiento guionístico lo eche a perder la elección de los dos protagonistas principales y, más sorprendentemente, la dirección, ya que Michel Deville no es ni mucho menos un mediocre hacedor cualquiera. Le debemos deliciosas comedias de enredo amoroso tal L'ours et la poupée o virtuosas fábulas de agrio trasfondo como Le mouton enragé, pero con esta ponencia se hace manifiesto que lo suyo no es torear con las enloquecidas peripecias propias de folletinescas correrías. Alquimista al revés falto de chispa y ritmo, ha malgastado un estupendo material y transmutado en plomo lo que hubiese relucido oro en manos de un Philippe de Broca, director avezado en tales menesteres.
Sin embargo, quizás convenga matizar reconociendo que Deville llevaba todas las de perder con el par de actores mostrencos sobre quien reposa la trama, entuerto que hasta a de Broca le hubiese costado enderezar.
La deslumbrante belleza eslava y la imponente plástica de Marina Vlady están para recrearse de largo ante ella en un retrato estilo Mona Lisa y mejor aún, entrecruzando a da Vinci con Goya, estilo Mona Lisa desnuda. Pero eso aquí no basta ya que, sosona e inexpresiva, le falta el fuelle que requiere un papel necesitoso de una repipi vivaracha, tal por ejemplo Marlène Jobert, la más agraciada y avispada pelirroja del cine galo.
George Chakiris se desenvuelve a las mil maravillas en las dos escenas en la que nos regala con un bailoteo, pero en cuantico le sacan de la pista de danza le da la pereza y por contagio nos incita a bostezar. Era su papel pintiparado para un saltimbanqui bullicioso y amablemente travieso, del estilo del Jean-Paul Belmondo de los buenos tiempos... que datan de cuando se rodó la película.
El resto del elenco nos permite, magro consuelo, saborear la actuación de magnificos segundones del cine galo, Jean Lefebvre, Paul Frankeur, Henri Virlojeux o Jess Hahn.

Pues nada, para remendar el estropicio, regresemos al futuro y reemplacemos al trio Deville, Vlady, Chakiris por de Broca, Jobert, Belmondo para tener ocasión de recrearnos con una divertida y artificiosa patraña.
Larrory
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8
4 de febrero de 2019
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
La única justificación del tan cacareado lema de los independentistas catalanes "España nos roba" hay que buscarla en el ámbito cultural. De Enrique de Villena a Vázquez Montalbán, pasando por Boscán o Balmes, lo más granado de sus literatos ha optado por abastecerse en la buena maleta que proporciona la lengua española, antes que en la alforjezuela del mero dialecto catalán.
Pero es sin duda en lo tocante al septimo arte donde el robo cobra la magnitud de un paladino despojo, de un consumado saqueo. En efecto, la época más densamente brillante de la filmografía española tiene fecha, lugar y género: el cine policiaco barcelonés de finales de los 50 y años 60, y resulta que la totalidad de las obras que conforman ese enjundioso conjunto está rodada en la lengua de Cervantes, Lorca, Neruda, Borges, Cortázar, García Márquez y Vargas Llosa, que no en la de... sí, por cierto: ¿Que autores relevantes, indiscutibles, de categoría y renombre universales, se podrían aducir para poner de relieve, y como por antonomasía, al catalán? Respuesta: ¡Ninguno! A los empedernidos separatistas que rechazan cualquier tipo de contacto con la lengua invasora les queda el remedio de una versión doblada (capaces son). Aún así, tendrían materia a reventar, volcanes, en iras contra los carteles anunciadores de corridas de toros que aparecen en los postes, y contra los letreros 100% castizos que ostentan tiendas y anuncios por los años en que se filmaban las escenas callejeras de esas pelis. La que nos ocupa contiene por cierto varias de ellas, todas estupendamente diseñadas y tecnicamente irreprochables, si bien se nota que fueron rodadas al natural, sin previo aviso de los transeúntes, lo cual se trasluce por las miradas entre inquisidoras y atónitas que algunos de ellos dirigen a la cámara.

El guión está pensado como una tragedia en tres actos: Inquietud, Violencia, Muerte, acotados al modo del coro del teatro clásico griego por los sermones moralizadores en los que se agitan los consabidos comentarios sobre la supuesta responsabilidad de la educación o la sociedad en el giro hacia la delincuencia de jovenes desorientados e insatisfechos.
Yo, que sólo creo en la maldad innata de ciertos seres y en el borreguil acatamiento de ciertos otros a las directivas de gurús o caudillos, me resigno a aceptar esos tan traidos como llevados tópicos como un paso obligado inherente a las historias de jóvenes descarriados. Al fin y al cabo, ya incluyó el propio Buñuel tal tipo de monsergas ñoñas en Los olvidados.
Cada acto, certeramente definido por su encabezamiento, configura un nucleo independiente por la temática subyacente que ejemplifica, aunque a la vez queda intimamente ligado a los siguientes merced a la inexorable concatenación de los hechos que in crescendo culmina en el fatal desenlace propio de toda buena tragedia.

Personajes bien perfilados, diálogos justos, escenas y montaje que transmiten la grata sensación del tempo adecuado, todo confluye a dejarnos el regusto de la obra de arte pensada y llevada a cabo con acierto, de la que sólo quiero reseñar algunas magias parciales:
1. Puedo equivocarme, pero se me antoja un atrevido desafío a la censura que imperaba a principios de los 60 el hecho de que un personaje cite el nombre de Rafael Alberti y un poema suyo en el que es cuestión de una cabeza puesta en una caja de pino.
2. La dualidad del Señorito, su naturaleza bifronte de doctor Jeckill y mister Hyde, se expone sutilmente mediante su atuendo. Viste de claro cuando se desenvuelve en el entorno familiar o en su vivar de clase, y de oscuro cuando se metamorfosea en ángel del crimen. En cuanto al polo Lacoste que luce en varias escenas, intuyo que debía ser propiedad de su intérprete, el francés Pierre Brice.
3. En la novela de Tomás Salvador en la que está basada Los atracadores, aparece sin duda por vez primera en una obra literaria la expresión "de baracalofi". La película reproduce textualmente el trozo de diálogo de la novela en que está incluida. Hablan uno de los protagonistas y una puta:
-Márchate.
-¿Así, de baracalofi?
4. En nuestros días se habla a menudo de las drogas de las violaciones, el Rohipnol o el GHB, como de una novedosa manera de incurrir en abusos sexuales. Sin embargo, el episodio del supuesto mago que involucra a Isabel tiende a demostrar que ya existían productos y conductas semejantes por los años en los que se sitúa la peli... a menos que ésta, a lo Jules Verne, pueda vanagloriarse de una certera anticipación.
5. Por último, como no mencionar la impactante escena final del ajusticiamiento por garrote vil. En un entrevista relativa a El verdugo, Berlanga se jactaba de haber sido pionero en mostrar ese instrumento y de que sólo le fue permitido sugerir su funcionamiento a causa de las trabas impuestas por la censura. Si embargo, con dos años de antelación, Los atracadores nos muestra con pelos y señales el proceso de su manejo en el curso del minucioso recorrido que conduce al condenado de su celda al patíbulo donde se procede a su ejecución, de la que no se nos perdona detalle, hasta la escalofriante vuelta de tuerca final. Unicamente se me hace algo raro que le dejen las manos libres al reo, aunque sea para encajarle en ellas una cruz.
Larrory
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7
8 de febrero de 2018
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hasta mediados del siglo pasado era de uso común el término gollería, o sus variantes golloría, gulloría y gulluría, para designar a un manjar exquisito y delicado.
Disponiendo de tal genuina elegante voz, no sé a santo de qué ha surgido cual repelente sarpullido y acabado por imponerse ese insufrible "gourmet", que en francés designa a un pico fino, a un experto en... gollerías. Como curiosidad, en su país de origen la palabra ha sido aprovechada como marca de comida... ¡para gatos!
Otra manifestación más del putrefacto servilismo español, a quien se le antoja muy galano ¿"chic"? echar mano de gabachadas, cuando sólo demuestra perruna sumisión a una Francia que por su parte menosprecia a los "espingouins".
¡Si es que revuelven las tripas las franchuterías que cunden por doquier, tanto como los letreros en inglés de los comercios ¿"boutiques"?, que meten ganas, nuevo Quijote, de arremeter a lanzazos contra ellos y hacer sangrienta riza en sus promotores! La otrora estirpe conquistadora se ha tornado pueblo de siervos... no es de extrañar que los catalanes os hayan cobrado asco.

Todo este un tanto malhumorado introito para saludar como se lo merece que a unos 49 minutos de cinta Venancio Muro alias Jeannot diga lo siguiente: "... la comida, algo sosa, pero no vamos tampoco a exigir gollerías.". Confieso que la puntuación que le otorgo a la peli debe mucho al destello de alegría que me procuró oir ese término en esta triste época de gourmeterías.
A punto estuve de subir aún más la nota merced a la deslumbrante aunque demasiado breve intervención, aproximadamente tras 1h02mn30s de cinta, de nada menos que Juan García Tienda, sí, el leproso de Viridiana en el papel de Elías Haussmann, supuesto escritor asesino que se auto acusa de los crímenes. Si exceptuamos a Buñuel, lástima que un tipo de ese talante y talento no haya sido aprovechado más y mejor por el cine español.

En cuanto al resto, habrá que machacar una vez más que en sustancia el guión se sustenta de un plagio descarado de Les yeux sans visage, única novela de Jean Redon y película de Georges Franju, condimentado con evidentes referencias a clásicos del cine de terror, en particular Vampyr de Dreyer, Frankenstein de Whale y hasta el King Kong de 1933 en su final.

El toque de originalidad proviene de la peculiar psicoestructura de Jesús Franco, a todas luces un libidinoso y baboso obseso sexual maguer buen profesional.
Se retrata a sí mismo como en espejo deformante en el personaje de Morpho abalanzándose sobre sus suculentas presas femeninas en ademán de comérselas, cuando no sobándolas con fruición. Sus ojos ciegos, escarrampados como platos, son imagen de la ceguera producida por la lujuria, un trasunto de como se le debían de poner a nuestro anti-Jesús delante de una hembra de buena planta, que menuda colección de ellas hay en esta cinta pegando grititos, en particular Diana Lorys, que a decir verdad, está para volver turulato al menos proclive a excesos de carne.
Larrory
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7
27 de enero de 2018
6 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Por su carácter proteiforme, y al igual que la novela, la ficción cinematográfica se resiste a cualquier intento de encasillamiento definitorio. Entre La Diana de Montemayor y Úlises de Joyce media tamaña distancia que entre Lo que el viento se llevó y Week end de Godard... y se podrían aducir ejemplos aún más llamativos.
Si hubiere de situar nuestra peli en el ancho espectro que proponen las fábulas fílmicas, quizás se la debiera asentar junto a Un chien andalou de Buñuel, obra a la que por cierto hace explicitamente referencia en las escalofriantes escenas de operación de ojo.
Como en su hipotético modelo, dos autores entrelazan sus ocurrencias en una yuxtaposición de viñetas narrativas anejas a la escritura automática, conformando una tela compuesta de retazos que mantienen leves conexiones entre ellos.
Por su aspecto onírico, querer analizar el contenido de la cinta se me antoja tarea reservada a psicoanalistas. El espectador común sólo puede o debe entregarse sin prejuicios al fluir de las inasibles sensaciones que provoca, al sugerente estímulo generado por una sucesión de secuencias que me han mantenido entre hipotizado y alerta de principio a fin.

Dos aspectos me exigen comentario aparte.
En primer lugar la sorprendente y asaz burlona adaptación de Axolotl, el cuento de Cortázar. Un retintín de suave pitorreo creo discernir en la transposición del relato, como si los autores pretendieran mofarse de Cortázar al modo que éste, con feroz saña, ridiculizó al Pérez Galdós de Lo prohibido en el famoso capítulo 34 de Rayuela.
En segundo término la impactante presencia en el elenco, merced a su inolvidable rostro, de un Enrique Irazoqui que se diría transplantado de su papel en El evangelio según San Mateo, pues mantiene en todas sus escenas una brusquedad tajante de Jesús repartidor de ostias, y no precisamente benditas, ostias verbales y sopapos de veras destinados a su oíslo.
Larrory
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9
17 de marzo de 2017
15 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando un director se propone lidiar con el espectador en el terreno de la suspensión, una buena apuesta consiste en fichar a un narrador especialista en tales menesteres.
Con William Irish, el muy certero Antonio Santillán ha escogido para ariete de su plantilla a un gran maestro de ese género policiaco, que conviene distinguir del género policiaco de misterio. Este último es asimilable al juego de adivina adivinanza, y el primero al juego del escondite entre un culpable que conocemos y las fuerzas sabuesas.

Santillán se muestra a la altura de tal prestigioso aporte, consiguiendo plasmar una auténtica obra maestra. Su película es fiel reflejo de la maestría de Irish en idear lúcidas pesadillas con meticuloso rigor, en elaborar con maniática precisión detallista tramas y situaciones, que aquí se pone por ejemplo de manifiesto con la preciosista coartada urdida por el asesino y su posterior interrogatorio y confrontamiento con los testigos, todos ellos perfilados con esmero.

William Irish se ha adueñado del mundo de los despiertos sueños propios de la infancia en numerosos relatos que desarrolla desde el punto de vista y el protagonismo de niños involucrados en asuntos criminales.
Ejerce este tipo de narración especial fascinación, pues nos retrotrae a la inocencia perdida sumergiéndonos en un mundo calcado sobre el del clásico cuento de hadas donde es el niño quien, enfrentándose al ogro, toma por su cuenta la defensa y salvación de la familia acechada por fuerzas malvadas.
Por cierto que para el papel ogresco no podía haber mejor elección que la de Carlos López Moctezuma, famoso villano del cine mejicano. Los acertados enfoques en primerísimo plano de su expresivo rostro bastan a infundir escalofríos de mieditis.

Simple aficionado al cine, y con conocimientos asaz superficiales de las técnicas que le son afines, suelo prestar más atención al clima que se desprende de una cinta y a las meras sensaciones que provoca, que a sus aspectos prácticos.
En El ojo de cristal, sin embargo, es tal y tan llamativo el súblime uso del juego de contrastes del blanco y negro, que la fotografía adquiere categoría de personaje adicional de la película.
Ese singular protagonismo se hace sobre todo notar en el portentoso último tramo de la cinta, con el recorrido nocturno por las calles adoquinadas y las proyecciones de la sombra del ogro perseguido que se agigantan amenazantes.
En una situación inversa a la de La noche del cazador, aquí es el niño-desfacedor de agravios quien viene a afrontar en desigual duelo al asesino-dragón en su propio antro, con esa magistral secuencia en la que los dos contrincantes se retan cara a cara con el cristal desempolvado por medio.

Raro misterio insoluble / último fin del saber:
¿Cómo es posible que tal maravilla de película no haya alcanzado categoría de gran clásico?
¿Cómo es posible que el de Antonio Santillán no figure entre los nombres de grandes maestros del cine policiaco?
Larrory
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