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Polonia Polonia · Suena Wagner y tengo ganas de invadir
Críticas de Normelvis Bates
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Críticas 185
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
10 de noviembre de 2011
18 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sé lo que me vais a decir: que me lo tengo merecido. Por panoli y por ingenuo. Por sentimental. Por poner el listón a la altura equivocada. Por confiar en que, por una vez, algún crítico habría consultado el diccionario antes de escribir cosas como “hilarante”, “genialidad” o –Dios mío- “gags candidatos instantáneos a la inmortalidad”. Por ignorar que toda película del director vivo al que más admiro y que más horas de placer me ha proporcionado durante las dos últimas décadas carga siempre, desde antes incluso del momento de su estreno, con una corte de insufribles y serviles lamedores de trasero dispuestos a jurar y perjurar que estamos ante la Gran Resurrección del Genio Neoyorkino (así le llaman siempre, así se reconocen entre ellos los más cursis).

Sí, la cosa empieza bien. Oh, la, la. Un bonito homenaje a Paris que viene a emular la entrada de “Manhattan” y que introduce el discurso de Allen (oh, sí, muy y muy irónico, lo he pillado) acerca de las peligrosas trampas de la falaz y confortable nostalgia. Estupenda la fotografía y preciosa la música. Punto. Se acabó. Lo que viene después, salvo alguna frase afortunada o algún que otro momento aislado, se lo podrían haber ahorrado casi todo. Un argumento errático y descosido. Personajes planos y diálogos insípidos y desdentados. Interpretaciones que se merecen un buen par de bofetadas. Chistes que apenas se dejan ver, cómodamente escondidos tras el Obelisco o en un confesionario del Sacré Coeur. Flaccidez. Futilidad. Aburrimiento.

Hay quien ha comparado esta peli con “La rosa púrpura de El Cairo”. No sé, tengo la sensación de que, de un tiempo a esta parte, en quien Allen se ha ido transformando es en el director cegato de “Un final made in Hollywood”, aquel cuya película rodada a oscuras se estrellaba en América mientras era aclamada en Europa. Sólo así soy capaz de explicarme que tome decisiones absurdas como la de no elegir para sus obras a actores y actrices, sino al primer Owen o la primera Carla que se cruzan en su camino (nombres como Rowlands, Alda, Landau, Waterston o Wiest me hacen llorar como un niño). Que tengamos que juzgarle con mayor indulgencia cada día. Que se jalee como sutil ironía lo que muy probablemente no sea sino autocomplaciente blandenguería.
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En fin, lo más posible es que tengáis razón, la culpa es mía y sólo mía, por vivir en el pasado, por haberme recluido en mi propia Edad de Oro, por esperar que Allen, a estas alturas, me dé lo que muy probablemente nunca volverá a darme, por seguir creyendo todavía que estoy citado a su inminente Resurrección (en Roma y –glubs- con Penélope Cruz). Mientras eso no ocurra, sentados a una mesa del Folies Bergère, Billy Wilder, Mitchell Leisen y yo esperaremos a que Woody regrese y se una de nuevo a la fiesta y, para matar la espera, acabaremos pidiendo a gritos otra botella de champagne y brindaremos a la salud de esos viejos tiempos que, borrachos y melancólicos, a todos los presentes nos ha dado por añorar.
Normelvis Bates
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8
3 de noviembre de 2011
44 de 53 usuarios han encontrado esta crítica útil
“I saw her standin’ on her front lawn just twirlin’ her baton.
Me and her went for a ride, sir, and ten innocent people died.”

Durante muchos años, ésta fue la única película que yo había visto de Terrence Malick, y aún hoy, cuando leo o escucho el nombre de su creador, las primeras imágenes que acuden a mi mente no son las de junglas o dinosaurios, sino las de una chica pelirroja volteando su bastón de majorette en el jardín, una casa en llamas, los faros de un coche abriéndose paso en la oscuridad, un reguero de polvo en las áridas e interminables llanuras del Medio Oeste americano.

“I can’t say that I’m sorry for the things that we done.
At least for a little while, sir, me and her we had us some fun.”

Las sangrientas correrías de Charles Starkweather y Caril Ann Fugate (aquí Kit Carruthers y Holly Sargis) duraron ocho días, del 21 al 29 de enero de 1959, y han inspirado infinidad de películas, desde el precoz y oportunista engendro “The sadist” hasta la desquiciada “Asesinos natos”, pasando por “Amor a quemarropa”, cuya banda sonora remitía directísimamente a la peli de Malick. A pesar de las licencias que se toma, “Malas tierras”es, sin embargo, la obra más conseguida y perdurable acerca de la alocada huida hacia ninguna parte de dos jóvenes atrapados, por distintos motivos, en la atonía vital y la ausencia de expectativas, arrastrados a una absurda espiral de asesinatos que convierten el mundo en el cual habían vivido hasta entonces, en palabras de la propia Holly, en un planeta lejano al que jamás podrán regresar.

Si quienes salieron huyendo del cine a los veinte minutos de “El árbol de la vida” decidieran atreverse de nuevo con una peli de Malick, encontrarían en su brillante ópera prima una versión sorprendentemente perfilada pero bastante más digerible de sus innegociables (y, para muchos, exasperantes) principios artísticos: la sempiterna y ensimismada voz en off, la fotografía preciosista, el laconismo y la morosidad narrativa, la exquisita selección musical, la contemplación lírica de la muerte y la violencia, la contraposición entre la vida natural y la civilización y entre las aspiraciones humanas de sosiego y pervivencia y las rígidas y torcidas leyes que gobiernan el mundo.

“They wanted to know why I did what I did.
Well, sir, I guess there’s just a meanness in this world.”

Aquellos que, sin embargo, no quieran correr el riesgo de acercarse de nuevo a una peli de Malick, tienen otra opción. En 1982, Bruce Springsteen, impresionado por esta película, compuso el tema que daba título a su disco más tenebroso, introspectivo e injustamente olvidado. Es una canción espectral y estremecedora, construida a partir de imágenes extraídas de “Malas tierras” y que sintetiza a la perfección su espíritu, en la que es el propio Starkweather quien repasa en primera persona su trayectoria criminal y se pregunta, sin éxito, qué motivo hay tras sus actos, en qué lugar está la raíz que alimenta toda la maldad de este mundo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Normelvis Bates
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8
31 de octubre de 2011
31 de 34 usuarios han encontrado esta crítica útil
Qué jodido es ser polaco. Troceada y repartida a su antojo por sus poderosos vecinos, Polonia fue, durante siglos, una nación fantasma que sólo existía en la voluntad de sus habitantes. No es extraño, por ello, que los polacos sean gente triste y desaborida y que les cueste mucho, todavía hoy, tomarse a broma ciertas cosas. Tampoco resulta raro que algunos los tachen de susceptibles y les recomienden, incluso, que se lo hagan mirar cuando se les ocurre dedicarles algún gracioso chascarrillo a cuenta de sus pesares que otros pueblos, como el portugués, celebrarían sin duda con unas risotadas y una ronda de carajillos. Qué le vamos a hacer, así son de raritos y cabezones. Son y serán gente polaca tanto si se quiere como si no.

“Trabajo clandestino” toma como punto de partida una de tantas situaciones traumáticas vividas por Polonia en su historia reciente. En diciembre de 1981, un grupo de cuatro obreros polacos llegan a Londres con un visado turista para trabajar clandestinamente en las tareas de reforma del apartamento de su jefe, que se ha quedado en Varsovia. Cuando descubre que el general Jaruzelski acaba de imponer la ley marcial en Polonia, el capataz del grupo, único de los obreros que habla inglés, decide ocultarles la verdad al resto de sus compañeros. El paradójico resultado de sus maniobras acabará siendo una reproducción a pequeña escala del régimen dictatorial recién instaurado en su país.

El armazón narrativo de la película descansa sobre las reflexiones de Nowak, el capataz, un superlativo Jeremy Irons en una de las mejores interpretaciones de su carrera. Atrapado en un país extranjero y apartado tanto de sus compañeros como de los desdeñosos británicos, Nowak es a la vez víctima y ejecutor de una ley marcial en la cual los obreros son mantenidos en la ignorancia mientras él, también exiliado e incomunicado, se ve obligado a todo tipo de triquiñuelas para controlar todos los detalles de su vida, expuestas desde una soterrada y sardónica perspectiva humorística, lindante con frecuencia con el absurdo.

“Trabajo clandestino” es, además, un ejemplo perfecto de cine low-cost no reñido con la calidad: los tres compañeros de reparto de Irons eran tres auténticos obreros polacos empleados por Skolimowski en la reforma de su pìso londinense, donde se rodó de hecho la película. Su guión, escrito por el propio Skolimowski en un par de días, consiguió, por otro lado, el premio al mejor guión en el festival de Cannes de 1982, el mismo año, por cierto, en que la estupenda selección polaca de Boniek y compañía lograba el tercer puesto en el Mundial de fútbol de España, tierra ésta, como sabéis, fraternalmente unida a la polaca, famosa por la habilidad de sus habitantes de permanecer quietos como estatuas mientras otros botan como mandriles a su alrededor, en cuyo honor se entonan aquí dulces cánticos de respeto y amistad que, o mucho me equivoco, o pronto, muy pronto, volverán a sonar de nuevo y con más fuerza que nunca.
Normelvis Bates
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8
28 de octubre de 2011
38 de 44 usuarios han encontrado esta crítica útil
La gente normal come palomitas, y si puede lo hace en el cine. No sólo se ahorra uno tres minutos de microondas, sino que, como todo el mundo sabe, allí saben mucho mejor. La gente normal sabe que el cine es entretenimiento y que cualquier otra cosa es un muermo y una perversión. La gente normal conoce sus derechos y exige ser retribuida cuando son pisoteados. Que les devuelvan el dinero de la entrada, menudo timo, qué estafa. La gente normal quiere explicaciones claras e incontrovertibles: las medias tintas son para gafapastas mal follados y amargados por sus dioptrías. La gente normal abre siempre el periódico por el juego de las siete diferencias, y cuando alguna se le resiste, mira de reojo las soluciones y se acabó. El tiempo de la gente normal no puede derrocharse así como así.

Los anormales son otra cosa. De entrada, son incapaces de apreciar las inmensas cualidades humanas y físicas de Cristiano Ronaldo. Por eso le silban, pobrecito. Son los que se sienten cómodos en el desorden y la indefinición, los que se apartan del camino cuando sospechan que les lleva de vuelta a casa. Los que no se quejan ni patalean –nenazas- si no quedan bien claritos el nombre del asesino, sus motivos y el arma que usó, el número exacto de pasos que dio desde su casa hasta el escenario del crimen, qué juez ordenó el levantamiento del cadáver, quién firmó el atestado, qué pistas (y en qué orden concreto) llevaron a la detención del criminal. Los que pierden el tiempo formulando y tratando de contestar preguntas, aun sabiendo que la respuesta, si la hubiera, carecería por completo de importancia.

Una semana y dos visionados después he sabido (aunque sólo algo mejor) cómo puntuar una película insensata y desmedida que desafía las normas elementales tanto del sentido común como del negocio cinematográfico actual. Una película que, sin duda, aprieta menos de lo que pretende abarcar, que contiene personajes y situaciones superfluas, que peca de grandilocuencia y de solemnidad. Una película desbordante y telúrica, que fluye como un torrente que lo arrastra todo a su paso y en que la propia magnitud del conjunto impide a menudo la contemplación tranquila de los detalles. Una película que conmueve y sugiere hasta el agotamiento, en la que Malick ofrece al espectador un abrumador despliegue de recursos puramente cinematográficos para traducir lo más misterioso e inaprensible de la existencia humana en inauditas y poderosas metáforas visuales, de una belleza y profundidad difíciles de explicar con palabras. Una película hermosa y fallida y destinada (creo) a perdurar, aunque sea sólo como ejemplo de feliz e infrecuente anormalidad: la de un maestro en su oficio asomándose al umbral del más allá e interrogándose, sin esperar respuesta alguna, acerca de la posteridad de su obra y de la dificultad de encajar los límites del arte y la insignificante inmensidad de las inquietudes humanas. Como si eso, dicho sea de paso, fuera a importarle a nadie más o menos normal.
Normelvis Bates
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2
12 de octubre de 2011
27 de 29 usuarios han encontrado esta crítica útil
Toda la culpa fue de Bruce Lee. Él solito mandó al carajo todos los preceptos religiosos con que habían intentado adoctrinarme a lo largo de mi infancia. Y no es que yo tuviera madera de santo ni que sintiera nunca, ni mucho menos, eso que llaman una vocación. Qué va. Lo que yo soy, en el fondo, es una víctima de mi tiempo. El tiempo de los pasquines que dibujaban a Jesucristo como un peligroso y barbudo forajido hippy, perseguido y torturado por los malvados por traficar con paz y amor (la recompensa por encontrarle, decían, era la eternidad). El tiempo de los curas en tejanos y chirucas y guitarra en ristre perpetrando junto al fuego salves y padrenuestros al ritmo de los Beatles o Simon & Garfunkel. El tiempo, hablando en plata, del puñetero Concilio Vaticano Segundo.

De haber crecido unos años atrás, estoy seguro, las cosas habrían sido muy distintas. Si hubiera padecido el brutal adiestramiento en la represión y el terror con que la Iglesia católica española obsequió a varias generaciones de niños, si hubiera padecido reglazos y bofetones, si me hubieran pellizcado y manoseado, si me hubieran arrojado espumarajos azufrados a la cara mientras me pintaban los horrores del infierno, yo jamás habría huido del redil. Iría cada domingo a misa de doce. Arrojaría mi ropa interior al paso del Papa. Leería –imaginaos- a Juan Manuel de Prada. Nunca me habría descarriado.

Pero vino Él y lo jodió todo. Ya podían aleccionarme en catequesis acerca de la bondad, el perdón o el amor fraterno hacia los enemigos que nos están clavando en la cruz. “¿Qué haría Bruce Lee en esa situación?”, se preguntaba uno mientras le relataban la pasión de Jesús. Era fácil de imaginar: ahí estaba Bruce, zafándose con un grito triunfal de sus ataduras, rasgando su túnica y dejando al descubierto su pétreo torso, eliminando uno tras otro a los soldados romanos y zurrando al sanedrín en pleno, arrojando una jofaina al rostro de Poncio Pilatos, acorralando al maldito Judas en un rincón del templo y trinchándole el espinazo de un par de buenos codazos con el rostro desfigurado por un salvaje chillido de furia. Ni amor, ni piedad, ni perdón. Esa era mi nueva religión.

Uno, al principio, puede tomarse esto como una broma: su guión demencial y su surrealista montaje, el chapucero modo en que se rellenan minutos con imágenes al ralentí y escenas de “El furor del dragón”, sus dobles de espaldas o a oscuras, con una toalla en la cara o con gigantescas gafas de sol y barbas postizas, el inenarrable combate contra Abdul-Jabbar, el mono amarillo con el que Tarantino vistió a Uma Thurman. Hasta que cae uno en la cuenta de lo bajo y rastrero de un engendro que, por unas tristes monedas, llega incluso a reciclar imágenes del entierro del Maestro, y comprende que no hay broma que valga, que reírse con esto es una ofensa y una blasfemia y que quien cae en la tentación de hacerlo corre el riesgo de renunciar a la Eternidad que unos pocos elegidos tenemos desde hace tiempo asegurada.
Normelvis Bates
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