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España España · Badajoz
Críticas de Weis
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Críticas 185
Críticas ordenadas por utilidad
9
5 de febrero de 2013
11 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Para que sirva como vital precedente, el propio Theo Angelopoulos aseguraba, en una entrevista, que “ahora más que nunca el mundo necesita cine. Puede que sea la última forma de resistencia ante el deteriorado mundo en el que vivimos. Al tratar de fronteras, límites, la mezcla de idiomas y culturas, intento buscar un nuevo humanismo”. No pudo describirse mejor y con más acierto a sí mismo.

Angelopoulos reflexiona sobre el siglo que le ha tocado vivir, marcado por la apisonadora nacionalista en forma de Guerras Mundiales y Comunismo, y recrea la perspectiva histórica del proceso de éxodo finisecular a través de un constante e incesante viaje, más bien odisea, repleto de diásporas sin norte ni pertenencia geográfica. La asunción de este pesimismo humanista convierte su trazo fílmico en un constante paisaje de claroscuros, fantasmas y sombras que se proyectan en el horizonte de nuestra existencia misma.
Su filmografía se compone de un sentir de arte y ensayo eminentemente lírico y desolador que ofrece la decepción y el extravío de nuestro camino por la vida con una capacidad de disección abstractiva por el estudio y observación del pasado, rechazando así, siempre, el presente.
Las reflexiones poético-cinematográficas del director griego están fuertemente delineadas por las sombras de la guerra y sus consecuencias. Sus películas se conciben como ejercicios de alquimia donde se podría lograr un cambio estructural socio-político a partir de una renovación desde la propia práctica artística. Y es precisamente este adjetivo, renovación, el que caracterizó su expulsión de la escuela de cine al ser considerado ‘inconformista’ y el que más adelante le ayudó a posicionarse como uno de los directores europeos más reputados durante tres décadas.

El estilo particular del griego se define por una estética entre el lapso nocturno y el humeante rastro del suelo balcánico en tiempo de guerra, así como una sorprendente unidad tanto en lo conceptual como en lo formal. Se revela como un abrupto rupturista en la configuración del relato y le priva de elementos académicamente formales como la expresión o la afección.
Angelopoulos mantiene una actitud críptica y contemplativa en su intención de quebrar la tradición narrativa construyendo una poética no por medio del montaje ni de la pirotecnia técnica sino actualizando y redimensionando los géneros clásicos en la puesta en escena y creando un lenguaje personal en el ritmo interior de sus planos para obtener sorprendentes resultados espacio-temporales. Esta creación aúna una íntima y estrecha relación con el estilo de distanciamiento brechtiano y la concepción aristotélica, reconstruyendo un concepto de autor en un concepto universal a través de la mirada, poética y reflexiva, tratando de indagar sobre la esencia del viaje y la traslación que ello implica.

Angelopoulos convierte todo el tiempo narrado en presente, funde el pasado y lo actualiza en un solo fragmento. A menudo logra esto a través de planos en los que los personajes entran en una calle o un salón por un extremo y cuando salen por el contrario se encuentran en otra década. Todo ha cambiado, y el aire también, aunque el decorado sea el mismo.

La fractura de esta dimensión temporal, para enfatizar en el espacio y en la puesta en escena, está expresada por medio de multitud de planos-secuencia que pueblan todas sus películas, haciendo que el tiempo del relato y el tiempo de la película no supongan más que el ritmo propio de Angelopoulos para filmar y contemplar su creación, sin manipulación explicativa del montaje. De igual modo, los paisajes que escoge no constituyen ninguna aleatoriedad de producción sino que se manifiestan simbólicamente como una proyección interior. Con esto se entiende que no sea casual el hecho de que todas sus películas estén repletas de paisajes invernales, crepusculares, donde el silencio, la soledad y la nostalgia se funden con la niebla.

La amplitud espiritual con la que se conciben sus obras tiene las hechuras de una tragedia griega, nunca mejor dicho. A esos planos-secuencia donde el tiempo se cuela a raudales para transportarnos a varias épocas en cuestión de segundos, se suman la exploración sensitiva de los fueras de campo (como un bombardeo aéreo en las calles de la ciudad mientras se representa una obra de teatro con el público dentro del lugar), el hiperbólico aprovechamiento de la profundidad de campo, el modo en que los suaves y gélidos movimientos de cámara apuran los espacios escénicos, la tenue belleza cromática, la manierista precisión de las representaciones (culturales, históricas y humanas); la utilización de la luz, siempre claroscura y nublada; las elipsis, como misterio y enigma inconsciente del que observa y es obligado a participar en la creación narrativa.

Sería casi insultante destacar una sola de las películas de su imprescindible filmografía, pues el ambicioso manejo, que hizo en cada una de sus obras, de todos los recursos fílmicos de que se pueden tener constancia lo elevan a una categoría majestuosa, reservada solo para unos pocos privilegiados. Esos que dedicaron su vida a reflexionar en torno a la mirada con la que vemos el mundo, ofreciendo la suya propia y haciendo que sus personajes la busquen. Uno de ellos, aquel que seguimos en ‘La mirada de Ulises’, nos dice: ‘Cuando regrese, regresaré con los vestidos y el nombre de otro. Nadie me esperará’. Angelopoulos nos convence, con este juramento en forma de epílogo, de que el peor exilio posible es el de vivir con una máscara de la que nunca nos podamos liberar.
El viaje nunca termina, pues la vida misma es el camino.
Weis
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5
17 de marzo de 2014
9 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
No solo hay morbo y exposición en el cine de temática homosexual. Frecuentemente, esta suele ser tan solo un puente o una coartada para trazar caminos derivados a otras cuestiones críticas. No lo había en Mambo Italiano pues aquella albergaba el ansia de la juventud por independizarse, madurar y vivir una vida sin atadura paternal. No lo había en Happy Together pues aquella hablaba de las raíces y el sentimiento de pertenencia a un lugar. Tampoco lo había en Aimée & Jaguar pues en ella se reflejaba la imposibilidad de sentir en una de las épocas más cruentas en las que lo único que se exhalaba era odio e ira. Ya sea en el bando masculino o el femenino, la orientación sexual ha tenido desde siempre una repercusión desdoblada hacia un amplio abanico de argumentos y valores sociales puestos en juicio.

Si hace pocos meses, Miguel Alcantud ofrecía una mirada gélida y comprometida acerca de los tejemanejes del tráfico de menores en el mundo del fútbol, convertidos en diamantes negros de ilusiones rotas al servicio del mejor postor, el deporte Rey también es el foco de atención en la película de Antonio Hens, La partida. En este caso, no como turbio negocio sino como vía de salvoconducto y evasión temporal para unos adolescentes obligados a formar parte de otro negocio más oscuro aún: la prostitución. El director cordobés no es ajeno ni principiante en el retrato homosexual pues en base a ello giraba su exitoso cortometraje Malas compañías, allá por principios de la pasada década. El tema no es tratado en la película de forma manida sino consecuente con el conocimiento que se tiene de que Cuba es un auténtico foco de destino de turismo sexual. De hecho, la naturalidad y veracidad de su realización se fundamenta en una crónica diaria de unos jóvenes cubanos que, sin miedo ni pudor, pasean de la mano públicamente con sus adinerados acompañantes. En este sentido, más allá de lo grotesco del asunto, se trata de un espejo donde el realizador refleja la sociedad cubana.

Observa con cierta distancia el entorno social y el comportamiento plastificado de las creaciones sobre las que más aversión deposita para crear una doble función moral de creador y juez. Esta posición de compromiso con su ficción, pero de una naturaleza iniciática también documental, la reafirma en la constante búsqueda del feísmo y la morbidez en zonas periféricas inhóspitas y desoladas. Emerge, por su propio peso, la miseria como encuentro entre la melancolía impresionista de la degradación, física y mental. Esta comunión la ejecuta con la intensidad y el dinamismo de su incesante cámara al hombro, constituyendo una filosofía de trabajo basada en la relación entre ética y estética. Su dispositivo técnico y su calculada puesta en escena tienen un lugar esencial como creadores de tensión y lazo caótico en la interioridad de los personajes. Alrededor de estos, la cámara parece perseguirlos más que guiarlos, filmando y mostrando acciones y modos de vivir que otros realizadores más pulcros desecharían.

La recreación plástica es lo suficientemente sucia y áspera como para resultar incómoda, pues dicho fenómeno ayuda a dar máxima credibilidad a la marginalidad económica de los caracteres, el reflejo de sus adversidades y la lucha diaria por la supervivencia. Una película con la que Antonio Hens firma todo un ejemplo de cine alérgico a la obviedad, malsano e improcedente como cualquier injusticia diaria, sustentado en la dureza y la ternura de sus escenas, que se van alternando con espontaneidad e imprevisibilidad, y pregonado por un dúo protagonista de actores hiperrealistas y de carácter penetrante. Todo ello conforma un robusto conglomerado con voluntad de denuncia y hechuras del mejor cine independiente hispano de mirada comprometida y pretensión crítica.

Crítica para www.cinemaldito.com
@WeisGuerrero @CineMaldito
Weis
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5
12 de enero de 2009
9 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Durante gran parte de su duración, The holiday se muestra psicológicamente manipuladora. Meyers se ahoga en su intento de cuajar una escritura abierta al gran público, y pinta los personajes (he ahí el problema de no pintar personas) de excesiva belleza plástica y poca profundidad moral.
Los encuentros casuales entre las partes se resuelven sin pulso, con excesiva seguridad de que las personas atormentadas por su pasado, lo olvidan para abrirse a nuevas relaciones con un desconocido. Se entierra toda dificultad de conflicto y se acude al paroxismo convencional (ojalá las relaciones humanas fueran tan sencillas como las imagina la guionista).
La señorita Diaz, como casi siempre, sobrecarga su actuación hasta la teatralidad (paradigma de Jim Carrey en femenino). Viéndola desenvolverse con ese garbo parece que ella es la que instruye al director sobre cómo tiene que filmarla.
La utilización de la cámara es elegante pero la dirección es atropellada y juega a hacer giros de guión poco creíbles, manteniendo el interés con las numerables referencias al cine antiguo, tradicional, reflejadas en el personaje de un Eli Wallach muy convincente.
Es cierto que Meyers va regulando progresivamente su discurso referencial, al saber de antemano la cantidad de conversaciones metidas con calzador, que aportan poco al ritmo narrativo (para sus características, 140 minutos son excesivos).
Por lo general resulta entretenida, gracias en parte a sus cameos (exquisito el de Dustin Hoffman) y al carácter magnético y misterioso que imprime Wallach a un veterano y alabado guionista de Hollywood.
Aunque deja un regusto amargo ver a Kate Winslet no poder demostrar como debería el potencial que tiene.
Weis
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6
16 de febrero de 2014
8 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
William Friedkin es uno de los directores americanos más influyentes del cine moderno. Esta afirmación ni siquiera debería ser puesta en duda, pues sus películas, desde principios de los setenta, sentaron las bases icónicas de toda una vasta red de films posteriores que, si bien no plagiaron de forma descarada sus obras, como mínimo supusieron una fuerte inspiración. Títulos de la categoría de The French Connection y El exorcista no deben, a estas alturas, ser ya reivindicados, pues su contundencia y su intachable legado continúan resonando en nuestros días. El veterano director siempre se ha caracterizado por el narcisismo de sus propuestas, donde primaba la virulencia de la sordidez humana, la violencia innata y la perversión en sus más amplias y extendidas formas.

Solo así se puede entender una película como A la caza (Cruising), donde Friedkin se introduce en los fondos más bajos y oscuros de Nueva York donde el escenario protagonista son los clubes homosexuales clandestinos donde tienen cabida, como templo de profanación de la carne, el sadomasoquismo, el fetichismo más variado y los juegos perversos de dominación-sumisión con alto contenido explícito y erótico. Tanto así que la censura prohibió que en su montaje se utilizaran 40 minutos de película filmada donde estos actos cobraban especial relevancia y visceralidad. El director, incluso, llegó a ser amenazado de muerte durante el rodaje de la película. El siempre avezado James Franco, interesado por este tipo de temas controversiales, junto al realizador Travis Mathews, recrea en Interior. Leather Bar lo que podrían haber sido esos fragmentos mutilados y perdidos en la historia del cine.

Para ello, acude a una suerte de falso documental donde experimenta una construcción del lenguaje que cabalga a medias entre la realidad y la ficción. Para ser exactos, entre el proceso de creación de dichas escenas en los clubs, que incluye castings, pases de texto, conversaciones actorales, llamadas telefónicas y planes de trabajo, y la filmación de las mismas, donde ambos directores no han escatimado a la hora de bucear por el imaginario de Friedkin allá por 1.979 a la hora de radiografiar la depravación y la lascividad. De hecho, las prácticas sexuales en este proyecto-película contienen dosis puntuales de sexo abiertamente pornográfico, algo que ya pudo verse en la anterior película de Franco, The Broken Tower. Monopolio del placer y el dolor como contraataque hacia la censura y las mentes puritanas y cuadradas, podría inferirse de una obra que carece de esquema narrativo para allá de servir de espiritual making-of moderno a una película ochentera que podría haber sido, incluso, mucho más contundente y valiente de lo que ya de por sí se la recuerda.

Friedkin, Mathews y Franco. Directores de diferentes épocas y diferente, quizás, modo de ver el cine, pero si en algo coinciden los tres es en el método de hacerlo posible. Un cine punzante y electrizante que fustiga y abofetea las mentes de los más acartonados y conservadores mientras lanza un grito de reivindicación hacia un colectivo que nunca ha dejado de ser el centro de los ataques y las calumnias de una sociedad encerrada en su propia miseria moral. Con su segunda película en el mismo año, Franco continúa demostrando que es ajeno a todo convencionalismo y que ser abogado de causas perdidas, o sencillamente abogado del diablo, en ocasiones suele tener resultados muy satisfactorios. Tan solo hay que encontrar a la audiencia que sea capaz de valorar sus enormes virtudes.

Crítica para www.magazinema.es
@WeisGuerrero @MagaZinema_
Weis
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6
24 de marzo de 2013
8 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
La fanfarria centroeuropea, y más concretamente yugoslava, ha sido, o es hasta la fecha, una atribución temática específica y derivada de la comedia negra surrealista que comenzó a popularizarse a comienzos de los años setenta, cuya repercusión e insigne notoriedad la han convertido, casi, en un género por sí mismo con características propias.

Más allá de su denominación de exaltación distópica musical, el primer anacronismo artístico lo encontramos precisamente en su utilización. Se juega con el contraste en términos de ambigüedad, por un lado, ante la majestuosidad con la que debería ser empleada, y por otro, situando en el eje de acción a unas creaciones que destacan por su rechazo a la heroicidad y su desenvolvimiento melodramático que deriva en tesis sobre la fatalidad humana.

Sus signos de identidad se componen de historias irreverentes y jactanciosas sobre personajes disfuncionales e impopulares que denotan un fuerte arraigo costumbrista en su modo de vida y en los métodos empleados para salir de los atolladeros imprevisibles a los que se ven sometidos, fenómeno derivado de la férrea educación balcánica y los períodos de entreguerras y represiones sociales que calaron hondo en las raíces y entrañas del populacho de la clase obrera y desfavorecida.

Miki Manojlovic representa, a modo de exposición íntegra y simétrica, no solo las crónicas de ese humanismo trágico, espejo de la honestidad y la tristeza, sino también la porción de tierra y espíritu balcánico que Komandarev nos envía desde Bulgaria: un lugar repleto de tiempos muertos donde la magnitud física de las acciones y sus repercusiones parece resbalarse vacilante por los pliegues de la realidad más metafísica y desconcertante, por insignificante.

El acompañamiento más monocorde a esta propuesta la encontraríamos, lógicamente, en algunas de las películas más célebres del inefable Emir Kusturica, tales como Gato Negro, Gato Blanco o Underground, donde pone en relieve los atributos que ambos realizadores comparten: la utilización de su estilo relamido, de plástica artesanal, puesta en escena rimbombante y atrabiliaria, empleo de todo tipo de abalorios y complementos que actúan como Síndrome de Diógenes y, por supuesto, su sentido de la añoranza ante lo viejo y corroído de las cosas y los lugares.

Sin embargo, la primera gran distinción definitoria en la realización de Komandarev se encuentra precisamente en el rechazo de la grandilocuencia escénica, apostando más bien por un relato íntimo de rutinas y soledades en espacios comprimidos y nostálgicos con propensión a lo común y al hábito carente de reputación.

Por supuesto, es un cine cuyo visionado requiere una actitud contemplativa y distanciada, pues la sobrecarga de extrañeza melodramática y la búsqueda de un sentido épico a las cosas y situaciones más anodinas ya anticipa una propuesta pretendidamente brechtiana de aislamiento autoral y taciturna idiosincrasia. Rechaza la vocación de señalización espiritual de emociones compartidas para simbolizar la peculiar reacción de cada individuo ante la tristeza y la aspereza de una desgracia sobrevenida.

La capacidad emotiva de esta película se asienta en la concisión y en la sobriedad, empleando recursos que intentan ordenar el desorden evidente de su hipertrofiado montaje, unificando paralajes en una mirada aglutinadora y candorosa. La realidad de Komandarev, y he aquí su mayor significación, se estiliza no a través de disposiciones dionisíacas sino a partir de enfoques pequeños, detalles minuciosos y efímeros que configuran un deseo, una costumbre, un modo de vida jerarquizado y asumido. Un espejo de conciencia de disposición milimétrica donde priman la ausencia y la restauración de valores primarios como la dignidad y el afecto.

Curioso resulta, cuanto poco, el posiblemente pretendido ejercicio de transmutación simbólica bergmaniana del backgammon con el ajedrez como representación del azar de la vida, el destino abierto de los acontecimientos que pueden hacer cambiar de rumbo tus expectativas, cuando solo tienes seis cartas y, sin embargo, siete sellos.
Weis
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