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España España · O Carballiño
Críticas de odaesu
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Críticas 66
Críticas ordenadas por utilidad
8
15 de diciembre de 2017
57 de 60 usuarios han encontrado esta crítica útil
El arquitecto Mathias Goeritz formuló en 1953, el Manifiesto de la Arquitectura Emocional, comprimiendo brevemente el discurso sobre el que se sostenía el Museo ECO de la Ciudad de México. En dicho manifiesto, Goeritz defendía que "el arte en general, y naturalmente también la arquitectura, es un reflejo del estado espiritual del hombre en su tiempo". Casi 65 años después, el artista Kogonada, respetado por sus montajes audiovisuales, que reflexionan sobre algunas de las claves del arte cinematográfico, debuta en el largometraje y en la ficción con un manifiesto audiovisual que viene a secundar los postulados de Goeritz. Para Kogonada la arquitectura debe ser capaz ya no sólo de reflejar el espíritu de una época, si no también debe contribuir a generar, por sí misma, sentimientos, liberándose del tiempo en el que fue pensada o construida, para pegarse al tiempo en el que es usada y, sí, sentida.

Columbus, Indiana, es una ciudad pequeña (no llega a los 50.000 habitantes) que sin embargo alberga una amplia colección de edificaciones que suponen un riquísimo muestrario de la arquitectura americana del último siglo. Ello hace que Columbus sea un caso de estudio particularmente estimulante para urbanistas, arquitectos y artistas. Kogonada, construye su análisis arquitectónico-emocional, a través de la historia de dos personajes que se encuentran y reconocen el uno en el otro, una chica brillante que se niega a ir a la universidad porque no quiere abandonar a su inestable madre, y un hombre que se aproxima a la cuarentena que acude a la ciudad porque su padre, un reputado arquitecto, se encuentra ingresado en un hospital de la misma. Estas dos historias se cruzan y fusionan, con los diversos edificios y espacios públicos de Columbus como escenario y, en última instancia, como tercer personaje protagonista. Así, la arquitectura funciona en Columbus como catalizador de emociones, pero también como productor de sentimientos y facilitador de catarsis emocionales. Para Kogonada la arquitectura no sólo es emocional si no también curativa. A través de su contemplación y ocupación, los personajes son capaces de gestionar su dolor y seguir adelante. Columbus es una hermosa carta de amor a la arquitectura como arte. Una defensa radical de su poder y de la necesidad de pensar en los sentimientos que produce en las personas que le van a dar uso y no sólo en su funcionalidad. Precisamente Goeritz aseveraba en su manifiesto que "el hombre del siglo XX se siente aplastado por tanto “funcionalismo”, por tanta lógica y utilidad dentro de la arquitectura moderna". Ponía así el acento en denunciar el movimiento funcionalista que había pasado a dominar la arquitectura a comienzos del S.XX. En Columbus, Kogonada no es tan explícito, pero su defensa de la arquitectura como catarsis emocional deja poco lugar a dudas a la hora de afirmar que se adscribe a las tesis de Goeritz.

La ópera prima de Kogonada reivindica, a través de su análisis de las posibilidades que ofrece la arquitectura para entender la psicología humana, la importancia de comunicarse, la relevancia del espacio público a la hora de entablar relaciones personales entre nosotros. Gracias a los maravillosos espacios de Columbus, esta mujer y este hombre, ambos dolidos por las complicadas relaciones que mantienen con sus padres, son capaces de verse reflejados en el otro, conversar y vomitar sus frustraciones al cielo libre de una ciudad extraordinaria. Kogonada filma una película que transpira humanismo y un fascinante amor por el arte arquitectónico. Plagada de diálogos inteligentes, personajes construidos con sumo cuidado y cariño y una puesta en escena delicada y hermosa, que muestra en toda su grandeza los espacios que retrata, Columbus es una pequeña obra de culto en potencia.
odaesu
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7
27 de noviembre de 2008
94 de 136 usuarios han encontrado esta crítica útil
Y esa reina no es otra que Julianne Moore, una gran dama del cine, una mujer que por su madurez, su fuerza y su impresionante carrera, ya puede acceder al olimpo de las vacas sagradas, reservado solo para mujeres del talento de Meryl Streep, Diane Keaton, Lauren Bacall, Jeanne Moreau, Judi Dench, Helen Mirren, Liv Ullmann, Annette Bening o Isabelle Huppert.

Y en torno a ella, una ama de casa anodina con leves problemas con el alcohol, y a la fuerza de su personaje, a su clarividencia, Meirelles construye un hermoso cuento apocalíptico, en el que más que el propio Apocalipsis y las causas que lo produjeron, se persigue realizar un ejemplarizante análisis de la condición del ser humano, de sus más bajos instintos, de su maldad inherente así como de todo sentimiento positivo que lo empuja a luchar por las personas que le importan. No pocos le critican que al encontrarse en el cruce de caminos, escoja tirar por la vía sentimental en lugar de perseguir la política. Es un debate estéril. La realidad es que Meirelles decidió construir un canto a la vida, al ser humano, a sus defectos y a sus virtudes, un poema a la libertad, al amor y a los sentimientos, y nosotros no debemos de hacer otra cosa que darle las gracias, porque su relato enternece y horroriza a partes iguales, te empuja a acudir al primer supermercado a comprar 50 latas de atún, pero antes te paraliza en el asiento, embobado por su compleja apuesta visual y por un final inteligente, que ni es blanco ni negro, ni todo lo contrario, simplemente esperanzador. Como esperanzadora resulta la atípica carrera del director brasileño en un mundo tan caótico como este, donde las sombras parecen vencer a las luces.
odaesu
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10
19 de abril de 2007
65 de 83 usuarios han encontrado esta crítica útil
Disortando sobre la edad de la inocencia, y sobre cuanto se la hecha de menos, ahora que por fin e irremediablemente se es adulto, volvió mi subconsciente a pulular sobre este filme oscuro, negro, decadente. Mysterious Skin es la obra maestra que consagra a Araki como uno de los grandes del cine indie americano, y como un enfant terrible que preña cada plano de una carga insoportable de violencia, sexo y violencia sexual. Bajo la batuta de Araki, la película arranca con un flashback sobrecogedor no apto para todos los públicos, y termina con una escena dulcemente emocional que marca el final de una busqueda, la emprendida por los personajes de Corbett y sobre todo Gordon-Levitt (el mejor actor indie joven del momento junto con Ryan Goslin y Paul Dano), inmenso animal herido que esconde sus rasguños, sus debilidades bajo la dejadez sexual que marca el inicio de su camino a la perdición.
odaesu
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8
15 de octubre de 2008
49 de 51 usuarios han encontrado esta crítica útil
En la consulta del psiquiatra (escena cumbre del filme) Charles, en un determinado momento dice:

“Si me suicidara no creo que fuera condenado por no comprender lo incomprensible”

Esta frase (y en cierta medida la conversación de autobús que da título a la película) resume la esencia, el corazón, de esta historia a medio camino entre el cine existencial (Bergman) y el cine político-revolucionario (Godard), todo rehogado por un chorro grotesco e impactante al más puro estilo Pasolini. El diablo probablemente (título precioso, por cierto) tiene así, una alma que es a la vez marxista y nihilista. Pero no es oro todo lo que reluce, y al fin y al cabo, han pasado casi 10 años desde Mayo del 68. Y Paris ya no es ese barrio con acordeón (como diría Sabina), y la revolución es tan utópica que los gritos a pleno pulmón desde las barricadas han dado paso a susurros ahogados por conversaciones de hombres de negocios.

Nietzsche ha ganado la partida. Charles no quiere hacer nada con su vida. Es más listo que la mayoría, más inteligente, tiene más personalidad, es más astuto, más cruel, más egocéntrico y más tramposo. Pero el mundo le produce tal sensación de repulsión, que ante el asco y la codicia reinantes la única respuesta posible es la inactividad total. En el momento en que muevas un solo dedo solo estarás ayudando a que el sistema (injusto y repugnante) se perpetúe en el espacio-tiempo.

Rechaza así, cualquier posibilidad de cambio, bien por medio de la revolución social, bien a través de las transformaciones políticas. El cambio es imposible, cualquier tipo de cambio no será más que un espejismo construido por el propio sistema para engañar a unas masas movidas por el diablo, probablemente.

La película no es fácil. Necesita mucha paciencia y mucha fuerza de voluntad. Si no entras en el discurso de Bresson, es mejor que dejes de mirarla, estarás perdiendo el tiempo. Si buscas pasar el rato, esta no es la película, este no es el director, esta no es la temática. Pero si no sabes adonde vas, de donde vienes y quien eres, puede ser que te llegue al alma. Si te identificas con los adjetivos arriba expuestos puede que, en cierta medida, El diablo probablemente hable de ti. Y si te intriga saber que debió de ver Al Gore para transformarse en el profeta del cambio climático, esta es tu película.
odaesu
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9
24 de abril de 2020
73 de 101 usuarios han encontrado esta crítica útil
Durante las últimas seis semanas, HBO ha emitido o, más bien, teniendo en cuenta que vivimos en la era del streaming, "ha puesto a disposición de sus clientes" (esa frase tan prefabricada y tan preñada de neoliberalismo) la última ficción de uno de los mayores enemigos de este último, David Simon, que junto a Ed Burns, su socio en The Wire y Generation Kill, ha adaptado en formato audiovisual la soberbia novela de Philip Roth, The Plot Against America. Tanto la novela como la serie, una adaptación absolutamente fiel de la primera, están ambientadas en unos Estados Unidos que aún seguían abogando por el aislacionismo y que se resistían a entrar en la II Guerra Mundial y... que no entraron en la misma. En este contexto ucrónico, una familia judía de New Jersey irá experimentando en sus propias carnes cómo el nacionalismo y el odio al diferente pueden corromper a todo un país.

La miniserie, compuesta por seis episodios de una hora de duración, va analizando cómo el fascismo se infiltra en la sociedad y lo emponzoña todo. Las relaciones familiares, laborales, comunitarias y, por supuesto, políticas. Absolutamente todo nuestro mundo de la vida pasa a estar condicionado por la amenaza fascista, por sus modos de proceder, al principio sibilinos, luego directamente violentos. Así, cada episodio se vuelve más opresivo y aterrador que el anterior. Analizar la gangrena poniendo el foco de atención en una familia de clase media-baja, en su día a día, en la cotidianidad en tiempos en absolutos cotidianos es, precisamente, lo que permite que la obra se sienta tan cercana, tan plausible. Podría ser nuestra familia. Podríamos ser nosotros.

Roth publicó la novela en el 2004, tres años después del 11-S, en unos Estados Unidos embarcados en una war on terror global, que devastó países, estigmatizó a los musulmanes y sirvió de coartada para la deriva autoritaria del neoliberalismo durante la Administración Bush, con la Patriot Act recortando derechos y libertades en nombre de la seguridad nacional. Su adaptación audiovisual llega, también, en el último año del primer mandato de un presidente republicano, Donald Trump, cuyas políticas, apoyadas desde el nacionalismo de derechas, han puesto en el punto de mira a los inmigrantes y a las potencias exteriores, como culpables de que Estados Unidos dejara de ser grande. No pocas personas han criticado a David Simon y Ed Burns por construir, en The Plot Against America, una metáfora demasiado obvia y demasiado partidista sobre el trumpismo. Sin embargo, no hay nada en la miniserie que no estuviera en la novela de Philip Roth. El discurso contra la alt-right nacionalista no está en la serie, sino en la propia opinión pública de las democracias occidentales. La serie no nos habla del presente, sino que nos invita a reflexionar sobre el mismo, sobre la deriva de nuestras sociedades. Precisamente la idea de deriva moral, ética, social, política, es uno de los motores discursivos de la obra y lo que hace que se vaya volviendo cada vez más oscura, sin embargo, The Plot Against America es, sorprendentemente, la obra más optimista de Simon.
En su díptico sobre Baltimore (The Corner, The Wire) nos mostraba cómo era imperativo combatir algunos de los postulados hegemónicos de nuestro sistema social, político y económico, pero que lo único a lo que podíamos aspirar era a lograr pequeñas victorias, que funcionaban como cuidados paliativos para un sistema de muerte. En Treme, más luminosa pero también más trágica, sucedía otro tanto de lo mismo. Las comunidades, golpeadas una y otra vez por los efectos del neoliberalismo combatían diariamente por sobrevivir. En Show me a hero, un modesto plan de des-ghettificación urbana se llevaba por delante a la clase política local y evidenciaba algunas de las heridas más sangrantes del país: el racismo, el clasismo... No había en ninguna de ellas demasiada esperanza en la capacidad de transformar el sistema de forma significativa. El juego siempre estaba amañado. Sin embargo, The Plot Against America muestra más confianza en el sistema y en su capacidad de proteger a la ciudadanía frente a la barbarie. Quizás porque en las anteriores ficciones de Simon el enemigo era el neoliberalismo depredador, mientras que en esta serie el enemigo es el fascismo. En las primeras había que combatir contra el sistema, en la última hay que protegerlo. La democracia liberal, cada vez más porosa al poder y con menos capacidad de redistribuir la riqueza está podrida pero siempre será mejor que un estado fascista. En The Wire o Treme nos encontrábamos en un estadio socioeconómico malo pero The Plot Against America nos recuerda que podemos estar en uno aún peor. Casi como si Simon y Burns hicieran suyo el chiste del pesimista y el optimista. El pesimista dice "no podemos estar peor" y el optimista le replica "sí, claro que podemos". Por eso, en su última ficción parece que los autores, Roth mediante, nos vienen a decir que sí, el neoliberalismo sigue siendo tan nocivo como lo era hace 20 años pero no debemos olvidarnos de que el fascismo es aún peor. El primero deteriora nuestro mundo de la vida pero el segundo es, en sí mismo, una negación de la vida, un elogio de la muerte.
odaesu
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