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España España · Madrid
Críticas de Charles
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Críticas 1.065
Críticas ordenadas por utilidad
9
30 de septiembre de 2017
188 de 203 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hace algo más de una década, se colocó la primera piedra de un culto especial.
'The Room' era su nombre: incoherente, absurda, penosa, cutre, surrealista... única. Como bien se dice al principio: "si les dices a los diez directores más talentosos de la actualidad que la repitan, no serán capaces ni de acercarse a lo que es".
Semejante despropósito solo podía crear un seguimiento equivalente, y allá que la película infló su leyenda en sesiones golfas, impactando a toda la gente del mundillo, mientras su protagonista/director/productor/guionista Tommy Wiseau ganaba fama por haberla parido.

'The Disaster Artist' no es, como podría parecer en un primer momento, sólo una comedia sobre la creación de tan magna "obra maestra": como el cartelito de "basado en hechos reales" avisa, esto es un intento por comprender a Tommy Wiseau, desde el respeto, pero sin faltar a la verdad en su descacharrante personalidad.
Su introducción ya deja esto claro, presentándolo como una figura mítica y gigantesca, mientras el tío lo está dando todo, a su aire, libre, replicando a un Marlon Brando que se revolvería en su tumba si pudiera verlo.
El público se ríe, todos nos reímos, porque es imposible hacer otra cosa, pero Greg Sestero le ve y solo piensa "quiero ser como este tío, y perder el miedo a expresar lo que me apasiona": un punto de vista a contracorriente, que le hará su amigo cuando todos los demás le tomen por loco, y que bien pensado no deja de ser razonable.

James Franco se sumerge en el pelazo, mentón y párpado caído (grandioso párpado caído) de Tommy Wiseau, metiéndonos junto a Greg en un planeta en el que nunca se grita lo suficientemente alto mientras se interpreta o nunca es demasiado tarde para visitar un homenaje James Dean, uno en el que su risa característica y sus expresiones sin sentido dibujan primero a un solitario que acaba de encontrar a alguien que le escucha, y después a un soñador que se ha llevado todas las negativas posibles.
Estamos en una comedia porque el tío es gracioso de por sí, pero las risas permiten pasar por alto el fondo trágico que hay detrás, que sólo asoma de vez en cuando y que cuando lo hace es más doloroso que cualquier otra cosa.
Para todos, Tommy Wiseau es un ridículo que ni en un millón de años (ni después tampoco) tendría una oportunidad en el cine, pero él mismo se ve como un artista incomprendido, ante una industria que cada vez que puede nos recuerda su frivolidad y superficialidad.

La película nos convierte en parte de todos los que no creyeron en él, sin quererlo: nos reímos cuando Tommy se pone a escribir para romper las ideas preconcebidas sobre su persona, nos reímos cuando su sueño compartido con Greg está pendiente de un hilo, nos seguimos riendo cuando no tiene ni idea de rodar y aún así pone todo el dinero y recursos de los que es capaz para hacer su guión realidad.
Es fácil olvidarse de que, tras los castings chorras y las decisiones cuestionables, había una persona tratando de demostrarse a si mismo que no tenía por qué ser el monstruo de Frankenstein que le dijeron que era.
Y precisamente hay un punto de la historia en el que la mezquindad de Tommy le gana la partida a la gracia que nos hacía, y a punto estamos de volverle la espalda como su amigo y colaboradores, pensando que pobre gilipollas el que está abusando de todos para conseguir una película de mierda.

Pero, en una escena clave, el monstruo se baja de sus altares y el público se sube a su particular planeta: Greg Sestero (entregado Dave Franco mediante) silencia risas inicialmente crueles que resuenan en la sala de cine, y se permite transformarlas en una bonita reflexión sobre la relación director-espectador, estableciendo que no importa si una película es recibida con premios o con burlas, sino que cuál es el recuerdo que deja.
Y, aceptándose como es, su amigo se da cuenta de que no tenía que ser otro Tennessee Williams, sino simplemente Tommy Wiseau.

Cuesta perseguir un sueño, y aún más duele creer alcanzarlo para darte cuenta de que en realidad está mucho más lejos de lo que se pensaba.
Pero Tommy Wiseau hizo una película irrepetible, que nadie más habría podido hacer como a él le salió (como se demuestra en los créditos finales, imprescindible verlos hasta el final), y solo por eso es el artista que dijo ser, aunque nos haya costado aceptarlo.
Han tenido que pasar años de mofas y sesiones golfas, pero su particular planeta ahí sigue, plasmado en película, para que volvamos a darnos cuenta de lo único que resulta.

Y si hay algo que este sentido homenaje a los soñadores y al cine consigue es que, efectivamente, ya no nos reíremos de ti, Tommy.
Pero ojala sigamos riéndonos contigo.
Charles
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7
23 de octubre de 2016
225 de 282 usuarios han encontrado esta crítica útil
Asesinos en serie, crueldad policial, miseria humana y social.
Suelen ser cosas derivadas unas de otras, pero casi siempre se sienten separadas cuando se ven en las noticias.
Uno no puede concebir que alguien asesine metódicamente por placer, no, "eso no pasa" (aquí en España). Tampoco tiene sentido que aquella anciana del tercer piso fuera golpeada hasta la muerte, fijo que tuvo un ataque o simplemente le llegó la hora.
Y qué asco los maderos tío, siempre dando por culo.

En 'Que Dios nos Perdone' todo eso está relacionado, por unos hilos tan finos que solo se percibirían si se viera todo el proceso desde fuera, como hace el espectador.
El de homicidios que hace tiempo tuvo una sanción por comportamiento y por eso ve los casos desde el cinismo más absoluto. El retraído tartamudo que se esfuerza en replicar las muertes para poder comprenderlas, y por eso se ha ganado el respeto/rechazo de todo el cuerpo. Los inevitables circos sociales que se montan para que el país quede bien, y que conllevan el ocultamiento de todo lo que pueda sonar a turbio, prohibido o sucio.
Es fácil repudiar el chiste cuñadil del principio que cuenta Javier Alfaro, el de homicidios, pero detrás de él se esconde una verdad atronadora, que busca salir a la luz a la mínima ocasión: que este es un país de cabrones, de cabreados, y de apariencias.

Pronto él se dará cuenta, al seguir la investigación de un asesino de ancianas junto con su compañero tartamudo Luis Velarde, y darse cuenta de que el peligro no radica en el asesino, sino en la enorme red de intereses que la rodean.
Sorogoyen no pierde la ocasión, como en toda buena investigación policíaca, de retratar la sociedad circundante, y hacerla indirectamente responsable de los triunfos del asesino: la JMJ del 2011 está cerca, y se deben celebrar los triunfos del amor y la convivencia, ni una palabra a los medios sobre el peligroso violador. Y dan verdaderos escalofríos ver imágenes televisivas de supuesta paz y amor alternadas con violencia y saña, como si fueran dos espectros inseparables que nos empeñamos ver solamente en su cara positiva.
Los mismos que habitan en Alfaro y Velarde, casi sin que ellos puedan evitarlo: la película juega, inconscientemente, levemente, con la posibilidad de que alguno de ellos, en sus violentos comportamientos y graves carencias emocionales, se haya podido transformar en algo muy parecido a lo que están buscando.
Probablemente no lo sean (unos grandísimos Antonio de la Torre y Roberto Álamo hacen valer cada rastro de amistad que se les nota), pero lo preocupante es la posibilidad que asoma.

La posibilidad de que cualquiera podría ser, no un asesino, sino alguien tan violento como un asesino.
La sensación de que poco se puede hacer por evitarlo.
La certeza de que son cuatro cosas las que les separan de vivir normalmente y ser la escoria que están buscando.

En dos horas, sutilmente, se desmorona el hombre de a pie y queda algo que no sabemos si somos.
Pero el gustazo no es que una película tan redonda se haya podido hacer en España, sino ese final respondiendo a la pregunta que no podemos evitar formular.
No, no hay perdón posible. Y lo que violentamente empieza, violentamente acaba.
Charles
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8
9 de diciembre de 2015
179 de 193 usuarios han encontrado esta crítica útil
Empieza con voces. Miles de voces. Cataratas de voces.
Casuales, iracundas, explicativas, comprensivas, tristes, cariñosas... una risa nerviosa apuntala de fondo toda la locura que recorre el torrente verbal.
Hay mucho ruido, demasiado para poder prestarle atención, y de fondo está esa aplastante sensación de que es ruido inútil, sin objetivo.

'Anomalisa' es la historia de un oasis de voz en ese ruido.
Contada en un stop-motion extraño y algo rígido, que sin embargo poco a poco se va ganando sensación de realidad con cada pequeño gesto de los muñecos, hasta que solo la hendidura de su cara nos convencerá de que no son reales, se centra en uno de esos llamados "coach" de empresa, ayudadores de todos solucionadores de nada, deseando que todos se callaran de una vez, dejando de soltar palabras que no añaden nada a nada.
Michael Stone vive con una maldición: sabe que el mundo es mediocre, y que está completamente inmerso en él. Nada que le salve ni le alivie, a no ser promesas rancias de recuperar algún tipo de brillantez anterior, por eso repasa constantemente la carta de una antigua amante tratando de sopesar todos los insultos y oportunidades perdidas. Por si acaso.

Escucha con aburrimiento el diálogo anodino de su alrededor, plagado de chistes sin gracia e intentos de añadir algo, pero hace mucho que la chispa se apagó. Sigue apareciendo la pregunta "¿por qué es imposible que vea, ni por un segundo, algo que se parezca a lo que yo creo que es especial?".
Pregunta sin respuesta, y casi tramposa de formular en una era de incomunicación donde todo sabe a lo mismo y nos acostumbramos a ello, hasta al desencanto común.

Entonces sucede, como siempre sucede, lo inesperado.
Una anomalía en ese mundo gris. Una voz que escuchar. Una Lisa, "Anomalisa".
Su tono es la primera voz femenina que escuchamos desde hace un tiempo, después de conversaciones monótonas, y por primera vez la pesadumbre de este mundo animado tan parecido al nuestro se desvanece. Ella convierte en especial cualquier tontería: nunca el "Girls Just Wanna Have Fun" en la intimidad de una habitación de hotel sonó tan bien.
Es la total inversión de la animación tradicional tan asociada a la fantasía, a los romances imposibles entre princesas y héroes que al final se encuentran y que nunca nos dejaban soñar más allá del "vivieron felices y comieron perdices". Aquí está ese mismo sentimiento de plenitud, pero sin ninguno de sus engaños inocentes, como el amor sin sexo o la belleza inmaculada. No, aquí el sexo es entre cuerpos fofos gastados por rutinas de trabajo, y las imperfecciones hacen más bonito un rostro.

Pero aunque se nos olvide en ese paréntesis en el que Lisa no para de hablar (y ojalá nunca parara), si aceptamos la realidad aceptamos sus peajes.
Aceptamos también la desilusión, el espejismo y nuestra propia psique retorcida entrenada para ser satisfecha sin nada más que añadir. Aceptamos que a veces tenemos anhelos secretos solo porque todos nos dicen, con la misma voz monocorde, que no debemos tenerlos. Aceptamos, también, que lo que antes se antojaba especial puede ser otra de esas típicas cosas a la luz de la siguiente mañana.
Y aceptamos (perdonémonos) que luego querremos que Lisa a lo mejor se calle. Solo un poquito.

Por eso quizá no existen las cosas realmente buenas, solo los momentos inolvidables.
Puede ser que por eso necesitemos que los relatos de animación cuenten historias irreales de amor verdadero entre princesas y héroes, no entre gente normal de a pie.
Lo único que marcará la diferencia podrá ser el recuerdo de esa voz, asociada a ese momento, quizá. Ojalá podamos recordarla.

Solo queda aceptar la mediocridad, pero incluso eso tiene las ventajas de pagar el peaje de la realidad: se puede aceptar conscientes de que existe, celebrando que gracias a ella tenemos a veces lo más parecido a algo perfecto (gracias a lo imperfecto, que no se nos olvide)... o podemos lamentarla, incapaces de salir de un estado mental que todos alrededor celebran y usan de excusa.
Incluso el carácter sencillo y casi anecdótico de la historia no deja de redondear por qué es tan especial. Lo pone en el título. Tan solo una anomalía, o Anomalisa.
Charles
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7
26 de enero de 2017
180 de 206 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un hombre con 23 personalidades diferentes.
La clase de premisa que podría dar lugar a un cacao importante de historia, por no decir un festival de sobreactuación en manos poco habilidosas.
Pero hete aquí que Shyamalan decide abordar la cosa de la forma más... "extraña" y rigurosa posible, si se puede decir así, y James McAvoy se entrega totalmente a la causa.

'Múltiple' se convierte entonces en un relato de supervivencia, al límite de la verdad científica, hundiendo sus raíces en la conveniencia que tiene el destino para dar el peor golpe cuando nos creemos mejor preparados.
Casey recuerda los consejos de su padre para la caza: observa la presa, espera pacientemente sin hacer ruido y aprovecha tu oportunidad. Su comportamiento está completamente preparado para anticiparse a los demás y aún así no le sirve para nada.
Pero eso es porque Kevin es cambiante, impredecible y el causante del ruido. Aún más, nunca podría ser la presa: él es el depredador, total y absoluto, que nunca estará indefenso porque ninguna de sus 23 personalidades le permite estarlo.

Sin desvelar demasiado "de qué va" exactamente la película (cosa que no se desvela hasta sus últimos minutos; ver Spoiler quien quiera saber) podría decirse de manera general que es casi una exploración del Mal: de dónde surge, qué quiere, a dónde se dirige.
Para Casey, todas esas preguntas podían resolverse hasta que aparece Kevin, mientras que sus compañeras de secuestro nunca han tenido la oportunidad de planteárselas en primer lugar. Ellas lo han tenido todo siempre, mientras que Casey nunca ha tenido casi nada de nadie.
Por eso quizás también le fascina Kevin: un hombre capaz de ser un niño de 9 años al momento, una persona madura al siguiente, un erudito mañana, un estricto bacteriófobo anteayer. En el fondo, ella está más fascinada por su variada inteligencia que en su posible fuga, quizá porque por primera vez encuentra un reto ante el que su visión para el detalle no tiene respuesta clara.

Esa respuesta la tendremos que encontrar con ella: 'Múltiple' se divide entre las chicas interactuando con Kevin y el propio Kevin siendo tratado por su psicóloga, en un entramado de escenas definitivamente extraño, logrando confundir humor y terror, macerando un cóctel curioso en su ansia de no definir "de qué va" (de nuevo, si se quiere saber, al Spoiler).
Mi consejo: déjate llevar por el viaje, sumérgete en sus interrogantes, siente intensamente la cólera, diversión, desparpajo y transformismo de un McAvoy absolutamente gigantesco.
Puede que te sorprenda la verdadera reflexión de todo cuando su psicóloga, la dra. Fletcher, llegue a exclamar que hasta sus peores personalidades "son necesarias".
¿Por qué pensar eso?

Quizás por la misma razón por la que Casey ha aprendido a cuidarse de los depredadores: por la certeza de que el Mal, cuando aparece, es injusto, brutal y horrendo, pero también equilibra, enseña y endurece.
Lo que no sabíamos era que puede esconderse bajo cualquier forma, surgir de cualquier parte, dejando a sus víctimas inocentes totalmente desamparadas ante su existencia.
Una verdad que acabamos descubriendo tan aterradora como natural, de manos de un hombre tan desequilibrado como enfermizamente cuerdo, y de su presa tan controladora como insospechadamente atrapada.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Charles
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8
16 de noviembre de 2018
184 de 221 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Alguna vez lo has pensado, verdad?
Tuviste la sensación de que esa película, ese libro, esa canción, querían hablarte expresamente a ti, cual mensaje lanzado en botella, en un idioma que olvidaste al empezar a pagar el alquiler y preocuparte por ser aquello que llaman un adulto responsable. Era algo incierto, instintivo, que no alcanzabas a comprender pero te hacía sentir “conectado” a algo más grande.
Con el paso del tiempo, de los amigos, de las relaciones, de los trabajos, de las oportunidades, de las mañanas, de las quedadas programadas, te olvidaste. Pero seguiste conservando esos tesoros en tu cueva, por si alguna vez te volvías loco y te daba por partir en busca de respuestas.

‘Lo que Esconde Silver Lake’ es una exploración de esa sensación tan familiar, proveniente de la angustia “millennial” al haber nacido cuando todo está inventado, junto a la indolencia vital sobre un panorama sobrecargado de estímulos autodestructivos.
Sam navega esa sensación constantemente, siendo uno de tantos en la vasta ciudad de Los Ángeles, pero ya desde el inicio se advierte cuál es su problema para llevar una vida normal: está maldito con el don de fijarse en esas cosas que para otros pasarían desapercibidas. Para toda la fila esperando su latte macchiato matutino, el estridente graffiti del cristal es una minucia, si acaso una oportunidad para ver cómo se bambolea el escote de la encargada, pero para Sam es otra pista más.
Un indicio de que algo está pasando en la ciudad, de que alguien se mueve por la noche cuando nadie mira, de que el misterio se ahonda y susurra ser revelado. El misterio grandioso, ese que nos hará descubrir los “por qué”, los “para qué” y si formamos parte de algo.

En su casa, vemos que se ha estado preparando para ese momento: pósters cuidadosamente enmarcados de grandiosos clásicos ocupan las paredes, revistas y fotografías se amontonan en las esquinas, ídolos de juventud e industria miran desde las paredes.
David Robert Mitchell cuenta acerca de una generación adormecida (o varias), cómoda en su propia costra metareferencial, hablando de tal o cual ídolo con la idea de que eso le conformará una identidad, que se sienta a hablar de sus sueños espoleada por toneladas de “obras maestras”, pero deja para mañana el ponerse a conseguirlos: para qué, si puedo mencionar de mil formas distintas cada día lo mucho que me gustaría ser Kurt Cobain.

Entonces llega el “para qué” de Sam, o la musa prohibida, esa que desde siempre ha inspirado o movido a la acción: Sarah, su nueva vecina, viene rompiendo el encantador edén de la vecina hippie con su música pop chicle, convirtiendo la piscina en un espacio incierto y seductor, como si nunca ninguna mujer en la historia hubiese llevado un bikini blanco y pamela a juego.
De repente Sam encuentra una nueva obsesión lejos de las sustentadas en televisiones o reproductores de música, tal vez porque se antoja una estrella de cine trasplantada a la realidad (el parecido a Marilyn Monroe no es casualidad), y se esfuerza por provocar un encuentro “accidental” con galletas de perro, finalmente llegando hasta el lado más privado de sus gustos y su intimidad… para, de la noche a la mañana, perder toda pista de que alguna vez esa chica desafiaba la plomiza rutina con el blanco de su bikini asomando entre las rendijas de su persiana.

Lo que sucede a partir de entonces, la investigación del misterio en un Los Ángeles al borde del surrealismo, es pistas que llevan a casualidades que llevan a fortuitos descubrimientos que llevan a submundos donde la belleza es una meta, el arte la puta a su servicio y el placer solo es válido si a la mañana siguiente estamos a esto de no amanecer para contarlo e instagramearlo.
Mitchell usa y abusa, superpone piezas de un puzzle que a lo mejor no termina de encajar, pero muestra fielmente cómo hemos ido parasitando poco a poco cualquier rastro de brillantez pasada, y la servimos en preciosísimos platos de exposición donde el más tonto es el que todavía no te ha invitado a su exposición/recital/concierto/meeting para el café.
Lo fascinante ya no es el misterio, y pasa a ser cuán más profunda puede llegar la madriguera del conejo.

Sam se patea la infinita extensión de Los Ángeles, letras de glamouroso Hollywood siempre al fondo como mala película de los años 20 (con finísima banda sonora a juego), y nunca parece estar más cerca de Sarah, sino dándose cuenta de que en esta ciudad, en este mundo, no hay nada tan bueno como para ser encontrado de casualidad.
Todo es una regurgitación forzosa de una fotocopia cuqui (porque la dulce Janet Gaynor pese a las reposiciones sigue muerta) o la triste realización de que guardas revistas de Nintendo Power del año cachipúm porque eres un nostálgico encantador/patético según el momento, y los videojuegos de Super Mario te dijeron que algún día tendrías que ir a buscar tu princesa a otro castillo.
Las canciones de rebeldía estaban escritas y comercializadas antes de ser tus himnos, y por eso las viejas películas en blanco y negro tienen una pureza inigualable, rodadas en tiempos donde todo lo que merece la pena todavía era felizmente accidental. Tal cual como las galletas saladas con zumo que consume Sarah, mencionando “es uno de esos sabores inusuales aún por descubrir”…

El trauma de Sam, de haberlo, es descubrir que la belleza ya no existe, aunque la persiga y busque.
Actualmente no hay manera de conocerla de verdad, ni manera de conservarla por mucho que te digan, ni manera de atesorarla por mucho que insistas en guardar hasta la última mierda que te toca en los cereales.
Quizá por eso los misterios han dejado de tener la gracia que tenían antes, y los dejamos estar para no acabar llegando a la más absoluta nada que adornan.
Pero qué bello sigue siendo descubrir a tu manera, de vez en cuando, un sabor inusual que no habías visto u oído ya. Eso, cuesta darse cuenta, sigue siendo lo que te reconcilia con el mundo cuando este te ha decepcionado.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Charles
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