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España España · Madrid
Críticas de Charles
Críticas 1.065
Críticas ordenadas por utilidad
8
16 de noviembre de 2016
220 de 234 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el título original de esta película hay un expresión que, siendo justos, es intraducible.
'Hell or High Water' habla de una decisión complicada: ir directo a la perdición, o vivir con el suficiente pie como para no ahogarte en tu propio mar de errores. La misma que se ven forzados a tomar todos los personajes presentes en esta historia, no importa de qué lado de la ley están.
'Comanchería', al contrario, habla de una lucha encarnizada entre hombres que no conocen el descanso, los amigos o las confianzas. Como los antiguos comanches, tienen enemigos allá donde vayan, viven con la muerte a cada esquina.
Jaque mate a la hora de titularla entonces, aunque si hubiera que quedarse con uno me quedaría con el primero, aunque solo sea por el aire resolutivo y directo que transmite, mucho más afín al tono general de lo que se cuenta.

Ese tono ya está presente desde la primera escena, cuando la quietud de un pueblo perdido de Texas es rota por dos asaltantes a un banco, pero en ningún momento se nos bombardea con las típicas imágenes de adrenalina que convertirían ese robo en algo frenético. El resultado es extraño, casi antinatural, porque no hay entonces ninguna nota sobresaliente, los encapuchados no son coronados héroes por el propio montaje, y toda la escena tiene un halo de patetismo difícil de ignorar.
Esto es un "western" mesurado, no porque carezca de emoción, sino porque carece de épica: los tiempos románticos en los que robar bancos a lo largo del desierto era algo admirado han quedado muy atrás. Los cowboys envejecen, los indios desaparecen, y los forajidos tienen los días contados.
Nos lo dicen los parroquianos del bar de siempre ("no van a llegar muy lejos"), lo dice el imperturbable sheriff Marcus a punto de la jubilación ("tarde o temprano, cometerán un error") y lo dicen los propios bandidos, Tanner y Toby, hermanos en busca de una segunda oportunidad ("¿alguna vez has conocido a alguien que no haya acabado preso?").

El motivo de esos atracos por parte de los hermanos tiene que ver con su entorno y su familia: Tanner quiere dejar algo a la madre enferma que abandonó y Toby quiere una vida mejor para dos hijos fruto de una esposa resentida. Ambos luchan con la evidencia de que, en el fondo, la segunda oportunidad nunca será para ellos, sino para su legado, y así lo acaban aceptando, convencidos de que es mejor buscar un tiro entre atracos con posible triunfo que esperar la lenta muerte del mendigo. Solo buscan despedirse con unos grandes fuegos artificiales, por decirlo así.
El problema es que no son los únicos, porque el sheriff Marcus también quiere una despedida con honores. Incapaz de admitir que sigue el caso de los dos por puro ansia de gloria, o quizás por un deteriorado sentido de justicia, antes de que la vejez le sorprenda en el porche de su casa, empezará una persecución incansable por el desierto, en busca de los últimos forajidos del Oeste, que se han atrevido a oponerse a una autoridad que ya no es tal.
Tres hombres caminan rumbo a su perdición, y no les importa porque no tienen nada que perder. Su viaje, por llamarlo así, está lleno de santos y villanos, pobres empleados, malas mujeres, que desgranan la historia de una Texas lejos de sus mejores días, donde no cabe el crimen o la maldad, muertos por el poco espíritu de la moderna civilización.

No hay que perder de vista, sin embargo, que la única "maldad" de los hermanos no es perseguir una gloria inexistente como hace Marcus, sino la necesidad. Al menos por parte de Toby, la parte sensata del dúo, mientras su hermano Tanner busca algún tipo de redención para un despojo social como él.
Esa misma necesidad que el ayudante indio del sheriff menciona que han utilizado los bancos para amasar su imperio, despojando al Oeste de los sacrificios grandiosos y las huidas épicas.
Ahora todo se disuelve en fideicomisos y escrituras de propiedad, triste destino para sheriffs que nunca serán los justicieros que soñaban, sino más bien asesinos esperando la hora del retiro (mejor que venga por bala que por vejez, eso seguro). Los bandidos, por su parte, bien podrían ser ratas asustadas, a los que el traje de homicidas les viene grande, pero aún más la valentía para vestirlo cuando toca.

El Oeste ya no es el que era.
Y el sabor amargo de la derrota puede venir por parte de una obsesión que se resiste a morir, semi-enterrada entre el polvo texano.
La obsesión de que nunca seremos grandes, por mucho que intentemos quitarle importancia.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Charles
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7
2 de octubre de 2017
218 de 241 usuarios han encontrado esta crítica útil
Existen más parques temáticos de los que parece en Florida.
Están Disney World, que se compone de Magic Kingdom, Hollywood Studios, Animal Kingdom y Epcot, luego está Universal Studios, Sea World... y otro más, uno más difícil de contemplar.
Uno en el abundan los castillos de colores chillones, y gigantescos magos de plástico saludan al paseante. Uno en el que no faltan las noches de fuegos artificiales, y un edificio ardiendo es la mejor atracción que se puede desear. En él, la diversión nunca termina y otros dirían que nunca acaba de empezar.

'The Florida Project' abre una ventana a la periferia de los sueños infantiles, versión estadounidense, en esa zona en la que un puñado de visionarios creyeron necesarios lugares de evasión, donde la gente podría olvidarse de sus frustraciones y saludar a su personaje de dibujos animados favorito.
Por supuesto, orbitar esa clase de anhelados lugares de recreo no puede ser tan fácil como estar en ellos, y pronto se demuestra así: Moonee y su pandilla pasan las horas del verano en las cunetas de la carretera, rodeados de adultos negligentes y miseria social, que malvive en moteles baratos como la pintura de colores que los cubre.
Pero, sorpresa, algo que nunca nadie imaginaría viendo todo eso desde fuera, es que los niños nunca han necesitado nada más, porque todavía son niños.

Ellos no conocen la tristeza o la crueldad, porque se han criado con ella y sus madres (solteras y jóvenes, que se quedaron a la espera de un padre irresponsable) procuran que se olviden de todo eso como cualquier madre haría.
Hasta los castigos los toman como un juego, como una excusa para conocer una nueva amiga, tan desconectados están del mundo adulto que ni de sus gritos o reproches se enteran.
En este verano, la diversión no conoce límites para ellos y adultos buenazos como el gerente Bobby (maravilloso Willem Dafoe) solo contribuyen a ella.

Se podría discutir que la historia no parece tener un camino lineal, que más bien parecen una recolección de vivencias, o quizás que Sean Baker está demasiado enamorado de sus perlas entre la mierda... pero basta echar un vistazo más cercano para apreciar un triste relato de fin de la infancia, contado en un lugar en el que todos creemos que vive por siempre.
Sin necesidad de ver a Mickey o visitar el castillo de Cenicienta, Moonee y sus amigos se las apañan para divertirse, mientras de fondo sus madres luchan contra la marginación social día tras día, buscando un empleo por horas que les permita mantener un crío y salir de fiesta de vez en cuando.
Es tan miserable el contraste, pero está tan bien hilado dentro de este reino de colores vibrantes, que sólo nos damos cuenta de lo horrible que estamos viendo cuando son los niños quienes lo sufren directamente: como testigos silenciosos permanecen ante las acciones más brutales de sus mayores, incapaces de procesarlas en su mente infantil, marcados inevitablemente con la violencia y vileza que les demuestran.

Porque hemos creído que estos niños lo tienen todo sin tener que visitar a Goofy, y ese pensamiento nos alegra, pero no es así: "este es mi árbol favorito porque a pesar de caer siguió creciendo" confiesa Moonee a su nueva mejor amiga Jancey, inesperadamente consciente de su situación y trazando un paralelismo con miles de familias que, como ella, crecen hacia donde les dejan y donde les permiten, muchas veces luchando con uñas y dientes de la manera más rastrera posible.
En ese punto, cuesta poco simpatizar con Moonee por una infancia que nunca tendrá: ella imagina su habitación ideal en unos apartamentos abandonados, y nos damos cuenta de que sus deseos tienen tanto futuro como ese cascarón vacío (pero colorido), abandonado al sol inclemente de Florida.
No nos extraña que Bobby, habiendo confesado sus flaquezas en dos frases (porque a veces no hace falta decir mucho más para imaginar mil desgracias), haya querido ser el guardián de la inocencia de estos pequeños, pero hasta él poco puede hacer sin rendirse a la evidencia de que el árbol ya está podrido, y la pequeña rama con ello debe vivir, aunque no tenga cabeza ni ánimo para darse cuenta.

Pienso que igual no hacía falta recrearse tanto en la pobreza moral de Halley, la madre de Moonee, o que me sobran muchas escenas que solo inflan las vivencias de estos niños y poco aportan.
Pero también pienso que, cuando alguien va a Florida, tiende a ignorar apresuradamente a estos merodeadores del atardecer, porque son los reinos de fantasía los que importan: por una vez, aunque se cargue el ritmo de la película, y aunque una madre así tenga difícil redención, no me parece mal que nos mande a todos a la mierda, aunque sea desde una cuidada ficción.

Es cierto, para Moonee todos los días eran una celebración, porque vivía en el parque temático más desconocido y más extraño de Florida.
Pero solo se puede ignorar la edad adulta hasta determinado momento, hasta que sus extremos asoman, y lo que antes fue perfecto ahora doloroso e injusto se queda.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Charles
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7
16 de enero de 2017
234 de 274 usuarios han encontrado esta crítica útil
No se sabe si Barry Jenkins conocerá la castiza expresión "de noche, todos los gatos son pardos".
Básicamente, tiene el mismo significado que cuenta Juan, el camello de buen corazón, cuando relata que una anciana le confundió en la noche con cualquier otro, porque todos los chicos eran iguales. Aquella anciana le llamó Blue, solo para sacarlo de ese todo uniforme, para reconocer su existencia.
Y es que, efectivamente, en esta vida parece que todos somos iguales, y aún más, que debemos serlo.

Pero Chiron, el protagonista de esta historia, no lo es.
No se siente "normal" y no le hacen sentir "normal" (como si hubiera una definición concreta de esa palabra).
Él es diferente, aunque no sepa por qué, pero así se siente.

'Moonlight' es el desarmante retrato de su crecimiento y madurez, lidiando con esa verdad, en un entorno que no le da ninguna oportunidad para expresarla.
Ya en el primer capítulo (1. Pequeño) es el monstruo de Frankenstein particular de personas violentas e inmorales, tratando de conciliar en si mismo los pocos conceptos que es capaz de entender sin que nadie se lo diga. "Maricón", "droga", "raro"... son palabras que se escapan a su comprensión, que muchas veces se olvida que un niño no tiene que comprender a corta edad.
A su alrededor, los adultos siempre le coartan o le echan en cara su silencio, desestimando enseguida su conversación, pero Juan es el único que quiere compartirlo: como aquella anciana que le hizo reconocerse, él quiere dar lo mismo que recibió.
Para Chiron, la gente nombra las cosas, estableciendo lo que son, y teniendo él que nombrar de la misma manera esos sentimientos, verdades, conceptos, cuando está claro que no los percibe igual.

En el segundo capítulo (2. Chiron) el desconcierto se mezcla con el voluble carácter adolescente.
Un compañero le habla de una chica que se ha follado en la escalera, se lo cuenta con todo detalle, "pues para eso estamos los hombres". Vemos en la cara de Chiron, a través de la intrusiva cámara de Jenkins, que él no piensa de la misma manera, pero calla.
Porque su instituto es un mundo de apariencias, de barreras que debes alzar para conseguir ser respetado, o en el caso de Chiron para evitar que te hagan daño. Una lección que él ha aprendido de una madre disminuida e histérica, cuyo único cariño aparece cuando tiene que pedirte algo.
Sin embargo, Chiron no espera que esas apariencias estén tan presentes como para no tumbarse con una intimidad en la playa, o un cálido apretón de manos en la medianoche. Si lo pensamos bien, nadie lo espera en realidad, nadie nos dice que lo bueno nunca dura, que el peor golpe lo da el mejor amigo y que debemos ponernos la máscara de quien no somos para sobrevivir a lo que nos dicen que debemos ser.
Es algo que aprendemos a golpes, físicos o morales, cuando nos miramos dolorosamente en un espejo y no queremos ser la persona que está al otro lado.

Al tercer capítulo (3. Black), Chiron ha adoptado el apodo que le pusieron en su día.
Como protección, como costra musculosa en su cuerpo, como un engaño que se ha visto obligado a aceptar para que le dejen en paz.
Entonces llega una llamada, un sentimiento, lo único real que le pasó, hace tanto tiempo.
No deja de ser curioso, que los que más daño hacen, son los que siempre decían querernos más. Parecería que todos llevamos esa máscara de lo que debíamos ser, y por algún estúpido motivo, nunca nos la quitamos.
Hasta que es demasiado tarde, claro, eso siempre pasa.

Una verdad dolorosa que establece 'Moonlight' es que nadie nos enseña a vivir la vida.
Creemos que tenemos que hacer esto, intentamos adaptarnos... y rara vez nos damos cuenta de que lo que tenemos nunca es lo que quisimos.
Nos convertimos en uno de esos que dictan qué es lo "normal" y rara vez nos salimos de ahí.
Solo es más tarde, en un recuerdo, en una mirada... cuando podemos encontrar quiénes somos, cuando podemos romper el molde que no nos dejaba movernos

Sí, de noche todos los gatos son pardos.
Y vivimos sumidos en una larga y oscura noche.
Pero eso no significa que nunca podamos salir de ella, si lo queremos lo suficiente.
Charles
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9
5 de octubre de 2018
225 de 258 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una maldición es, por definición, algo heredado, algo que nunca se ha ido.
Da igual que se trate de un espectro, la sombra de una enfermedad, una cobardía incrustada o un trauma incapaz de asimilar.

Capturando la esencia de esa palabra, 'La Maldición de Hill House' no es un terror convencional.
Es un silencio que ha ido aumentando hasta aislar las vidas de todos los que lo iniciaron. Es una renuncia que impide afrontar correctamente todo lo difícil que vendría. Y es una presencia que se cobra en su cuenta, lenta pero implacable, todas esas pequeñas desgracias que pueblan el día a día.
Hay una duda constante de si la naturaleza de la maldición rompió a cinco hermanos o, precisamente porque estaban rotos, con ella se quedaron.

Versionando el libro de Shirley Jackson, esta vez aquellos participantes de un experimento sobre el miedo ya viven en la casa desde el principio: cinco hermanos habitan la imponente mansión de Hill House con sus padres, donde siguen presentes las estatuas vivamente inmóviles de otras adaptaciones.
Precisamente por la circunstancia de haber hecho vida cotidiana en un hogar que era foco de ocurrencia sobrenatural, Steven, Nell, Theodora, Luke y Shirley crecen creyendo que la desgracia intermitente es un estado normal.
Sucesivos saltos en el tiempo, adelante y atrás, revisan cada una de sus vidas separadas, clavándose cada vez más hondo como cuchillada, hasta hacer sangrar desgracias profundas, personales, a menudo ocasionadas por hechos inexplicables.

"Quien ande en esa casa, andará solo" se relataba en el libro, y sobre esa temible afirmación se erige esta saga familiar.
A pesar de que en algún momento se apoyaron, pasado el tiempo y el trauma de dejar la casa los cinco hermanos se olvidaron, lidiando por su cuenta con las consecuencias: Steven hizo fama encerrando en literatura efectista aquello en lo que desesperadamente no quiere ni quiso creer, Shirley se propuso que nadie más falleciera siendo una sombra de lo que era ("puedo arreglarlos"), Theo palió su maldita videncia gastando caricias que no la aterrorizaban, y Luke se refugió en drogas para que la larga sombra de su inseguridad no le siguiera.
Quedó atrás, por supuesto, la demasiado buena y dulce Nell, cargada de miedos e inseguridades, acosada en la duermevela siempre por la misma mujer desastrada, intentando hacer vida normal y fracasando en montar su propio cuento de hadas, porque hay demasiadas veces en que nuestra felicidad depende de gente que nos dé un espacio seguro que habitar.

El único espacio que Nell ha tenido y tendrá es Hill House.
Cada vez más pendiente de sus deseos y refugios, cada vez más fuerte en su nostalgia por unos tiempos mejores, y ese profundo temor de que no puedan repetirse.
"Estaba justo aquí y nadie me veía" dice en un momento del pasado, en una de esas noches en la mansión que no tienen sentido, y es un eco que se repite en su vida actual, con hermanos y padres que no tienen tiempo para tenderle un hombro sobre el que apoyarse, porque están ocupados buscando sus propios fantasmas en la oscuridad y echándose a la cara cada puta vez que se fallaron.

Tan solo hacía falta darse cuenta.
De que ella estaba delante, de que los monstruos ya viven dentro de cada uno, y ganan porque falta valor y apoyo para hacerles frente.
No me da miedo el escuálido espectro sonriente de la esquina, sino la cruda confirmación de que siempre ha sido más fácil abandonar lo que no se necesita, dejar pasar lo que no se entiende e ignorar lo que nos destruye.
Criaturas estas que viven en Hill House, y no te sorprenden con subidón de volumen, sino que se posan suavemente sobre la herida que más duele.

Mirándola en conjunto, la mansión fue poblada por los Crain, y es cierto que, como se menciona, únicamente era "una carcasa".
A ellos, como a cualquiera, nunca les asustó sentir de vez en cuando una presencia mirando desde el cuarto más alejado, porque quién más quién menos guarda esqueletos que nunca ha superado.

Lo que de verdad aterroriza es devolver la mirada a un espectro, y darte cuenta de que solo refleja tu propia pena y desconcierto.
Y eso esta serie lo tiene tan bien aprendido que se permite el lujo de emocionarte... justo al final de un escalofrío.

Qué miedo damos cuando nos dejamos de lado o hacemos crecer mala hierba en el corazón de quien nos ha amado.
Si el terror tiene una esencia pura, debe ser sin duda esta.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Charles
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9
27 de agosto de 2017
275 de 360 usuarios han encontrado esta crítica útil
"A cualquier hora que una se despertara, una puerta se estaba cerrando."

En el principio, Virginia Woolf allana el camino para lo que se va a ver, porque este es un relato que debe verse abriendo los ojos a lo invisible, a lo que no está, pero que sin embargo podría "ser".
Se cruza así la puerta a la idea de un observador silencioso en la vigilia, a la sensación de una mano invisible acariciando una conciencia intranquila, o a ese sentimiento extraño que nos traspasa, cuando no nos acordamos de por qué un lugar se nos hace difícil de abandonar.

'A Ghost Story', bajo esa mirada, es una sencillísima y bellísima pieza sobre la idea de una vida más allá de la muerte.
La de un fantasma que nace renunciando al edén por una tarea que le quedó por hacer, y la gran pregunta que se plantea: ¿tanto cuesta dejarla ir, tan importante es seguir aunque todo le esté llevando a un fin?
No hay respuesta aparente, y para contestar David Lowery empieza desde lo más básico, cogiendo un pedazo de tela de los que se ven por Halloween, y habitándolo con un alma que apenas recuerda cuál es el motivo de su propia existencia; transformando a esa persona inquieta que advertimos bajo la sábana en un icono sencillo de gestualidad mínima: acaba siendo en efecto un fantasma, como siempre lo hemos imaginado y nunca lo hemos apreciado.

Antes de eso queda la vida por la que ese fantasma volvería, reconfortante en sus momentos más íntimos, plena de cálidos detalles y sencilla en sus mayores placeres, como suele ser todo por lo que merecería la pena volver.
Ella (M), en una de esas ideas menos pensadas, cuenta cómo ocultaba pequeños mensajes en paredes de todos los nuevos hogares que tuvo: "si alguna vez quisiera volver atrás, allí habría una parte de mí esperándome" dice, despreciando las normas del tiempo y el espacio, pensándose a si misma libre de las ataduras de un orden universal que nos acaba olvidando por mucho que nos esforzamos en recordar.
Él (C) ríe sin preguntarse exactamente por esa posibilidad que ella acaba de dibujar, la besa y asiente porque la ama, probablemente maravillado porque nada más que su risa sirva para construir un hogar.
El estruendo posterior del piano es solo eso, apenas una leve interrupción que se cobra su ligera atención, pero ante la cual cabe volver a pensar en las palabras de Virginia Woolf y en la idea de que, porque algo no se vea, no deja de estar ahí.

La vida entonces discurre como un misterioso cuadro en el que cada vez se descubren más detalles: una odisea ante la cual todo tiene lugar, en la que nadie tiene asignado un lugar y donde no hay un hilo conductor que separe el bien del mal. Sencillo ejemplo de esto último: un plano revela, suavemente, sin temor, un accidente de coche que se ha cobrado la vida de C, a las puertas de lo que había sido su hogar, y es algo que apenas rompe la envolvente tranquilidad.
Esa misma visión inmutable se traslada a toda la historia, con acciones sostenidas frente a un solo plano que parecen puro capricho indie, pero que refuerzan esa idea de algo presente que no se ve a simple vista: solo tras comprender eso, y observar muchos besos en la madrugada, nos daremos cuenta de que esta pareja se ha querido con locura, o que cuando M come sin parar está buscando contener las lágrimas por su pareja fallecida.
El fantasma de C contempla las acciones de ella, repitiendo día tras día una vigilia infinita, que no se vuelve menos dolorosa por más repetitiva, ni tampoco parece guardar un motivo más allá de permanecer, por todas las cosas que le quedaron por decir.
Cada sonido, cada pequeño gesto, se engrandece en ese hogar fracturado, devolviendo el reflejo de sus respectivas soledades, solo que mientras C parece existir por ella... M empieza a olvidar, buscando el levantamiento de su condena.

Nadie la puede culpar: cuesta acostumbrarse al hueco de la soledad, sabiendo cuan importante fue la felicidad que se ha ido, sobre todo cuando suena a triste melodía contenida y ya no es la hermosa canción que se había conocido.
(Rooney Mara conecta dos tiempos, dos estados de ánimo, y los hermana en una sola canción cantada por Casey Affleck, que suena expansiva en su pasado y cascada en su presente, representando, sin palabras, cómo se deteriora un recuerdo pese a lo mucho que lo hayamos querido)
La presencia desenfocada que es C se revuelve contra eso, rasca la pared, hace parpadear las luces, deja caer objetos, mueve puertas... y entonces piensas "ah, claro, ahora lo entiendo". Tiene sentido que todas las acciones que asociamos a un fantasma tengan un motivo, pero de lo que frecuentemente nos olvidamos es que, alguna vez, esa presencia fue humana: luchó contra la eternidad, quiso permanecer, se hizo querer y, después, la nada.

Por si acaso hacía falta, un personaje verbaliza el verdadero dilema, la verdadera lucha desde que C se levantó bajo una sábana: "construimos nuestro legado pieza a pieza, y quizá el mundo entero lo recuerde o quizá solo un par de personas, pero haces lo que puedes para asegurarte de que permaneces cuando te vayas".
El tiempo pasa alrededor de C, y él permanece impasible, porque no sabe cuál es el significado de ver vida y muerte, levantamientos y derrumbes, hermosura y decadencia, sin poder participar de ella. Los vivos se enfrentan a lo mismo, pero no ver la eternidad y pringarse con su experiencia les brinda, al menos, el intento de entenderla.

(Continúa en Spoiler, sin contar nada hasta que lo indique)
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Charles
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