2005, Peter Jackson lleva a cabo la versión definitiva. De sobra es conocido que el nuevo rey Midas decidió dedicarse al 7º arte gracias a King Kong. Sólo por eso, y por habernos regalado la enciclopedia universal de los hobbits, merecía la pena nuestra respetuosa espera.
La idea de seguir tomando como personajes a un equipo de cineastas funciona mejor que nunca, y aunque Driscoll deja de ser capitán para convertirse en guionista, se hace más fácilmente aceptable la progresión hacia el clima onírico y emotivo. La primera parte, lejos de ser un paréntesis, constituye un prólogo urbano y realista indispensable, al que responde el último tercio del film. A los parados del principio corresponden los aviones del final.
Prima lo sentimental, aparece el humor con Jack Black a la cabeza, y Jackson homenajea en tres horas a la película original, pues sabe que apenas hay margen de mejora, si no fuera porque maneja como nadie las megaproducciones. Si hay algo que reprocharle a esta nueva versión es la elección musical de James Newton Howard. Por lo demás, los elementos de la tradición popular, el erotismo, la aventura, el miedo y las reflexiones sobre los límites del espectáculo, y la ciudad y la naturaleza como contrarios, se funden con la misma habilidad. La aparatosidad se erige en ferviente ganadora, gracias sobre todo a los efectos especiales de Weta, pero ojalá todas las películas estuvieran hechas con la misma pasión. Mención aparte merece Andy Serkis, que ya es por derecho propio, y gracias también a Gollum, el actor digital más importante hasta la fecha. King Kong se vuelve más humano que toda la sociedad neoyorkina junta, y hace convincente el triángulo que completan la radiante Naomi Watts y el introspectivo Adrien Brody, que espera un aliciente para desplegar todo su potencial heroico. La sencillez se ha transformado alegremente en desmesura (aventura), en un delirio visual al alcance sólo de Jurassic Park o Indiana Jones. No se esconde el halo de falsedad que recorre la cinética e interacción entre actores y creaciones digitales, la irrealidad y la imaginación se dan la mano en la saturación del color, increíblemente bello, el amor posee pulso, candidez, y aunque el metraje es un pelín excesivo, sobre todo en su segundo acto, la estancia en la Isla Calavera, es tal el talento de este autor rescatador del auténtico cine-espectáculo, que uno no puede sino rendirse ante esta cruel fábula que nos retrata a una gran parte del ser humano, ése que en realidad vive, o debería vivir, en una escala muy inferior a la animal. El sacrificio por amor y las puestas de sol cobran una nueva dimensión. El camino que ha seguido Jackson, el de la inmensidad, el frenetismo y el exceso, se revela como la más acertada genialidad a la hora de reenganchar a las nuevas generaciones y seguir disfrutando de esta fuerza metafórica de la naturaleza.