Por lo general, no soy fan de la animación que los niños ven hoy en día. Salvo excepciones como Bob Esponja, los dibujos animados de ahora no me llaman la atención ni me dicen nada. Los considero artificiales, sin el encanto de los dibujos de antaño, con tramas absurdas en cada capítulo y con muy poca cosa que enseñar. Llamadme rancia si queréis; yo prefiero pensar que soy nostálgica.

Pero he aquí que la casualidad vino a mostrarme que no todo se ha perdido en la animación infantil. Me encontré con esta serie de sopetón, sin querer. Creo que la estaban poniendo en un restaurante o algo así. Mientras esperaba a unos amigos, me senté en una silla y me puse a verla para entretenerme un rato. Cuanto más la veía, más me enganchaban aquellos dos protagonistas que se estiraban como el chicle, aquellas aventuras disparatadas que no tenían ni pies ni cabeza, y aquellos diálogos que ocultaban una lógica aplastante en su absurdo planteamiento inicial. Es como colarse en la mente de un niño con una imaginación desbordante. Para un niño, las aventuras de Finn y Jake tienen una lógica que un adulto no alcanza a comprender, pero eso no significa que la serie carezca de sentido. Tiene, de hecho, más sentido del que muchos creen y un trasfondo realmente interesante.

Una serie muy divertida, interesante y rompedora, que se convertirá en objeto de culto con el tiempo. Muy recomendable.